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3 de marzo de 1995

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Soy el inocente que mató a la víctima. Soy el espía involuntario de los pensamientos perdidos. Soy el alma corrompida y soy la araña que teje mis trampas. Soy el caos a punto de ocurrir. Soy el asesinato a punto de cometerse. El hambre de una desgana fingida. El ansia infecciosa, contagiosa y nerviosa, de paz. La Rosa con más espinas. El sobresalto. Soy un saco donde tiran desajustes. Soy el ídolo que no se deja dirigir. Soy la foto que me hacen cuando disimulo. El escorpión que no sabe si logrará su objetivo antes que el fuego.

Soy el anticlímax y el punto álgido del placer inmaduro.

Del diario de Aleix Vergés.

El techno es un gran error. Es como si los Kraftwerk y George Clinton se quedaran encerrados en un ascensor y solo tuviesen un sintetizador para pasar el rato.

Derrick May.

Son las doce de la noche y Darren Emerson baja las escaleras del Nitsa, la discoteca que alumbrará a Sideral, un garito que se llamaba Don Chufo hasta hace muy poco y que se levanta en la plaza Joan Llongueras, junto a Catalunya Ràdio, en el corazón del españolismo y la aristocracia de la ciudad. A Emerson le quedan diecisiete peldaños para llegar hasta abajo y percibe el zumbido que trepa por la moqueta y nota el bombeo de su sangre en el pecho. Es una sensación a la que no escapa ni Dios que haya bajado estas escaleras, ni siquiera Emerson: el sonido te invade por la garganta cuando estás en lo alto y te ha poseído por completo cuando llegas al final. Le quedan quince peldaños y una chica con el pelo azul que corre escaleras arriba se cruza con él y se cubre la boca, y lo mismo Darren se pregunte si habrá cumplido los quince. Y mientras lo piensa, cree reconocer el bombo que sube desde las entrañas del club. Y sonríe.

Le separan doce escalones de la placenta y un tipo con la cabeza rapada y botas por las rodillas le rebasa por la izquierda; otro con pantalones erráticos de cuadros y una camiseta Adidas naranja y el pelo oxigenado lo hace por la derecha. A Emerson le parece escuchar el «Superman» de Laurie Anderson por encima de su canción «Mmm… Skyscraper I Love You». Lo piensa, esboza una sonrisa y niega con la cabeza. Es imposible. Aun así, a falta de ocho peldaños, su cabeza formula una asociación delirante: piensa en Dios y en Superman y le parece divino y demencial, y entonces un tipo con la mandíbula muy ancha y aspecto de troll millonario que va en idéntica dirección a la chica del pelo azul le sonríe y le dice algo así como «Bona sort, monstru!» cuando ya solo le separan cinco escalones del suelo. Quizá entonces Emerson ponga una cara rara, una expresión de desconcierto cósmico o de inspiración psicodélica. Y a su lado, Chito de Melero, el responsable de que esté aquí esta noche, un entusiasta que le ayuda a bajar los dos maletones acorazados que se ha traído de Londres y que mañana le conducirá hacia el Blau de Banyoles, la madre de los clubs catalanes, le dice: «He said: good luck», y entonces Darren Emerson quizá piense que entiende el catalán.

A falta de cuatro peldaños, Emerson observa a la pareja de siniestros que bajan por delante suyo con una parsimonia casi zen y vuelve a sonreír y se pregunta dónde coño está. Es Laurie Anderson. Y es su canción. El rascacielos murmulla y la mezcla es inexplicable, algo luminoso que le inspira y que no es ortodoxo ni canónico ni parece hecho con dos platos.

A falta de dos peldaños, Darren Emerson se da media vuelta deliberadamente y ve a cuatro universitarios, cuatro colegas que estudian Políticas en la Autónoma y van en camisa y tejanos. Y entonces comprende que las escaleras son el montacargas de la democracia electrónica, de un reino plural, inesperado y sonriente, en las entrañas de Barcelona.

Le queda un escalón y aterriza y mira hacia adentro y ve al tipo de metro noventa y siete que está en la cabina, y Chito le dice: «This is Sideral», y entonces Emerson sabrá para siempre que un día de 1995 hubo una constelación subterránea en Barcelona en la que un marciano orquestó un morreo entre Dios y Superman, mientras doscientos individuos irreconciliables lo bailaban al unísono, con la misma sonrisa en la boca. Una dentadura plural, como las piñatas de los ochenta, que no tardará en reventarse.

Es el año de su vida. El año de Emerson, el de Chito y el de Aleix, que hace dos horas se ha subido a un taxi con Leire y sus tres maletas y que ya pilota la cabina del Nitsa. Ahora que sabe que siempre estará acompañado, respira normal. Siente la proximidad de su ídolo y los bajos en el pecho, invoca a la pista giratoria, percibe el crecimiento de la Luna y aprieta los dientes y sabe que puede sincronizarlo todo. El miedo, las ganas, el amor, la amistad y los Valiums.

Hay un camino. Tendrá que haberlo.

Sideral

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