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22 de mayo de 2012

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Dani Vergés camina por la avenida Tibidabo de Barcelona, una cuesta de eucaliptos australianos y mansiones coloniales que conquistaron la amnistía fiscal. La avenida está surcada por los raíles del tranvía azul, que se abren paso sobre el suelo adoquinado desde principios del siglo XX. Aquí no hay edificios, tampoco apartamentos. Las fortalezas están protegidas por muros de piedra interminables. Hubo un tiempo en que todo esto era un inmenso descampado.

Hubo un tiempo en que todo era un inmenso descampado.

Hoy casi no hay peatones: se ve a una filipina con un pequinés. Se ve a una filipina que empuja a un viejo en silla de ruedas. Y luego se ve a una filipina que se protege de tres niños teutones. También se ven escuelas millonarias, restaurantes que son mansiones y mujeres que se tambalean. Nos detenemos en un cruce y dos mujeres muy esbeltas y muy perfumadas hacen microaspavientos. Nos ponemos a su altura y una le dice a la otra:

—No te preocupes, si tienes que salir y le has dado el día libre a tu filipina, yo te presto a la mía.

La avenida Tibidabo es una rampa severa y Daniel resopla como si buscara un paréntesis o un pino. Sigue el curso de la calle, que dobla un poco a la derecha. Al salir de la curva se ve un todoterreno aparcado en mitad de la calzada. Es un vehículo negro y reluciente como los zapatos de un nazi. Parece blindado y tiene las lunetas tintadas. Se abre la puerta del copiloto y se ven unas piernas largas y delgadas, unas medias de nylon oscuras que anteceden a una cintura del diámetro de un cereal, una cadera efímera como los noventa. Y luego el estómago plano, la blusa azul, el cuello bronceado, las mejillas irreales y la nariz operada. Es una mujer rubia. Podría ser de plástico. Lleva gafas de sol italianas y huele a Suiza. Lleva a un pequeño trepador rubio colgado de los brazos. Su hijo. Dani la saluda. Ella parece muy estreñida cuando sonríe. Él parece un samurái.

«Ya ves, esta iba conmigo al colegio. Es otra cosa que nunca entenderé como padre. Llevar a tu hijo al colegio en el que estudiaste, un muy probable escenario de frustraciones. No lo entiendo.»

El colegio Frederic Mistral asoma como una nave espacial por lo alto de la montaña. Parece un diseño de Van der Rohe.

El patio está lleno de niños escandinavos. No parece que ninguno haya conocido el bochorno afgano que gobierna el centro de Barcelona. Es un viernes pletórico de mayo a las cinco de la tarde, los niños se concentran en la entrada y sopla una brisa que no está quemada. No se ven turbantes, y se ve a niños negros de padres blancos. Esto parece Malmö. Un lugar en que todos podrían apellidarse Wilander o Sjöstrom pero con acento catalán.

El Frederic Mistral es un colegio en la cumbre de una escalinata.

«Cuando éramos pequeños, esta escalera parecía el fin del mundo. Recuerdo que teníamos unos chubasqueros amarillo y violeta, y que subíamos dando el cante, sabiendo que, tarde o temprano, el chubasquero atraería la atención de tipos más grandes y más gordos con ganas de liarla», recuerda Daniel.

Tras la escalinata, se accede al patio inferior. Una pista de cemento con gradas a un lado y una reja al otro. Los niños corren despavoridos en todas las direcciones.

«Fue justo aquí», dice Daniel, señalando al suelo. Es de cemento, pero está barnizado.

«Aquí recuerdo claramente un día que un gordo muy gordo me tenía aplastado boca abajo. No tenía escapatoria. Recuerdo la mano de David —así se llamaba el gordo— oprimiéndome la boca. Entonces vi unas Nike que se acercaban por el rabillo del ojo. Y de repente, el gordo ya no estaba. Aleix le pegó un patadote que lo hizo desaparecer. En el colegio, no había quien se atreviera a tocarme. Era una protección más del tipo “No lo toques, este es mío” que otra cosa. Cuando éramos pequeños, nos peleábamos todo el tiempo.Aleix me veía muy débil. Y le irritaba. Me veía débil por tener límites.


Daniel y Aleix Vergés jugando al ajedrez en Mallorca.

»Recuerdo que le encantaba que hiciera el payaso. Me pedía que lo hiciera. Yo abría la puerta de la habitación y me convertía en un personaje. Se descojonaba. Pero de ahí, pasaba a la ofensiva. Nadie me ha pegado nunca tan fuerte. Aleix estaba convencido de que yo me hacía el mártir. No sé. Es por lo del límite: yo tenía un sentido del límite que él no tenía. Yo, en un momento dado, prefería parar, no ir a más. Y creo que eso también le jodía un poco. Es más, de hecho creo que a veces le jodía contemplar cómo chavales físicamente más pequeños me metían. Aleix sabía que yo era más fuerte que muchos de los que me pegaban y le daba rabia que no hiciera nada al respecto. A mí, entonces, como ahora, me costaba horrores pensar en soltarle un puñetazo a nadie. Creo que me bloqueo», confiesa Daniel.

Límite. Una palabra clave. Recurrente. Constante. Apenas hay nadie que haya conocido a Aleix que no la mencione al evocarle. Los pedagogos, psicólogos, psiquiatras, psicoanalistas y terapeutas que surcarán su vida desde los tres hasta los treinta y dos años improvisarán toda suerte de diagnósticos y solo coincidirán en uno: trastorno límite de la personalidad.

El psicoanalista y psicólogo clínico Juan Ignacio Bahima era menor de edad en septiembre de 1994, cuando Aleix empezó a pinchar en el legendario Nitsa, en la plaza Joan Llongueras de Barcelona. Juan Ignacio y Aleix se conocieron. No llegaron a trabar amistad, pero coincidieron muchas veces, hablaron otras tantas y compartieron amigos hasta el final. Para un futuro psicoanalista como él, alguien que disfrutó desde muy joven de los misterios y las contradicciones del comportamiento humano, Aleix encarnaba la quintaesencia de su vocación.

«Cada trastorno es un caso distinto, pero sí que es cierto que Aleix reunía todos los síntomas del límite. Básicamente, el trastorno límite se da en personas que dependen emocionalmente de los demás. Establecen relaciones súper intensas, pero les da tanto miedo perder ese vínculo que, a menudo, lo boicotean. El limítrofe acostumbra a ser un individuo con una sensibilidad muy aguda, que percibe las cosas con mucha más intensidad que la mayoría de la gente, ya sea desde un polo positivo o negativo. Normalmente su disyuntiva se traduce en un planteamiento del tipo: o estás conmigo o estás contra mí. Hipersensibilidad, sentimiento de vacío existencial, incapacidad para regular tus emociones, trastorno de la alimentación, un trastorno físico —la llamada dismorfofobia—, muchas vergüenzas. Cada paciente es distinto. Completamente. Y lo cierto es que Aleix lo tenía todo», dice Juan Ignacio Bahima.

El colegio es espectacular. Dejamos atrás el patio de abajo, subimos unas escaleras y llegamos a una pista de cemento con sendas porterías y tableros de baloncesto. Barcelona descansa a sus pies como la ciudad milenaria y soleada que es.

«Aquí arriba era donde salíamos a jugar de pequeños, en este mismo patio. Nos parecía mucho más grande. Allí —señala un muro de piedra que se levanta a nuestra derecha— había un bosque. Aleix se ponía aquí —señala el principio de la pista— y se quedaba clavado, a la espera. Siempre había varios partidos de fútbol en juego. Cada vez que le llegaba una pelota, la agarraba con las manos. Se esperaba a que le suplicaran que la devolviera. Entonces se quedaba mirando al resto de niños con cara desafiante, agarraba la pelota y la chutaba con todas sus fuerzas más allá de la reja. Las colgaba en la montaña. Una detrás de otra. Luego iba hasta el final del patio —ahora señala la reja que separa el patio de la ciudad—, se reunía con sus secuaces y conspiraba. Siempre fue un líder. Los niños le seguían y le temían, y las niñas estaban fascinadas con él. A mí me venían montones de ellas a preguntarme cosas. Yo era muy pequeño. Era algo que me molestaba y que me fascinaba a partes iguales. Querían saber cómo era, qué hacía. Desde muy pequeño. Era un poco escandaloso que todas las niñas se declararan tan tempranamente. Recuerdo una formación de ocho chicas organizándole una actuación para su duodécimo cumpleaños. Le cantaron el cumpleaños feliz», recuerda Daniel.

Aleix fue matriculado en el Frederic Mistral en junio de 1979 después de un tránsito misterioso y desafortunado por la Escuela Thau, en la carretera de Esplugues de Barcelona. Al igual que el Frederic Mistral, el Thau era un colegio que se reivindicaba como un centro de enseñanza moderno y creativo, que no creía en los crucifijos ni en la religión. Entre otras cosas, el Thau no te exigía estar bautizado para inscribirte. Aleix no lo estaba, pero el desconsuelo católico terminó por salpicarle. El Thau se proclamaba como un colegio laico, aunque era un tentáculo de la institución cultural del CIC (Centre d’Influència Catòlica), una fundación nacionalista y conservadora que nació en 1950 para «proteger los valores de la mujer y de la cultura catalanas». Luego el machismo tomó el relevo y por «cultura catalana» se entendió la historia financiera y empresarial de un puñado de apellidos compuestos y cuatribarrados, y de su descendencia.

Si la élite catalana puede presumir de algo, es, sin duda, de la obcecación y la solvencia con que ha mantenido intactos sus dominios. La propiedad privada se ha defendido con uñas y dientes de la inmigración, y sus caciques mantienen hoy casi intacto el latifundio de sus ancestros. Es como una pista de tenis que ha mantenido sus líneas intactas durante doscientos años. Una cancha donde siempre se cantó ¡Out!

Al poco de entrar en el Thau, la tutora de Aleix convocó una reunión con Alfonso y Chisca. Les dijo que su hijo presentaba «síntomas de inmadurez» y desaconsejaba que continuara en la disciplina del colegio, donde sus padres habían planeado que estudiara la Educación General Básica. Chisca se sigue preguntando a día de hoy cómo es posible discernir «síntomas de inmadurez» en alguien de cuatro años. Lo cierto es que, ya entonces, Aleix era un niño distinto. Un niño que alternaba los síntomas de inmadurez con los de madurez en su familia, donde se creía capaz de reemplazar a su padre, y que, según parece, mostraba «síntomas de inmadurez» en el colegio, donde sería sentenciado por hablar en «lengua castellana». En unos años, acaso catorce, Aleix será expulsado del CIC, cursando COU (Curso de Orientación Universitaria), precisamente por hablar castellano en los pasillos y denunciar que las clases de lengua castellana se imparten en catalán.

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