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1993

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Ahora el otoño transcurre en la calle Nou de la Rambla. Aleix está en una tienda de golosinas y siente la electricidad estática en los poros de la piel. La calle es como el hachazo de un niño: un tajo estrecho y transversal que une las Ramblas con la falda de Montjuich. Aleix hunde una pala de plástico en una montaña de azúcar y se lleva un botín que podría dejarle sin dientes en un par de horas. La bolsa le cuesta seiscientas pesetas y contiene cocacolas picantes, lenguas ácidas —rojas y verdes— y nubes, montones de nubes. Son el contrapunto perfecto a la acritud de todo lo demás. El equilibrio de su dieta.

Aleix está en la flor de su vida. Todavía es un completo desconocido, pero la gente se da media vuelta cuando se cruza con él. Es como si le reconocieran. Las viejas, los niños, las putas, los policías y las pijas. Es magnetismo puro. Y lo sabe. Y le parece bien. Y lo detesta. Según.

Lleva un jersey a rayas verdes y blancas —y blancas y verdes— y unas All Star que eran azules cuando se las compró. Ahora están customizadas. Ha trazado una constelación de estrellas que surca el par y luego ha dibujado a sendos hombrecitos ahorcados a la altura de los agujeros por los que salen los cordones. Lo ha hecho con el rotulador plateado de siempre.

Pedro le espera fuera de la tienda. Pedro ha sido su profesor particular de Matemáticas. Ahora es el guitarrista y compositor de su nueva banda. Ayer se llamaban La Quinta Planta. Hoy son Mushrooms. ¿Mañana? Lo mismo mañana se llamen Peanut Pie y Aleix cante y toque la guitarra. De momento hacen rock psicodélico y Aleix es el bajista. Pedro no repara en el saqueo de azúcar de su discípulo. Se ha quedado pillado contemplando los dibujos de las All Star.

—Pero… ¿qué coño es esto? ¿Un niño muerto? —pregunta. Y señala al ahorcado a la altura del tobillo izquierdo.

Aleix sonríe.

—Iba a dibujar al Pequeño Príncipe, pero al final me ha salido un alegato en favor de Michael Jackson

—¡Hostia puta! ¿De Michael Jackson? —pregunta Pedro desconcertado.

The one & only —dice Aleix.

—¿Pero cómo que un alegato? ¿En favor de qué? ¿De la pedofilia? —se pregunta Pedro en voz alta.

—No, joder. Un alegato en favor de Michael. Por el linchamiento, por toda la caña que le están metiendo. Le he suicidado para liberarle —dice Aleix con la convicción de un adolescente.

—Pero, a ver, Aleix, ¿de qué coño estamos hablando?

—Pues de la inocencia de Michael, joder.

—Pero ¿qué coño de inocencia ni qué hostias? ¿De la inocencia de un enfermo que se folla a niños de diez años en un rancho que se llama Nunca Jamás? No me jodas.

—Qué va, Pedro. ¿Te crees que se los folla? ¿En serio? No existe una criatura más asexual sobre la faz de la Tierra. Les invita a leche y a galletas y se distrae contemplando la infancia que nunca tuvo. Nunca jamás se atrevería a tocarles —dice Aleix—. A mí no me importaría que mis hijos merendaran en Nunca Jamás —y le sale una sonrisa que es casi una carcajada.

—A ti lo que te gustaría sería merendarte a Michael solito, cabronazo —sentencia Pedro.

Pedro lleva unas patillas largas y un cuello de camisa extraplano y extralargo con el que podría decapitar a quien se propusiera. Aleix tiene ganas de arrancárselo. De doblar los vértices de ese cuello y hacer un avión. Y de soplarlo. También tiene ganas de arrebatarle las gafas redondas que lleva puestas. Así que lo hace. Tal es su lógica. Si se le ocurre algo, lo hace. Aleix es un niño de acción y Pedro es un hombre de reflexión. Las lentes están graduadas y Aleix ve a Pedro a través de las dioptrías del guitarrista.

—Ya ves, nen. Tú fijo que eres de ciencias. No se ve un pijo —ex-clama Aleix.

Aleix contempla los pantalones de ante y la chupa larga y caucásica que Pedro lleva puesta. Sonríe. Lo ve claro: es un híbrido entre John Lennon y Lobezno. Y se lo dice, que es otra cosa que hace todo el tiempo: dice lo que piensa.

—Eres un híbrido entre Lennon y Lobezno.

—Me cago en la puta. Tú eres un marciano del copón —le contesta.

Se dirigen al Plataforma, un garito que está ligeramente por encima de la encrucijada en que se levantan el teatro Apolo y la discoteca Studio 54. Pretérito y futuro de una ciudad pequeña y tranquila que se ha vuelto popular y nerviosa. El batería de Mushrooms, Albert, toca esta noche con su otra banda. Se llaman Sosas Cáustica. Son dos chicas y él. Ana y Diana. Diana y Ana. Una pelirroja y una morena. Una guitarra y un bajo. Dos voces que flotan y embaucan, que ondulan y desinfectan, y que se mueven a lomos de la batería psicodélica y regresiva, sincopada y genuina, de Albert. Escuchan a Pavement y a Bauhaus. A Soft Machine, Nick Cave y My Bloody Valentine y no suenan a nada conocido.

Pedro y Aleix llegan a la sala; Pedro se pide una cerveza y Aleix una Coca-Cola.

—¿No bebes? —pregunta Pedro.

—Qué va. El alcohol me da asco —contesta Aleix.

Las Sosas también cantan en inglés. Casi todo el mundo lo hace. Casi todos menos Fernando Alfaro y Jota. Ellas cantan afónicas y sumergidas. Y luego se desgañitan y emergen cristalinas. Aleix está ardiendo. Se enamora de todo. De sus voces, de sus acordes, de su ritmo y de sus miradas. Le dice a Pedro que hay que acercarse al escenario. Y al cabo de un segundo se ha convertido en una putada de metro noventa y siete para todas las cabezas que va dejando atrás.

Una vez en primera fila, despliega sus largos brazos, relaja los músculos de la cabeza, se lleva la mano izquierda al bolsillo del culo, desenfunda los cuernos del demonio y se pone a bailar como lo haría Miles Davis si se hubiese comido un éxtasis. Claro que Davis nunca lo hizo. Y Aleix, de momento, tampoco.

Sus contoneos contagian a la mitad del personal y putean a la otra. Es la historia de su vida. División o influencia. Será una constante en escenarios más grandes o en lugares mucho más inadecuados. Pero, de momento, sucede en el Plataforma, que es un garito pequeño lleno de presuntas afinidades. La otra mitad, la mitad del personal que no baila, asiste al espectáculo muy circunspecta. Es una estampa que delata la superabundancia de críticos musicales entre el público, un fenómeno neta y tediosamente barcelonés. Es como si la música les petrificara.

Aleix es una putada para cualquier crítico y para cualquier novio. Es un desafío y un estímulo para todas las novias. Claro que no a todos les pasa lo mismo. Algunos metros por detrás de sus cuernos y de su ingravidez, está un tipo que apenas mide metro setenta y que ahora, definitivamente, corrobora que no está loco.

—¡Hostia puta! Mira, Sonia. ¿Lo ves? Es el tío del otro día. ¡Su puta madre! ¡Lleva cuernos de verdad! —exclama Gabi, con idéntica cara de futuro a la de hace una semana.


Aleix con los cuernos del diablo posando para la cámara de Leila Méndez.

Ha sido apoteósico. El sueño de un androide. La posibilidad de una galaxia.

Es la mujer de su vida. Ahora sí que lo tiene claro. La incertidumbre y la extrañeza le perseguían desde que, hace dos años, cancelara su boda. Ahora tiene treinta y dos y está convencido de que es el único soltero de su generación. Su amigo Salvador tiene treinta y tres y tampoco está casado. Pero Salvador es homosexual.

Él estuvo a un palmo del altar. Llevaban trece meses de novios. Ella bebía horchata y él fumaba caliqueños. Un día fueron a la playa del Garraf. Él se sintió como Meursault: miraba las olas, ignoraba su biquini y soñaba con acompañarla al cine y quedarse dormido. El matrimonio como una comedia neorrealista o como una siesta muy larga. Entonces tuvo claro que una cosa eran los héroes existencialistas y que otra cosa muy distinta era su vida.

Claro que no todos los principios felices terminan bien. Lo normal es que después de un arranque memorable, la fatalidad tarde un rato en aparecer. Pero lo normal nunca explicó lo extraordinario.

Él se ha librado de la policía y ha llegado a San Pablo y quizá haya pensado que San Pablo es él. Ese sí es un pensamiento que antecede a los momentos cumbre de la historia de la Fatalidad. Siempre arrancan con un hombre que se cree Dios.

Alejandro, Adolf, Francisco, Mou… No hay camino más rápido hacia el genocidio.

Siente «el helicóptero del amor» en el pecho, ese poder que solo te confiere el deseo. O el delirio. Y la grandeza.

Se pasará el día trabajando con el entusiasmo de quien sabe que, al final, le espera una recompensa. A las dos de la tarde ya ha visitado a todas sus pacientes y no tiene nada de hambre.

Se queda sentado en el escritorio, cierra los ojos y la visualiza. Ella camina de espaldas a cámara con una maleta en la mano. Lleva una falda discreta, pero una falda suficiente para insinuar la cadencia de sus piernas. Son el compás del mundo. Piensa en Truffaut. En los tacones de Buñuel y en los moños de Hitchcock. Es un hombre afortunado. Canceló su boda y ha encontrado a su musa. Se la llevará a París. Se comprará otra cámara de Super 8 y harán una película.

El concierto termina con un redoble de batería que parece tocado al revés. Como si el ritmo estuviera invertido. Ana y Diana acoplan sus instrumentos y el público estalla en otra ovación sorda: el noise no tiene piedad de Eustaquio. Ni de sus trompas.

—¡Qué hijo de puta! Me flipa cuando Alberto toca hacia atrás. Nunca entenderé cómo lo hace —dice Aleix.

—Aprendió a tocar con tambores de detergente. Los caminos del talento son inescrutables —le dice Pedro.

Los colegas de Ana, Diana y Albert se acercan al escenario y les abrazan. Y les besan. Son escenas de juventud y de indulgencia. De descubrimiento y empatía. A todas las generaciones les pasó siempre lo mismo, especialmente cerca de los escenarios. Gabi y Sonia también se aproximan. Gabi conoce a Albert y a Pedro del Communiqué, un pequeño garito del barrio de Hostafrancs que dirige desde hace unos meses. Se ha asociado con Serapi Soler, un pionero en la promoción, difusión, distribución, producción y representación de música alternativa. Serapi es el mánager de Parkinson DC, que son, junto a El Inquilino Comunista, lo mejor que dará el noise en España. Gabi y Serapi se asociarán bajo el nombre Murmur Town & La Gloria. Su oferta es sencilla: montan conciertos y los rematan con sesiones de música pop.

Gabi recuerda que Pedro y Albert tienen una banda, aunque no recuerda su nombre. A Gabi le caen bien. Y su instinto le dice que prometen. Su atención, en cualquier caso, sigue volcada en el masái albino y cornudo que les acompaña. No puede quitarle la mirada de encima. Albert se da cuenta y sonríe. Luego se gira, se acerca a Aleix, le susurra algo al oído, y Aleix se da media vuelta.

—Gabi, este es Aleix, nuestro bajista —dice Albert. Y añade:— Aleix, este es Gabi. Gabi es el promotor del Communiqué. Ella es Sonia, su novia.

Aleix se acerca y le da dos besos a Sonia y le estrecha la mano a Gabi.

Gabi no ha tenido nada tan claro en su puta vida. Le lleva un segundo darse cuenta. De repente, simplemente, lo sabe. Sabe que tiene al futuro delante. Un futuro largo, ambicioso, de metro noventa y siete, que le proyectará, directamente, a las estrellas.

A las cinco de la tarde sabe que será una película en la que arderán libros. Será la historia de un final y de un principio, como todas las películas. A las siete se levanta de su escritorio, abre la cajetilla de Ducados, se enciende un pitillo y piensa en su siguiente movimiento. Tiene que invitarla a cenar. Se imagina una mesa, dos velas y una oveja eléctrica. El hospital está lleno de ovejas fluorescentes. Se acerca a la ventana y las contempla. Sonríe. Y aspira de nuevo y exhala una nube. Otra bocanada blanca que se disuelve en la noche e ilumina la oscuridad.

Y entonces, la descubre. Está sentada en el último banco del claustro, casi escondida, a oscuras. Su silueta cobra forma lentamente en la noche de febrero. Pero… no está sola. Tiene a un tipo agarrado del brazo.

Es el puto gallego. Horror.

Da media vuelta y patea su escritorio. Respira. No puede. Agarra su máquina de escribir y grita muy fuerte por dentro y la sostiene en alto por fuera. Intenta respirar. No puede. Zarandea la máquina. Es el principio de otra odisea que conquistará el espacio, de otro orangután puteado que quiere quemar el futuro. Se quita la americana. El jersey. Siente que se desangra, que se le hinchan las venas del cuello. Se quita la camisa. La desgarra. Sus vestiduras se desparraman por el suelo como salpicaduras de sangre. Tan rojas y tan arrugadas. Aprieta los nudillos y piensa en su trabajo y los aprieta más fuerte y le sale un músculo nuevo a la altura de la mandíbula. Intenta respirar y lo consigue vagamente. Jadea.

Piensa en Camus. Los momentos culminantes de su existencia están surcados por las frases de su héroe.

«No ser amado es una simple desventura. La verdadera desgracia es no saber amar.»

Es una frase que ha escrito en servilletas, que ha repetido en distintos idiomas, con los acentos cambiados y la cadencia trasquilada. Le sucede con muchas de las frases de Camus. Le asaltan cuando el semáforo está en rojo o cuando el sueño está en verde y las decisiones en ámbar. ¿Lo hago o no lo hago? Es un hombre de ciencia y de libros y está convencido de que la literatura es una voz extranjera que te nacionaliza, la penúltima frontera de la libertad. Camus tiene permiso de residencia entre sus sienes y sus tobillos, vivirá entre sus derrotas y sus conquistas. Sabe que le acompañará toda la vida. Y le tranquiliza. Respira. La vida le espera. Pero está alterado. Muy alterado. Solo han pasado veinticuatro horas. Veinticuatro horas para concebir un sueño y perderlo. Nada tiene sentido. Quizá París. Sí. París.

París siempre funciona.

Respira, jadea, respira. Sale escopeteado de su despacho, pilla el Méhari y pone rumbo a la ciudad del amor con el pecho descuajaringado.

Sideral

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