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12 de julio de 1993

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Es una tarde de verano y Sonic Youth tocan en la sala Zeleste. Barcelona es una ciudad cosmopolita bajo el suelo y un proyecto de escaparatismo en la superficie: ya no quedan chiringuitos en la playa y apenas quedan putas en el campo del Barça. Y proliferan los restaurantes de color blanco con palmeras de plástico. El 92 ha pasado como una estrella fugaz y ha dejado una secuela minúscula que pronto se hará grande. Gigante. Obscena. Es el síndrome mariposa. La sensación de que alguien ha acristalado el cielo, ha doblado los precios del suelo y ha instalado un circuito cerrado de televisión que fiscaliza tu parpadeo y registra tus sonrisas. Sopla un aire de urgencia y de disimulo, de rascacielos en la Barceloneta, alfileres sintéticos cerca del corazón y de drogas hepáticas y de diseño. La juventud empieza a bailar música electrónica y los arquitectos olímpicos se frotan las manos con el futuro de la especulación. Los gusanos de seda pronto serán digitales. Y el aleteo traerá una recesión de puta madre.

En unos años cualquiera podrá escudriñar la miseria de tu ventana abierta al mundo y estamparle un pulgar verde. O sentenciarlo con uno rojo. En unos años la tecnología habrá avanzado y nuestros movimientos se habrán reducido. El síndrome mariposa es un augurio youtubiano o facebookiano, la sensación de que las Olimpiadas no han terminado, de que los cientos, miles de reporteros llegados de todo el mundo se han dejado las cámaras conectadas con los círculos rojos parpadeando.

Es el nacimiento de la autoconsciencia. Y de las supermodelos.

La línea 1 es roja y vieja, y el vagón chirría y se sacude y no hay altavoces que anuncien las paradas que vienen a continuación. Hay un grupo de jeviolos de pie. Llevan camisetas de Anthrax, Megadeth y Mötley Crüe, y pantalones extremadamente ajustados. Siempre fue un misterio saber cómo coño se los quitaban. Beben Xibecas a morro, eructan como revolucionarios y agitan las greñas como cavernícolas. Justo enfrente de los cuatro jevis va sentado un tipo con la cabeza rapada que lleva una bomber negra, unas botas de cuero hasta las rodillas y unos tejanos lavados a la piedra. A su lado está una pareja que no pertenece a ninguna tribu urbana. Él se llama Gabi y ella se llama Sonia. Gabi le dice a Sonia que el skin es republicano o comunista. A Sonia le parece más bien nazi y socialdemócrata. Ambos observan el paisaje tribal hasta que un Jesucristo sin pupilas, un tipo que igual mide dos metros y pesa cincuenta kilos, se les sienta al lado y les pide dinero. Gabi se palpa los bolsillos y le dice que no, que no tiene.

Gabi es un tipo más bien bajito que tiene cintura de adicto a los cómics. Lleva una camiseta de El Inquilino Comunista, el grupo vasco que telonea a Sonic Youth. Sonia es morena y delgada, viste chupa tejana y luce flequillo egipcio. Los jevis arman barullo y beben deprisa, buscan una razón urgente para dirigirse al pelado y sentar precedente. Y el pelado mira al suelo y disimula, como la mayoría de los cabezas rapadas cuando están solos. Neonazis o comunistas. El metro llega a la parada de «Catalunya» y se baja la mitad del vagón. El rapado desaparece e irrumpen en su lugar cuatro mods. Cuatro flequillos que flotan sobre cuatro parkas. Los jevis les miran. Es como si al mirar a los mods se vieran a sí mismos deformados. Seguro que más esbeltos. Conviven como adolescentes en los probadores del Zara. El metro de Barcelona siempre fue mucho más cosmopolita que los barceloneses, criaturas herméticas y vergonzosas que raramente se comunican con los que vienen de fuera.

—Molaría que los mods les metieran a los jevis —le dice Gabi a su novia faraónica—. ¿Te imaginas?

Ella se ríe y las puertas del vagón se cierran, y el metro avanza hacia la siguiente parada. Gabi se da media vuelta y mira hacia el túnel, forma un óvalo con las manos y observa el resplandor de los cables negros y de las paredes carbónicas de la gruta subterránea. La luz del metro parpadea, el suministro eléctrico se corta y regresa en oleadas epilépticas, y Gabi se distrae. Y luego alza la vista y enfoca hacia el final del vagón: un destello ilumina una cabeza dorada y un rostro afilado, magnético.

Gabi se queda aturdido, con la vista clavada en la aparición, que se desvanece casi al instante. Otro fundido a negro por gentileza del cableado. La velocidad y el meneo atolondrado del metro disminuyen, la siguiente parada se acerca, y el suministro eléctrico se normaliza. Y entonces Gabi corrobora su alucinación; o sea, comprueba que es real. Hay un Bowie evolucionado al final del vagón. Es alto y delgado como un masái; rubio y estilizado como Suecia. Gabi está pegado a su aura irresistible. Y le dice a Sonia:

—¿Has visto a ese tío?

—¿A quién?

—A ese —dice Gabi y señala en dirección al final del vagón. Sonia sigue el curso del dedo y se topa con las greñas de un jevi y con la mano de un mod, que le está metiendo una anfetamina en la boca.

—No. ¿Dónde?

—No importa, creo que ya se ha ido.

Se bajan en «Marina» y enfilan las escaleras mecánicas, pero las escaleras no funcionan, nunca lo hicieron, y a Gabi le parece distinguir al arcángel en lo alto, pero le vuelve a faltar tiempo para corroborarlo.

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