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14 de febrero de 1972

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Él no es un revolucionario. Pero hoy se ha despertado y ha pensado que podría llamarse Ernesto. O Fidel. Podría enfrentarse a los tanques franquistas con una flor en la mano. El corazón le late con fuerza. Se acostó sumergido en su mirada y se ha despertado protegido por la memoria de sus párpados. Hay un ejemplar de La Vanguardia desplegado sobre la mesa de la cocina. Miguel Delibes firma la columna de opinión. Defiende a las perdices. Arranca la temporada de caza y España sigue siendo tan profunda como las águilas falangistas: la libertad es todavía el eco de un trabuco, de otro pájaro abatido.

Él elige cuidadosamente la ropa que se va a poner. Se decide por un jersey rojo con una franja blanca y un pico victorioso y una camisa blanca con una franja roja. Lo remata con la americana de pana granate. Se mira en el espejo y percibe el destello. Respira. Es la primera vez que le sonríe al espejo en mucho tiempo. Acaso sea la primera vez en su vida. Sabe que no está solo. Lo que todavía no sabe es que ya no volverá a estarlo.

Si no fuera tan alto, saltaría. Se olvida de desayunar y agarra los carpesanos en los que ha desglosado sus ideas. Esta noche tiene reunión con los miembros del PSAN. Sale de casa escopeteado. Tiene la barba erizada, el pelo crepado y el Méhari aparcado en el sitio de siempre. Es un coche rojo como su camisa y su americana. Como su jersey y como el bum bum de su corazón. También es un vehículo de plástico con el techo de lona. Podría abollarse con el meñique. Exactamente como el amor y como el bum bum de su corazón. Basta con pulsar el índice para que se encienda la radio y vibre la música. Aretha Franklin suena muy alto. Embraga y el coche se retuerce, la chapa cruje y el techo se ondula, y él siente que está al volante de un sedán automático y que el asfalto es un mineral en extinción. Todo fluye. La juventud, la magia, el buen tiempo. Es casi irritante.

Se detiene en el semáforo de la calle Sant Antoni Maria i Claret con Lepanto y menea la cabeza al son de la música como nunca antes. Y mientras lo hace, mientras se deja llevar por primera vez en su vida, un cuatro latas verde, un Renault 4 con las sirenas azules, se pega a su izquierda. Le lleva unos segundos percatarse.

Los dos tricornios hacen aspavientos. Podrían ser gemelos. Dos hombres sin afeitar que lucen sendos mostachos tan antiguos como el franquismo. El más bajito, que también es el más gordito, lleva un bigote delgado y escueto. Como Chaplin. Chaplin es lo primero que le viene a la cabeza. O no. Quizá sea Adolfo. Hitler.

El otro policía, el más alto, que también es el más delgado, luce un bigote espeso y oscuro, rectangular. Es un mostacho mucho menos ambiguo. Parece pintado con rotulador y solo es comparable a otro gran mostacho: el de Groucho Marx.

Él observa los bigotes, su extraña simetría, y se queda alucinado con sus sombreros ¿Será el brillo?, ¿la forma?…

«Son policías torero», se dice por lo bajini.

Está exultante, no lo puede evitar. Y le sale una mueca. Entonces el agente que va de copiloto le hace una seña con el dedo. «Hágase a un lado», dice en gestos. No hay que ser Einstein para entenderlo. Se hace a un lado, aparca el coche sobre el chaflán. Los guardias civiles dejan el suyo en doble fila. El conductor se queda en su puesto y el copiloto sale del vehículo y se aproxima a la ventanilla. Él la baja azorado.

—¿Se puede saber qué coño le parece tan gracioso?

—Nada, señor agente. Estaba cantando.

—¿Cantando? Documentación. Permiso de conducir. ¿Está drogado?

—Por supuesto señor agente, dice él

—¡Salga del coche, me cago en la hostia!

—Quiero decir —vacila—, quiero decir que por supuesto… la documentación.

El lapsus se le vuelve en contra y extiende la mano sobre la guantera y en lugar de pillar el permiso y el seguro del coche, pilla el seguro y el portafolios de la reunión.

El agente le hace ademán de que salga del coche y él intenta hacerlo con discreción. Pero como sabrá Aleix años más tarde, acaso quince, no hay discreción posible en un cuerpo que bordea el metro noventa. Sobre todo cuando vives en un país cuyo promedio apenas supera el metro sesenta y cinco. El policía observa el cuerpo infinito con una expresión en que se confunden el asco y la admiración. Les separa una distancia obscena. El segundo policía, el que se ha quedado al volante, decide salir del coche e interponer su cuerpo igualmente exiguo frente al gigante barbado.

—¿Adónde se dirige?

—A trabajar. Soy médico. Trabajo en San Pablo, en el hospital.

—En San Pablo, claro, dónde si no, dice uno de los dos agentes.

Es un agente en miniatura con sentido del humor. La tensión se humaniza.

El otro policía, el policía piloto, se acerca a la ventanilla del Méhari y ve el libro de Camus y extiende la mano para recibir la presunta documentación. Distingue la inscripción del PSAN, el partido socialista revolucionario, y se lleva la mano a la cartuchera. Defecto profesional.

Y acto seguido, algo le deslumbra. Es una mujer vestida de blanco —falda, chaqueta, zuecos— que lleva una inscripción roja en el pecho. Es más alta que las fuerzas de seguridad y sensiblemente más pequeña que el socialismo revolucionario. Irrumpe en el cruce como una estrella fugaz y dice:

—Alfonso, querido, ya me encargo yo de todo que tú tienes que irte a operar. Por favor agentes, disculpen al caballero. Tiene una operación a vida o muerte en cinco minutos, no se puede demorar más. Soy su esposa. Les ayudaré en todo lo que sea necesario —dice ella.

El ejemplar de ¿Sueñan los androides con ovejas eléctricas? asoma de su bolso como la promesa de un futuro sideral, lejos de los afeitados a navajazos y de las pistoleras; los agentes, deslumbrados por su presencia, por la seguridad del blanco y la inmediatez de su sonrisa, bajan la cabeza y se olvidan de que el médico mide casi dos metros y es insultantemente rojo.

Sideral

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