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1. PESO DE LA HISTORIA Y PERMANENCIA DE LOS TÓPICOS (1975-1978)
ОглавлениеLa proximidad geográfica y la presencia de numerosos exiliados de la Guerra de 1936, o del franquismo, explican el papel específico que tuvieron entonces algunos periódicos franceses gracias a sus colaboradores. El más conocido, José Antonio Nováis (1925-1993), era considerado como el mejor informado durante la última década del régimen de Franco. Corresponsal de Le Monde40 en Madrid, sus crónicas contribuyeron a la lucha por la democracia y le ocasionaron duras represalias. El 28 de marzo de 1993, cuando murió, Le Monde expresó su admiración citando un artículo en El País que permite entender la evolución de las relaciones entre los dos países, mostrando que «la clave para las actividades de la oposición democrática al franquismo era la prensa extranjera, y fundamentalmente Le Monde de José Antonio Nováis». Y continuaba Le Monde:
Todos le informaban, y él era su abogado. Algunas líneas de José-Antonio Nováis en Le Monde podían salvar a un preso político o proteger a una organización. «Todo lo que debemos a Nováis», escribe con razón, en El País del 26 de marzo, Miguel-Ángel Aguilar, que añade: «Si te mencionaba en sus crónicas te protegía de las torturas».41
Estas citas remiten al papel que tuvo la prensa en la lucha antifranquista y a los estrechos vínculos entre ambos países reforzados por la presencia de numerosos exiliados42 y de antifranquistas militantes, como José Martínez, fundador en París de la editorial Ruedo Ibérico43 y de los Cuadernos de Ruedo Ibérico, o Antonio Soriano, el fundador de la Librería Española, en la Rue de Seine en París, que era mucho más que una librería.
Hice estudios hispánicos en la Sorbona en París en los años sesenta, cuando los programas no incluían a la España contemporánea. Entre mis compañeros había hijos de republicanos exiliados en 1939, pero la memoria de la historia de nuestros padres no estaba a la orden del día. En esta época de fuertes ideologías, era por nuestra militancia en el sindicato estudiantil UNEF (Union Nationale des Étudiants de France) por lo que prestábamos una gran atención a lo que pasaba en España, con una fuerte movilización en momentos tensos en la península. El filme Mourir à Madrid (1963), del documentalista Frédéric Rossif, se proyectaba entonces en los establecimientos escolares y en la televisión, que empezaba a instalarse en muchos hogares. Los medios de comunicación y la enseñanza contribuían a mantener la imagen de la «España negra», ignorando los cambios que había producido el desarrollo económico provocado por el turismo y de la emigración, fenómenos que, en una lectura superficial, habían reforzado, sin embargo, la imagen de un país pobre. En la enseñanza secundaria en los años setenta, entre los alumnos, había hijos e hijas de inmigrantes que no reconocían la presentación que hacían los libros de clase del país donde pasaban sus vacaciones. Su contenido seguía trasmitiendo la imagen de un país rural, pobre y violento, con textos sacados de novelas que remitían a los oscuros años treinta, como Réquiem por un campesino español,44 de Ramón J. Sender.
A nivel político la dictadura era un obstáculo para el ingreso en la CEE (Comunidad Económica Europea), y la muerte de Franco no hizo desaparecer el temor de que siguiera el franquismo sin él, con un rey que el propio dictador había designado y con un jefe del Gobierno —Arias Navarro— que él mismo había confirmado. Su sustitución, en junio de 1976, por Adolfo Suárez, que había hecho carrera en la administración franquista, reforzó la desconfianza. En este contexto, la promulgación de la Constitución no fue suficiente para cambiar la actitud del Gobierno francés, que consideraba al nuevo Gobierno español condescendiente con la herencia de la dictadura.
Algunos hechos parecían avalar la visión de un país estancado en el pasado. El 7 de agosto de 1975, Le Monde no escapaba a los tópicos y comparaba a España con Portugal, del que decía que era un «país atlántico», «suave», «romántico», unas características que explicarían la pacífica Revolución de los Claveles.45 Lo oponía a España, a la que identificaba con la meseta castellana, «árida, radical, siempre al borde del abismo», fascinada por el apocalipsis. Esta violencia siempre a punto de estallar explicaría los asesinatos de Euskadi Ta Askatasuna (ETA) y del Frente Revolucionario Antifascista y Patriota (FRAP). La violencia estatal tampoco cedía. Con las cinco ejecuciones de militantes del FRAP y de ETA, el 27 de septiembre, Franco, el último superviviente de los regímenes fascistas de los años treinta, parecía volver a la represión dura de la postguerra. El porvenir estaba lleno de incertidumbres. El 20 de septiembre, el periódico denunciaba una represión loca («Folle répression») y un régimen anacrónico en Europa, más animado por la venganza que por la justicia:
Diez condenas a muerte en menos de tres semanas. Se anuncian otras. Tanto horror no ocurre en una exótica región lejana, sino en un país cercano al nuestro: España, donde un dictador, que sigue envejeciendo sin fin, pretende mantener contra viento y marea, aunque haya que pagar con sangre, unas estructuras políticas y sociales heredadas de otros tiempos.46
Tampoco disculpaba a la extrema izquierda y a los nacionalistas radicales, que practicaban la peligrosa política de «cuanto peor, mejor». El mismo día, relataba la movilización en París para protestar contra estas condenas.47
Parecía alejarse «la perspectiva de una Transición suave», comentaba, el 29 de septiembre de 1975, el periodista Marcel Niedergang, corresponsal en Madrid, gran conocedor de España y de América Latina, quien recapitulaba en «La logique du bunker» («La lógica del bunker») el trágico balance de las últimas décadas con la ejecución de varios militantes que habían estado exiliados en Francia. El 20 de abril de 1963 fue ejecutado el comunista Julián Grimau —a pesar de unas protestas multitudinarias en Francia, donde el Partido Comunista era poderoso—, y, en agosto, lo fueron los anarquistas Francisco Granado y Joaquín Delgado, con escaso eco. Muchos de los que en abril habían protestado en Francia estaban en ese mes de vacaciones en las playas españolas cuando estos dos militantes antifranquistas fueron acusados sin pruebas de un atentado y ejecutados mediante garrote vil, rápidamente, para evitar nuevas protestas internacionales. Por otra parte, los anarquistas no tenían en Francia la capacidad de movilización del Partido Comunista. Hubo que esperar a la ola memorística para que, con la difusión en 1996 del documental franco-español Granados y Delgado, un crimen legal, de Eulàlia Gomà Presas, en colaboración con el periodista de investigación Xavier Montanyà, difundido en el canal alemán-francés ARTE, los verdaderos autores del atentado reconocieran su autoría de los hechos, permitiendo que se iniciara una campaña de rehabilitación. En 1974, Puig Antich, militante del Movimiento Ibérico de Liberación (MIL) fue ejecutado también mediante garrote vil, y el 27 de septiembre de 1975 hubo otras cinco ejecuciones. Tales datos explicaban que se siguiera asociando a España con una violencia «histórica» que había culminado con la Guerra Civil, una «España negra» que coexistía con los tópicos del «sol y el flamenco». El príncipe Juan Carlos no tenía entonces una buena imagen. El PCE lo apodaba, a través de su portavoz Santiago Carrillo, como «Juanito, el Breve» —una expresión que también empleaba la prensa francesa, como el semanario izquierdista Le Nouvel Observateur—. El 3 de julio de 1976, el nombramiento de Adolfo Suárez, tildado por la prensa francesa como «falangista reconvertido a la democracia», desconcertó aún más, y se interpretó como una maniobra para que siguiera el franquismo sin Franco.
La Constitución de 1978 concretó la evolución de España: una democracia parecida a sus vecinos europeos. Pero, a los cuarenta años de la Constitución, hay que notar que, si los periodistas la consideran la pieza clave de la democracia, solo se refieren a ella en momentos críticos, como el 23F de 1981, o la consulta sobre la independencia de Cataluña en 2017. Las relaciones con Francia tardaron en normalizarse. La oposición al ingreso en la CEE se interpretó como una traición, tanto más cuando venía de sectores, como los comunistas, que habían apoyado la lucha antifranquista. Los titulares de un artículo de Juan Pedro Quiñonero en Cuadernos para el diálogo (1963-1978), semanario progresista como Triunfo (1962-1982), el 2 de agosto de 1978 anunciaban el tono amargo del artículo:
El PC francés contra los agricultores españoles. «No pasarán»
«No importemos miseria», comentaba L’Humanité, órgano de expresión diario del Comité Central del Partido Comunista Francés, para subrayar un «no» rotundo al ingreso de España en la Comunidad Económica Europea (CEE).48