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Burbujitas

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Adriana Vergés no soporta las tardes de los viernes en el Frederic Mistral. El resto del tiempo, lo lleva bien. Saca buenas notas, mucho mejores que las de sus hermanos, sin apenas estudiar. No tiene dificultades de aprendizaje y está integrada en su clase. A veces se queda boquiabierta mirando por la ventana de su aula. Puede ver el mar. Contempla la simetría de Barcelona y su desembocadura azul, y respira hondo y sonríe. Es un paisaje que la relaja. El Mediterráneo es el escenario al que invoca desde su pupitre y desde la mesa del comedor. Cuando se duerme y cuando se despierta. Es la salida de emergencia de sus atolladeros, un punto de fuga que le recuerda a Mallorca, a todos los veranos que ha vivido hasta hoy. El mar es la posibilidad de saltar desde una roca y sumergirse, de desaparecer debajo del agua y bucear hasta un lugar desprovisto de ruidos, juicios y de hermanos que sufren.

Sin embargo, los viernes por la tarde, la digestión es extraña y la meteorología no le salva. Montserrat, la profesora de Ética, irrumpe en clase a las tres y media con sus zapatos de tacón, su bolso de cuero y sus gafas de pasta. Y entonces empieza el calvario. La clase de Ética se divide en dos secciones. Una se llama «Jo proposo» [Yo propongo]; la otra, «Jo critico» [Yo critico].

Adriana llega nerviosa a la primera y siempre propone lo mismo: una piscina y clases de natación. Es una propuesta relativamente descabellada. En un colegio como el Frederic Mistral, ni siquiera sería descabellado proponer un helipuerto. Sin embargo, ya le han dicho varias veces que es inviable, que tiene que proponer cosas más sencillas.

Pero Adriana tiene nueve años y mucho miedo a la segunda parte de la clase. Así que, a menudo, cuando la presionan para que cambie de propuesta, se queda en blanco y no le sale nada de la boca. Entonces se siente como si estuviera realmente debajo del agua. Los viernes por la tarde le provocan pesadillas. Montserrat le pregunta en sueños, y ella abre la boca para responder y, en lugar de palabras, le salen burbujas. El mundo submarino es su vocación: en ocho años se sumergirá en las aguas de Irlanda como estudiante de Ciencias del Mar y en quince afluirá a las de Sídney como doctora.

Adriana es una alumna modélica que tiene dos hermanos que lo son mucho menos. Sobre todo el mayor. Siempre la misma historia. Se termina la primera parte de la clase y arranca la segunda. No hay nada que pueda detener el tiempo. Ni siquiera el fondo del mar. Cada viernes a las tres arranca la segunda parte. Cada viernes se levanta un alumno distinto.

Hoy lo ha hecho Esther, una niña con pecas que habla con las ces pegadas a la lengua:

—Yo critico a Aleix Vergés porque nos escondió la cuerda elástica y porque dijo que me pondría un escorpión en la sopa.

Antes de que la profesora pueda asumir la protesta de su alumna, otros dos niños se incorporan simultáneamente en primera fila:

—Yo critico a Aleix Vergés por colgarme la pelota de fútbol y por enredarme los cordones de mis bambas en la canasta de baloncesto.

—Y yo critico a Aleix Vergés porque me ha escondido el desayuno en la escuadra de la portería.

Adriana nota el temblor de las aletas nasales. Hace fuerza con los ojos, levanta la cabeza y mira hacia el Mediterráneo, pero no puede contener las lágrimas.

La profesora pide un poco de calma. Cada viernes es la misma historia. Un ritual monótono que nadie será capaz de cambiar.

«Era muy fuerte. Su nombre salía en cada clase de Ética. No solo en la mía. También en la de Daniel. Y en todas las demás. En el Frederic Mistral, la política consistía en convocar al responsable del problema en el aula para que los afectados le denunciaran. Y a Aleix le llovían las acusaciones. Así que nunca podía dar la cara ante todos sus denunciantes. Su nombre salía en todas las conversaciones: era el tipo más famoso del colegio. Despertaba una mezcla de admiración y de rechazo. Tenía que probar todos los límites en todas las direcciones. A mí lo que más me sorprende es que nadie fuera capaz de detectar y proteger el potencial de Aleix. Era un niño de una creatividad insultante. Dibujaba, escribía, pintaba. Y no soportaba el tedio de la enseñanza. Y a menudo hacía lo que no debía. Pero la única respuesta era traerle a la clase de Ética y enfrentarle al resto del colegio y suspenderle en casi todas las asignaturas. No sé. En Australia, donde vivo ahora, los alumnos no suspenden. No hasta que llegan a la universidad. La política de catear solo sirve para minar la confianza del niño», dice Adriana desde el otro hemisferio.

Y la voz le sale por el lado zurdo del auricular.

Los Vergés Tramullas se completan como familia el 6 de enero de 1981. Entonces nace Randi, la más pequeña. «La llamamos Randi porque era el nombre de una paciente de Alfonso. Era una noruega encantadora que llevaba años intentando quedarse embarazada. Desgraciadamente, nunca lo consiguió. Así que, cuando yo me quedé, se lo consultamos y nos pidió que, por favor, lo hiciéramos, que le pusiéramos su nombre a nuestra hija», recuerda Chisca.

Así que Chisca tiene apenas treinta años, cuatro hijos y un marido que acaba de fundar el CEFER. La cartera de clientes de Alfonso empieza a llenarse de personajes de las páginas de sociedad. El trabajo aumenta y el tiempo disminuye todavía más, y él busca fórmulas para compensarlo. La primera es pedirles a sus hijos que vayan a darle un beso cuando vuelven del colegio. A fin de cuentas, tiene la consulta instalada en la planta baja de la casa de la Bonanova. Cada tarde, invariablemente, a eso de las cinco y media, Aleix, Daniel y Adriana, atraviesan bombos borbónicos y sortean proyectos de trillizos para aterrizar con sus mochilas cuadradas y sus rodillas peladas frente al escritorio de su padre.

Aleix es el hijo más conflictivo. Tiene problemas para conciliar el sueño y hace preguntas todo el rato. Daniel y Adriana también reclaman la atención de su padre con dudas, sospechas y síndromes varios. Alfonso decide proponerles que le visiten cada vez que tengan algún asunto serio que debatir. Si tal es el caso, les espera en la consulta. No importa la hora ni el momento. Les concederá audiencia siempre que lo consideren necesario.

«Daniel y Randi no venían nunca. Adriana lo hacía una vez cada dos meses. Y Aleix lo hacía muy a menudo. La muerte era una obsesión constante. Y la locura era otra. También se preguntaba, desde muy joven, hasta qué punto era normal anímica o psicológicamente. Y lo peor que le podían decir era que estaba loco. Le horrorizaba que se lo dijeran. Aleix quería respuestas para todas sus preguntas. Yo siempre me propuse no responderle categóricamente. Él quería verdades absolutas, y yo soy alguien que evoluciona a través de la duda. Ante la pregunta de si algo es correcto o no, yo le proponía que me lo dijera él. Aleix quería que yo le respondiera. Para hacer las cosas o para no hacerlas. Yo procuraba emplear un principio que en medicina me había funcionado siempre. Cuando un estudiante tiene una duda, le propongo que tome la decisión que crea más conveniente, siempre y cuando no acarree un peligro para el paciente. Si por ejemplo se trata de una exploración médica complicada y no le sale bien, al menos, se acordará. Siempre me ha parecido bien enseñarles a que cometan errores. En medicina da resultados. Con Aleix, muchos menos», recuerda Alfonso.

«Siempre fue un niño con problemas para conciliar el sueño. Era normal encontrártelo en la cama despierto en plena noche. O que se despertara tras haber tenido una pesadilla. Yo no lo llamaría insomnio, pero nunca durmió bien, a pierna suelta. Unas veces se imaginaba ciudades y otras temía a la muerte. Yo siempre intenté explicarle las cosas sin tomar partido, y explicarle la diferencia entre el bien y el mal, que enseguida tuvo muy clara. Claro que el hecho de distinguirlo no le frenaba para hacer lo que no debía. Al contrario. Siempre puso a prueba todos los límites», añade su padre.


Los Vergés Tramullas en Mallorca, 1983. De izquierda a derecha: Adriana, Dani, Randi y Aleix.

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