Читать книгу Sideral - Héctor Castells - Страница 20
Socialismo de chocolate
ОглавлениеNando Cruz tiene dieciséis años, una facilidad insultante para resolver logaritmos neperianos y raíces cuadradas, y un ciclomotor con el que se desplaza de la Bonanova al Pueblo Nuevo; de su casa hasta discos Castelló, en la calle Tallers.
Nando tiene los pies en el suelo y se comporta como si la adolescencia fuese un doctorado en equilibrio. Mientras el resto de sus coetáneos siente deseos irrefrenables de quemarse los granos a lo bonzo y descubre los mayúsculos agujeros de su identidad, Nando camina tranquilo y respira sincronizado. Sabe lo que quiere y lo que no. Le flipa la música y no bebe, ni tampoco fuma ni se droga.
Y pasarán veintiocho años y su vida no habrá cambiado demasiado. La música seguirá siendo el motor que le desplace de un sitio a otro, tendrá una moto de más cilindrada y no habrá probado las drogas. Claro que en veintiocho años, Nando ya no será un adolescente, sino uno de los pocos periodistas musicales respetados de su país.
Ahora, sin embargo, estudia tercero de BUP y ha descubierto la música, el magnetismo irresistible de las melodías, y se le plantea la primera ecuación de bolsillo. Si X es igual a cero y una entrada para ver a El Último de la Fila cuesta mil quinientas pesetas, ¿cómo coño despejar la incógnita?
La respuesta es muy sencilla. Dar clases particulares de Matemáticas. Son ciencias exactas. Nando sabe cómo aislar cocientes y descifrar incógnitas. Es un adolescente que resuelve problemas y elude conflictos. Exactamente lo contrario de Aleix, el segundo alumno de su flamante agenda como profesor particular. Cecilia Hernández de Lorenzo, su profesora de mates en el Frederic Mistral, le ha llamado para proponerle a un nuevo estudiante. Es un niño indomable y sublevado. Se llama Aleix. Nando acepta el encargo y Cecilia le pasa el teléfono de los Vergés.
Para Nando, una hora con Aleix equivale a llenar el depósito de su Vespino y costearse la mitad de la entrada de cada concierto al que va. A Nando le gustaría comprarse más discos de los que se compra. De momento, tira más de casete. Si se compra discos, no le llega para entradas. Ve a Aleix una vez por semana y no encuentra la manera de domesticarlo. Aleix es un niño rebotado. «Muy rebotado. El típico chaval al que no le daba la gana esforzarse. Aunque si se lo hubiera propuesto, lo hubiera conseguido», recuerda Nando.
Nando le cuenta historias algebraicas y Aleix se levanta de la silla, mira por la ventana y le pregunta si le dejará conducir su Vespino algún día. Nando le dice que se siente y que apunte. Y Aleix se sopla el flequillo y consulta la calculadora de su Casio, un reloj analógico que se parece al futuro.
—¿Te gusta la música? —le pregunta Aleix.
—Me encanta la música, sí. De hecho, la música es matemática pura. A mí me ayudó mucho a entender las ecuaciones. Las matemáticas son pentagramas exactos —responde el maestro.
—¿En serio? —dice Aleix y le mira con escepticismo y fascinación.
—Por supuesto.
—¿Cuál es tu guitarrista favorito? —le pregunta Aleix.
—Hay muchos. Si quieres te lo cuento al final de clase. Nos quedan cuarenta minutos. Si me escuchas durante los próximos treinta y cinco, te cuento lo del guitarrista durante los últimos cinco.
No se sabe en qué momento se lo dijo ni cuáles fueron las palabras exactas. Pero, más o menos, tal fue la semántica de la conversación más trágica de la carrera de Nando Cruz como profesor particular. Sería al principio de su relación, cuando la esperanza no estaba perdida y la democracia era una niña sin pechos, y la parte alta de Barcelona vivía de espaldas al 17% de paro que azotaba al país. Nando sacaba a flote su economía sumergida en las azoteas de ginecólogos, economistas y abogados de la burguesía. En Madrid la movida sintonizaba la frecuencia del sótano de Felipe González. El humo del socialismo olía a chocolate, salía de la bodeguilla de la Moncloa y desplegaba la nube de su libertad en una ciudad de estilismos geométricos, cabelleras oxigenadas y películas en Super 8 en las que convivían guardias civiles, transexuales sorianos y terroristas sirios muy parecidos a Antonio Banderas.
Nando Cruz llevaba unas gafas cuadradas y había descubierto la voz clandestina de Manu Chao, la poesía insurgente de Manolo García y las ramas del roble más longevo y revolucionario de la historia del rock irlandés. Una banda cuyo nombre apelaba a la poesía del «tú también»; a la suma del tú y del yo como matemática de un todo melódico, de un fuego imperecedero. You too. O «me also». U2.
Nando Cruz no sabía en la que se estaba metiendo cuando le abrió las puertas de Tannhäuser al androide más largo de la Bonanova.
Así que fuiste tú el culpable…
No sé. Parece que sí. No era mi intención. Fue algo que terminó girándose en mi contra. De repente Aleix solo quería hablar de música. Yo creo que en su cabeza me recibía pensando: «Hostia, qué guay, tengo una hora de clase de música. Viene un tío a explicarme cosas de música». Y claro, era una putada porque yo luego tenía que pasar a ver a su madre y cobrar. Hubo un momento en que las clases eran una lucha por imponer el mayor porcentaje de matemáticas, en mi caso, y de música, en el suyo. Yo recuerdo negociar con él y proponerle hacer cincuenta minutos de mates y destinar los últimos diez a la música. Y obviamente a los veinte minutos ya se iba por la tangente.
¿Te engañaba?
Bueno, no mucho. Era muy descarado. Nada sutil. Y así, siempre. Era agotador. Hubo una segunda fase de nuestra relación en que yo propuse grabarle cintas de casete a cambio de que él estudiara. Y el muy puta, porque era muy puta, al salir de su habitación, cuando yo me encontraba con su madre para que me pagara, me decía: «Y acuérdate de traerme la cinta el próximo día». Era como decirme: «Te parecerá que hemos hecho lo que tú querías, pero, al final, hemos terminado haciendo lo que quería yo. O sea, aquí mando yo». Me dejaba en evidencia delante de su madre, el muy cabrón.
Y tú le pasabas cintas…
Pues sí. Con el tiempo, le pasé cintas con lo que escuchaba en la época. Igual en un casete estaban Decibelos, Ramoncín y Sopa de Cabra. De eso sí que me acuerdo. No le importaba la procedencia: con la música era voraz. Lo que fuera. Cualquier cosa que fuera música le interesaba. Lo absorbía todo.
Sembraste la semilla del eclecticismo…
Eso es. Y me hace mucha gracia, porque luego, con el tiempo, esa sería una de sus credenciales: el eclecticismo. Realmente lo llevaba de fábrica. Le podías pasar Loquillo o Saint Etienne y lo absorbía igualmente. Es algo que mantuvo hasta el final.
Luego, con los años, su fama como DJ creció y se propagó gracias a eso, a pinchar Nirvana en mitad de una sesión de techno. Era su sello. Y sería su cruz.
Totalmente. Era así. Y si lo cuentas, te dirán: «Es que se las daba de ecléctico, pero en realidad era una pose». Pero no lo era. Para nada. Aleix lo llevaba de serie. Recuerdo, de hecho, que llegó un punto en que me superó. Me lo encontré años más tarde, cuando empezaba a pinchar, y me contó que estaba trabajando como DJ y que hacía sesiones de música de baile y que, de repente, ponía a los Pixies. Y a mí me desconcertaba. En plan: ¿pinchas a los Pixies a las tres de la mañana?
Ya era así en el colegio. Protegía a sus hermanos con su vida y luego colgaba todas las pelotas que caían en su manos. Imprevisible. En el Frederic Mistral le precedía una fama de liante, de rebotado. Aunque con Aleix sucedía algo curioso. No sabías muy bien de dónde venía esa fama. Qué había hecho para merecérsela. Luego descubrías que sí, que si le decías «puedes pisar hasta aquí», él, vocacionalmente, iba a cuestionar tu límite.
El límite. Siempre el límite. Para un niño de doce años con aversión a los números y debilidad por las melodías, Nando Cruz fue un ángel caído del cielo, la mano más diestra y adecuada para descorrerle las cortinas de un mundo al que pertenecía de manera seminal, prenatal y definitiva. Le abrió los porticones del infinito y le vio volar hasta quemarse las alas.
Nando no solo comprenderá la complejidad de su insatisfacción, sino que será el primero que reconozca y que nutra un talento que pedía a gritos ser educado, escuchado y valorado. La historia de Aleix tiene un antes y un después de Nando Cruz. A partir de ahora, la música ha sido legitimada. Y el futuro de lo académico será, desde hoy, una auténtica chorrada sideral.