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2. DE LA CONSTITUCIÓN AL INGRESO EN LA CEE (1978-1986): CAMBIO DE IMAGEN

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A pesar de una primera impresión negativa, el rey Juan Carlos supo imponer pronto una nueva imagen: atlético, alegre, jovial, conocía bien los dosieres y parecía capaz de modernizar el país. Por otra parte, el PCE se fue derrumbando, y Santiago Carrillo, a quien se seguía asociando con la Guerra Civil que se quería olvidar, no tuvo más remedio que dejar en diciembre de 1982 su puesto de secretario general del partido a Gerardo Iglesias, de 37 años, 30 menos que él, tras el hundimiento del partido en las elecciones generales del 28 de octubre.

El 13 de noviembre, en Le Nouvel Observateur, la periodista Elisabeth Schemla lamentaba este derrumbe, que le parecía injusto, ya que el PCE había desempeñado un papel fundamental en la lucha antifranquista, en particular con Comisiones Obreras, y Santiago Carrillo había contribuido a una transición pacífica con su postura conciliadora.49 Destacaba que, en las elecciones de 1982, salvo Fraga Iribarne, solo había hombres nuevos y el PSOE resultaba más atractivo que un PCE en crisis. Elisabeth Schemla firmaba dos artículos, uno acompañado de una fotografía de Carrillo e Iglesias con este titular: «Santiago Carrillo: la guerre est finie» («Santiago Carrillo: la guerra ha terminado») —eco del filme de Alain Resnais, de 1966, con guión de Jorge Semprún… y del último parte de guerra de Franco—. En un recuadro, un titular parecía una respuesta: «Basques: la guerre continue» («Vascos: la guerra continúa»). La periodista comentaba el reciente apoyo de Francia a España en la lucha antiterrorista con la detención de cuatro destacados responsables de ETA-militar el 6 de noviembre en Saint Jean de Luz. Se preguntaba si esta colaboración tenía que ver con la reciente llegada al poder de Felipe González, un socialista como Mitterrand. Por supuesto, no era un motivo suficiente para dos políticos de este talante —François Mitterrand y el canciller alemán Helmut Kohl reconocieron en él un líder a su altura y, en un momento en el que España seguía en una situación aún débil, lo trataron como a un igual50—, y a Mitterrand se le acogió muy fríamente en su primera visita a Madrid, en junio de 1982. Si evolucionó su postura es porque era consciente de que no se podía aplazar más el ingreso de España en la CEE y de que, si Francia perdía en algunos sectores económicos, ganaba en otros. Sin embargo, esta larga espera contribuyó al deterioro de las relaciones entre ambos países, así como la falta de cooperación policial. Recordaba que España acusaba a Francia de dejar actuar a los terroristas de ETA libremente en su territorio sin tener en cuenta las informaciones transmitidas por Madrid, una actitud que envenenó sus relaciones. Es cierto que la proximidad geográfica, los vínculos familiares de ambos lados de la frontera y la permanencia de una confusión entre la lucha antifranquista y la memoria de la Resistencia contribuyeron a esta escasa voluntad de colaborar.

El 27 de mayo de 1983, en Le Nouvel Observateur, Jacques Julliard, comentaba este cambio de imagen de España en Francia con este título: «Lumières madrilènes» («Luces madrileñas»). Traía de la capital española un sentimiento de agradecimiento, ya que en un país que afrontaba las mismas dificultades que Francia había visto «los corazones llenos de esperanza».

La condición previa al ingreso de España exigida por los países miembros de la Comunidad Económica Europea (CEE) era que fuera una democracia. Sin embargo, tuvo que esperar varios años, por la oposición de Francia, en gran parte por las protestas de los agricultores del sur, que temían la competencia y que presionaban a unos políticos temerosos de perder votos. Jacques Julliard notaba la ambigüedad de las relaciones entre ambos países: durante el franquismo, en Francia, en unos mítines llenos de pasión, se aplaudía la resistencia de los españoles con la presencia de viejos refugiados, puño en alto, mientras que la Transición pacífica de la dictadura a la democracia había provocado poco entusiasmo. Lo explicaba por la dificultad de los franceses para comprender que España existía ahora fuera de sus fantasmas. Insistía sobre la oportunidad que suponía para España tener a Juan Carlos I y a Felipe González, «dos políticos de este talante y tan complementarios». La prensa francesa ha participado, desde 1977 con Adolfo Suárez, en la personalización de la Transición, asociando unos artículos elogiosos a fotografías de estos políticos jóvenes y atractivos que daban al país una imagen de modernidad.

Si embargo, la falta de apoyo de Francia remitía a 1936 y a la no intervención. Culminaron las tensiones entre ambos países tras el ametrallamiento, el 7 de marzo de 1984, de dos pesqueros españoles que faenaban en aguas consideradas francesas por decisión de la CEE, lo que provocó en España una violenta reacción antifrancesa. Thierry Maliniak, corresponsal de Le Monde, calificó el encuentro en Madrid, el día 13, de los dos primeros ministros, Pierre Mauroy, en visita privada invitado por el alcalde Tierno Galván, y Felipe González, de un «diálogo de sordos». Añadía que los barcos procedían del puerto de Ondarroa, un baluarte del nacionalismo, donde la emoción y la indignación eran muy fuertes, ya que uno de los heridos había tenido que ser amputado. El corresponsal en Madrid destacaba la postura difícil de Felipe González ante una opinión pública y una prensa tradicionalmente propensas a la francofobia. Y no solo la prensa derechista instrumentalizaba los hechos, incluso en El País se expresaban rencores.

Ya había empezado el socialismo su transformación en un contexto difícil. Como en Francia, les tocó a los gobernantes socialistas llevar a cabo la reconversión industrial y afrontar las huelgas y el paro. La transformación social fue sin duda la que más llamó la atención: después de la imagen anacrónica de un país rural y atrasado, se impuso en Francia la de un país que había superado todos los tabúes. Tal imagen culminó con la movida. A partir de entonces se consideró fuera que España había conseguido liberarse de todas las trabas, cuando muchas permanecían en los países vecinos. Daba la impresión de haber pasado de la represión sexual impuesta por la moral católica a una permisividad total. El peligro del creciente consumo de drogas, asociado a la violencia, no pareció llamar entonces la atención de unos reporteros fascinados por esta repentina libertad, que pronto simbolizó el cine de Pedro Almodóvar. En Francia, después de Luis Buñuel, Carlos Saura había sido el cineasta español más exitoso, con sus películas que reflejaban la España de finales del franquismo, lastrada por el peso de la Iglesia y del Ejército. Pedro Almodóvar vino a encarnar la metamorfosis del país, simbolizada en la pantalla por el color rojo —que contrasta con el fantasma de la España negra. Hasta hoy no se ha desmentido su éxito en el hexágono debido a una originalidad rupturista que muchos españoles interpretaban como un reciclaje oportunista de los tópicos del franquismo.

Si los franceses tardaron en superar una imagen negativa de España, a finales de los ochenta periodistas y políticos hicieron de los españoles un modelo para sus conciudadanos pesimistas ante el porvenir. La pertenencia de España a Europa, además de ser obvia,51 era ya una realidad a nivel económico antes de la muerte de Franco; tenía fuertes vínculos con Francia, su primer cliente y su cuarto abastecedor; y el francés era el idioma más aprendido en la península.

Ramón-Luis Acuña, en su libro ya citado, insistía sobre el hecho de que hasta el inicio de los años ochenta, fecha en la que se invierte la tendencia, el interés de España por Francia era mucho mayor que el interés de Francia por España. Desde entonces será lo contrario. En el siglo XXI, la presencia de unos dosieres especiales en los medios muestra una curiosidad que no se desmiente, aunque los tópicos sobreviven. Esta visión está relacionada con la idea de la transición modélica que Charles Powell,52 entre otros, ha contribuido a difundir. El 9 de junio de 1990, Le Monde publicaba un artículo suyo, «Les leçons de la démocratie espagnole» («Las lecciones de la democracia española»), que presentaba a España como un ejemplo para los países del Este, una visión idealizada que culminó en 1992.

Balance y perspectivas de la Constitución española de 1978

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