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Prehistorias
ОглавлениеNo se sabe bien dónde empiezan las historias. Lo que es seguro es que nunca terminan. Todo es augurio y todo es misterio. Se sabe que la sangre fluye por todas ellas. Que a menudo se derrama y que otras se concentra en hematomas. Se sabe que la genética tiene memoria y que los mismos huesos han crujido distinto en distintos lugares y en distintas décadas.
La ascendencia es el principio de la influencia y de la experiencia. De la violencia y de la negligencia. Sin embargo, lo normal, a no ser que seas aristócrata o historiador, es conocer tu Historia hasta tus abuelos. Y gracias. Lo normal es que apenas conozcamos vaguedades de nuestros bisabuelos. Y de los tatarabuelos, apenas un dato, probablemente engendrado por la fantasía.
Sería arrogante pensar que la sucesión y la herencia son insustanciales. Sin embargo, es un absoluto misterio cuál es su alcance. Es posible que exista una memoria subliminal de nuestros ancestros. En los borradores de su prólogo al libro de DJ Spooky, La ciencia del ritmo, Aleix Vergés escribió que la historia es «la historia de un sonido, de un eco que viaja a través del tiempo y de los tímpanos, y que se transmite como una vibración, como una percepción melódica del universo o como un ruido de fondo».
A Aleix le gustaba decir que «el subconsciente es la memoria de nuestras vidas anteriores». Como si nuestros sueños no nos pertenecieran. Como si formaran una larga cadena de préstamos inconscientes, una divisa inadvertida y onírica, de naturaleza infinita, como las bibliotecas de Borges.
Otra cosa es que conociera la historia de su bisabuelo Edelmiro. O de su bisabuela, María Ángeles.
Edelmiro Vergés Bartolí nació en Reus, Tarragona, un 22 de diciembre de 1870. Fue un bebé extra largo alumbrado en un descampado. Su nacimiento empleó a siete comadronas (cuatro tías y tres primas) y a un doctor que también era cura y ciclista, además de tío abuelo del recién parido. El parto se prolongó cincuenta y tres horas, un registro insólito y épico que atravesó un eclipse de sol total. Su madre, la tatarabuela Corintia, se quedó ciega tras arrojarlo sobre un cojín relativamente descauterizado. Estaba fundida. Sin energía. Viviría algunos días más sin ver la luz del sol. Y al cabo de los meses, se apagaría.
Edelmiro fue un hombre largo y barbudo como su descendencia y, antes de que pudiera decidir qué iba a hacer con su vida, tuvo que largarse para preservarla. Una mañana de finales de siglo, muy poco antes de la caída de Cuba, Puerto Rico y Filipinas, se batió en duelo por un asunto de faldas en un callejón infecto de las afueras de Reus, exactamente donde hoy está la pista de aterrizaje de Ryanair.
Salió milagrosamente vivo y se exilió amenazado. Edelmiro era un hombre imprevisible y temperamental que soñaba con daguerrotipos y telescopios. Antes de largarse de Reus, se dedicó a la compraventa de cámaras fotográficas. Así fue cómo conoció a María Ángeles, una jovencita enigmática e inexpresiva que le vendió un tomavistas de seis objetivos. La transacción terminó en cita. Y la cita en pasión. Y la pasión en embarazo. Y el embarazo en matrimonio. Edelmiro se largó a Manila en 1899 con el bolsillo amortiguado por la generosidad de María Ángeles, una mujer con un sentido calculado y expansivo de la riqueza, que repararía la mayoría de sus ruinas venideras.
Edelmiro vivió en Manila una posguerra de sangre y de barro. De españoles y norteamericanos confundidos por la victoria, la derrota, el opio y la gonorrea. La ciudad era un lodazal de oportunidades, un escenario parecido al descampado en que nació su ideología revolucionaria.
Si la historia es el viaje de un sonido y nuestra memoria solo alcanza hasta nuestros bisabuelos, entonces Edelmiro fue el preámbulo ruidoso de Aleix. La primera nota de una mayúscula sinfonía del caos. Su sentido de la organización empezaba por el desequilibrio. Por una noción extrema y revolucionaria del orden. Edelmiro se describió siempre como un republicano. Nació en un descampado, bajo la dictadura de una monarquía absoluta y las consignas de una iglesia categórica. Y supo desde muy temprano que no solo no pertenecía a ninguna de las dos, sino que el sentido de su vida era ser, exactamente, lo contrario.
A Aleix le sucedió algo parecido: encontró el motivo en el reverso, y la razón en el cuestionamiento. Ambos fueron jóvenes creativos y caóticos que se comieron el fin de siglo antes que la madurez. En realidad, Aleix prescindió por completo de la madurez. Era lo que se esperaba de él, tal fue su revolución: vivir eternamente en la república de la juventud.
Edelmiro, en cambio, tuvo tiempo y ganas de hacerse hombre. Y nunca tuvo miedo de viajar. Desembarcó en Manila, se embriagó de su exotismo y encontró deprisa su lugar. No le fue tan difícil. Conocía la fertilidad del arroz y se asoció con trabajadores locales para destilarlo y embotellarlo. Los más entusiastas dicen que inventó el sake. Pero el sake llevaba siglos inventado. Lo cierto es que, como buen hijo del Delta del Ebro, tenía buena sintonía con los pantanos y los arrozales. La fortuna le duró poco, la perdió a la misma velocidad a la que la había amasado. Se enamoró de muchas filipinas, pero solo una le hizo perder la cabeza. Era una bailarina a la que evocaría secreta y erráticamente hasta el día de su muerte.
Edelmiro conoció en el exilio a otros catalanes, a más impostores, a revolucionarios ultraconservadores y a filipinos que desayunaban chorizo y adulaban a los Borbones. Conoció a tanta gente como sedujo. Y sedujo a todos los que conoció. Pero solo confió en dos individuos, sus dos únicos amigos de ultramar: Jean Noutel y Sean O’Sullivan.
Noutel era un estafador francés que se hacía pasar por ingeniero de caminos. Viajaba a lugares en guerra y conseguía contratos de reconstrucción de puentes y senderos. Cobraba cantidades industriales y las repartía entre los damnificados, que siempre eran habitantes del lugar. Presumía de haber conocido a Coco Chanel y de haber financiado su aventura costurera. Era un hombre exquisito y delgado, que fumaba cigarrillos aromatizados con melocotón y jamás repetía sus trajes ni sus sombreros. Le gustaba fantasear, adornar el pretérito y el futuro con nubes de Chanel y efluvios de Guerlain.
Noutel era un romántico, como Edelmiro. Eran dos negociadores que anteponían la aventura al enriquecimiento. Así que el día que conocieron a Sean O’Sullivan, un irlandés que trabajaba oficialmente para los servicios secretos norteamericanos y secretamente para los filipinos, sus contratos ganaron en ceros, y sus visados en sellos. O’Sullivan les presentó también a los náufragos del ejército español. Fue un momento de desorden, estampidas y cambios urgentes de ideología, y bebieron en cobertizos y jugaron al póquer en palacios clausurados.
Edelmiro no se casó con nadie, sedujo con sus aspavientos y su voz a todo el que salió a su paso y estuvo poco tiempo en muchas partes. Su independencia y su revolución quedaron eclipsados por la hipnótica bailarina, que estuvo cerca de arrebatarle la cordura. Ciego de deseo y de amor, la siguió hasta Borneo. Allí descubrió que era opiómana y comprobó que su amor no era suficiente para vencer a Morfeo.
O’Sullivan era otro hombre misterioso en un país extranjero. Su frase favorita era: «Nunca le preguntes a un extranjero los motivos de su exilio». A diferencia de Noutel, O’Sullivan iba siempre vestido con el mismo estilismo: camisa amarilla y pantalones de rayadillo. Se bebía los crepúsculos como un vikingo, pero nunca se le vio borracho.
Sean adoraba las historias de Edelmiro, su pasión por la vida y su talento para seducir. Tuvo claro enseguida que podía confiar en él y que sus negocios internacionales no podían tener mejor embajador. Así que le convenció para que dejase el Sudeste Asiático y se trasladara a los Alpes. Le contó que allí, en Suiza, el blanco no estaba en la arena, sino en la cumbre de las montañas. Y que todo el oro estaba protegido bajo tierra. Le contó que se fabricaban los mejores tejidos para la confección de ropa, le confió un secreto de muchos ceros y le hizo prometer que, en caso de desgracia en ultramar, repartiera el botín en una orilla del oeste de Cork.
Así que Edelmiro viajó hasta la falda de los Alpes y descubrió la lencería y el chocolate. El aburrimiento y el paraíso fiscal. Contactó a banqueros y a comerciantes y descubrió la precisión de los bordados y la nobleza de las telas. Volvió a Reus y le contó a María Ángeles sus aventuras en ultramar. Regresó de su último viaje con un reloj de cuerda que tenía cuatro esferas. Era un reloj extraño, como un prototipo o una versión abortada de algún dispositivo del futuro. Edelmiro lo dejó en la estantería más alta de la biblioteca de la casa, y Alfonso, el abuelo de Aleix, el padre de Alfonso, creció convencido de que el tiempo tenía cuatro dimensiones, tantas como esferas tenía el antiguo reloj.
Edelmiro regresó y María Ángeles se volvió a quedar embarazada, y Edelmiro cambió de planes y viajó muchas veces más a Irlanda, Suiza y Filipinas. Exportó arroz e importó anís. Compró sujetadores y vendió jamones. Fue un extranjero promiscuo y un padre y marido ausente cuya familia no paraba de crecer. Los vaivenes políticos de principios de siglo y las exigencias de María Ángeles y de sus hijos le obligaron a sentar cabeza. O, en última instancia, a pretenderlo.
En 1900 nació Alfonso, el abuelo de Aleix. A Edelmiro se le multiplicaba la familia. Necesitaba un golpe de efecto. Tiró de sus contactos en Manila y se afilió al partido del republicano Antonio Maura, en 1901. A los tres años, en 1904, Maura conquistó el poder y le nombró diputado. Su magnetismo y su labia conjugaban enormemente bien con su altura y su barba. El talento y las frases adecuadas, la casualidad y la despoblación, le elevaron hasta un cargo que siempre consideró azaroso. Del mismo modo que Aleix Vergés se vería convertido en disc jockey sin haber mezclado un disco en su vida, Edelmiro fue nombrado diputado sin tener ni puta idea de lo que era un escaño.
1904 fue un año convulso y errático. Edelmiro descubrió que en la política no existe ideología, ni hubo nunca revolucionarios, y decidió abandonarla para siempre con la caída del gobierno de su líder. Perseguido por las deudas y la incertidumbre, convenció a María Ángeles de dejar Reus y mudarse a Barcelona.
Allí montó el negocio que O’Sullivan le insistió en emprender con parte del dinero de Noutel: un tienda de bordados y tejidos suizos. Encontró un local en la calle Trafalgar de Barcelona, le pidió un préstamo a María Ángeles y, al igual que Gabi haría en el futuro, no se devanó demasiado los sesos para bautizar el negocio: se llamó La Suiza y se especializó en la venta de bordados y tejidos del país alpino.
Aleix creía en el viaje del sonido, en la longitud de un eco que rebasa los siglos, que provoca que escuchemos el retumbar ancestral de la Guerra Civil en nuestros tímpanos infantiles. Quizá en su cabeza vibraran los estertores filipinos. Puede que la influencia de los pitidos y de las coincidencias trazara idénticos destinos en dos individuos separados por ciento tres años y treinta y dos mil seiscientos crepúsculos. Luego todo se pierde. El olfato, la vista, el oído y hasta el tacto. La historia es un misterio y no hay ciencia exacta en la descendencia. Sin embargo, la matemática del ADN y de la casualidad escribió la poesía asimétrica de un bisabuelo y un bisnieto que vivieron conectados por un siglo y por el desorden, por el afán creativo y la ausencia absoluta de un sentido del límite.
Edelmiro tuvo siete hijos y todos heredaron el negocio de su padre. Aunque no todos se dedicaron a él. Alfonso, el abuelo paterno de Aleix, fue uno de los que se aventuraron. Su paciencia y su sentido del orden eran la negación de la impaciencia y el desorden de Edelmiro. Alfonso decidió abrir una segunda tienda. La bautizó como La Suiza, «hijos de E. Bartolí», en la Ronda de San Antonio con la calle Muntaner. Bajo la dirección organizada del abuelo Alfonso, la tienda funcionó como nunca antes y se convirtió en un negocio longevo y respetable que no solo estabilizaría las rentas de la familia, sino que sería también el escenario en que Alfonso conocería a su futura mujer, Matilde Torres, la abuela paterna de Aleix, una modista oriunda de Lagunarrota, corazón resquebrajado de Los Monegros, que se aprovisionaba en La Suiza, hijos de E. Bartolí, de las telas para sus bordados.
Alfonso Vergés Torres fue el segundo hijo de Alfonso y Matilde. Alfonso, el ginecólogo largo y barbudo, pionero e incansable, se desmarcó del negocio familiar, aunque no se distanció demasiado de su zona de influencia. Digamos que traspasó la lencería, atravesó la ropa interior y alcanzó el órgano que se escondía detrás. Así que desobedeció los mandatos familiares, pero se quedó en su órbita. Como ginecólogo.
Alfonso nunca durmió demasiado. El vértigo de los nacimientos le ha arrebatado muchos sueños, no ha tenido piedad de su inconsciencia. Ahora que está retirado de los partos, confiesa que lo más doloroso de su profesión es acostarse amenazado por la incertidumbre de no saber ni cómo ni cuándo te despertarás. Perder la conciencia sin saber si tu descanso será arrebatado en la cumbre del sueño por una vibración o por un pitido.
Tras la muerte de Aleix, el sueño de Alfonso se estropeó un poco más. La frecuencia del pitido se hizo más fuerte; la incertidumbre, más totalitaria. Una vez se quiebra el orden de la naturaleza, se abre un hueco perverso, una frecuencia diabólica. No existe prueba más dura para un ser humano. Alfonso y Chisca han encontrado trincheras poderosas para combatir la vibración del desorden. Chisca sabe que Aleix está en la música y la escucha de sol a sol. Viaja en la melodía y es casi imposible encontrarla en silencio.
Alfonso encontró refugio en la escritura. Al poco de morir Aleix, empezó a escribir su primera novela: Sueños y realidad, la historia de su madre, narrada en clave de realismo mágico. Y todavía con el pulso caliente, escribió la segunda: Nadie, su particular ajuste de cuentas con la muerte de Aleix.
«La protagonista del libro se llama Nadia. Y Nadia es Aleix. A falta de poder enfrentarme directamente a él, lo convertí en una chica. Entiendo que es un mecanismo de defensa, pero imagino que era la única forma que encontré para lidiar con el tema. Aleix se drogaba. A mí me costaba mucho aceptarlo. Así que, en el libro, preferí convertirlo en una puta», cuenta Alfonso.
Nadie es la historia de Nadia, una joven con un talento extraordinario para la danza que no encuentra su lugar en el mundo. Nadia es hija de Albert, el álter ego de Alfonso, un arquitecto viudo que vive solo en un caserón de una montaña de Barcelona. Albert recibe el encargo de diseñar la dirección artística de un espectáculo de danza inspirado en la teoría del caos.
«La personalidad de Aleix me sugirió muchísimo la teoría del caos», recuerda Alfonso.