Читать книгу Sideral - Héctor Castells - Страница 14
30 de junio de 2012
ОглавлениеEs una tarde caliente de julio y han pasado cuarenta años y ya no están en Sant Pau, sino en el paseo de la Bonanova. Él es más estrecho e igual de alto y tiene la barba plateada y los dedos surcados por venas delgadas y azules. Sus manos han asistido a partos monárquicos, han alumbrado sellos editoriales, han suscrito verdades y han padecido atrocidades. Ella conserva la piel cobriza y el amor por las melodías, la vida como una playa morada y vasca, los ojos verdes como el agua en que flotan las cenizas de su descendencia. Colgó su traje de enfermera y tuvo cuatro hijos y ya lleva dos nietos. Han pasado cuarenta años y hoy será un buen día para celebrarlo.
La Bonanova está más refrigerada que el barrio del Raval, pero sucumbe también a la canícula. Sucumbe distinto. Aquí no huele a pescado podrido ni se ven gatos famélicos. Huele a mimosa y a cruasán recién hecho, y los perros son grandes y peludos. O pequeños y bronceados. No hay rastro de vómitos ni de secreciones indignas de madrugada. Los plataneros y los eucaliptos protegen las lunetas de los Audis, los Volvos y los BMW. Los niños son más altos y más rubios y las tías son más delgadas y parecen más jóvenes; las calles más anchas y las casas más grandes. Es la parte alta de Barcelona, la falda del Tibidabo, de los bosques de Collserola y la carretera de las Aguas, donde niños que se llaman Nicolás y Eduardo y Aleix juegan al tenis en Can Caralleu y llevan relojes de pulsera con internet y estampan las raquetas contra el suelo y cuelgan las pelotas al vacío. Y el vacío es una ciudad simétrica y dormida que desemboca en el mar, que se contempla, panorámica y desahogadamente, desde sus alturas. En Barcelona, las clases sociales están estratificadas: arriba están los ricos, en medio los normales y abajo los pobres.
Hubo un tiempo en que los ricos estaban abajo y los pobres arriba. Luego la vida se desordenó y cayeron bombas del cielo y las familias se escindieron y los hermanos se mataron y los tíos fusilaron a los primos; y los primos a los suegros y los suegros a los cuñados. Hubo muchos tiempos y una sola noche, larga y roja, cuya metralla alcanzó a todos los nacidos en España durante los últimos trescientos años. Muchas generaciones podridas por la división carlista o por la División Azul o por la republicana, la Reconquista, la República, Cuba, la vergüenza de tantos crímenes en tantos lugares, la puta vergüenza de ser hijo de este país. Así que la historia del imperio es una sucesión de aberraciones desde la noche de los tiempos, la madrugada de los indígenas sin yugular, de norteafricanos deshidratados que morirán en el desierto, de iglesias asesinas, repúblicas fallidas; y del dictador del mostacho tenue, casi un rasguño, el mariscal del Ferrol, un asesino contrahecho que prohibió el catalán y el vasco. Que nos bombardeó desde Montjuich e impuso el fusil, distorsionó la cultura y emancipó las autopistas.
—Entonces, mamá… ¿Preferiste la ginecología a la cirugía? —pregunta Randi Vergés.
—Yo lo que no entiendo, mamá, es cómo elegiste a un ginecólogo con un Méhari rojo —dice Adriana.
—¡Y catalán! —añade Daniel.
—Vuestra madre antepuso sus ovarios a la patria, a los colores y al juicio, que es lo que cualquier mujer con dos dedos de frente haría en una situación como esa — sentencia el patriarca.
Estalla una carcajada colectiva. Hasta que la aludida toma la palabra:
—¿De verdad me lo estáis preguntando? —les pregunta en voz alta.
Y toda la familia la mira como siempre la miró: entre fascinada y expectante.
—Sí, mamá. Podríamos haber tenido abuelos en Vigo y conexiones mundiales con el narcotráfico. Por favor, ¿de qué estamos hablando? Si hasta tu hija podría ser la yerna de Rajoy —dice Randi, mirando a Adriana con una sonrisa que viaja en el tiempo, una sonrisa de pícara, de cheeky fucker, que Aleix también tenía.
—Pues nada. Tuve una visión. Eso fue lo que pasó. Me vi en Galicia, un 25 de diciembre, pelada de frío, con una resaca de órdago y una gaita por un lado y un botafumeiro por el otro, y me entró lo contrario de la morriña… ¡Me entró la amorriña por vuestro padre, desgraciados! —sentencia.
Y la familia entera prorrumpe en otra carcajada.
Es una tarde caliente de junio de 2012, una tarde después de la noche roja y vergonzosa de la puta Historia de España, y Alfonso Vergés y Chisca Tramullas celebran sus cuarenta años de matrimonio cerca de la cumbre de la ciudad, en la misma casa en la que han escrito la historia de su familia, los Vergés Tramullas. Casi tantos como años sin Franco. Casi tantos como tendría hoy Aleix, su primogénito. Pero Aleix ya no está. Sería casi aberrante que tuviera cuarenta años. No le hubiese hecho ni puta gracia. Así que ahora está de otra manera. Se fue un 19 de mayo de 2006, y desde entonces la vida es un desafío y un agujero. Y es esperanza y es descendencia.
La familia se ha reunido en la Bonanova. Los tres hermanos —Daniel, Adriana y Randi—, sus parejas y los nietos —Teo, hijo de Daniel, y Leo, de Adriana—. Es la primera vez que Adriana regresa a Barcelona con su primogénito desde que hace un año lo alumbrara en Barcelona. Adriana vive en el hemisferio de los desagües cambiados y pasa la mitad de su vida sumergida en el Pacífico. Es bióloga submarina y la primera doctora en edad de la universidad de Sídney. Una pionera. Exactamente lo que su padre quiso que fueran todos sus hijos. Números uno. Precursores. También está Leire, la compañera más longeva, la escudera que sobrevivió a las peores calamidades y a todas las adulaciones, y cuyo nombre bautizó el proyecto póstumo de Aleix. Y Guille, pareja de Leire desde finales de 2003. Al final del jardín está Anya Stafford, una irlandesa con cara de gato que estudió con Adriana en Galway. Al lado de Anya está Sean, su novio, un veterinario al que alguien bautizó como Indiana Sean —pronunciado «Shon»— después de un desenfrenado safari por Kenia.
Chisca Tramullas, la misma mujer que se hizo pasar por esposa de un tipo al que no conocía en 1972, la ávida lectora de K. Dick que dejó a un cirujano gallego en la estacada y apostó por la longitud revolucionaria de la ginecología, se mete dentro de casa, sube las escaleras que separan el jardín de su habitación y agarra una bolsa gigante. Dentro hay algo rectangular envuelto en papel de regalo. Podría contener una isla del tamaño de Irlanda. El paquete está junto a su mesilla de noche, en la que descansa un libro mucho más pequeño: Cosas que los nietos deberían saber, de Mark Oliver Everett, un músico más conocido como Eels, que la tiene embaucada. Chisca se las apaña para cargar la geografía y bajar las escaleras. Llega a la cocina, pilla el iPod, cancela los grandes éxitos de Aphex Twin, su músico electrónico predilecto, y pone la playlist de doce horas que ha elaborado para la fiesta. Melanie, Françoise Hardy, Moustaki, Gilbert O’Sullivan, Procol Harum, Herb Alpert o Burt Bacharach deslizarán su folk setentero y sus voces soñadoras durante las próximas doce horas.
Chisca se mete en el salón y deja su regalo apoyado junto al piano en que Aleix empezó a tocar cuando tenía siete años. Interpretaba a Bach y se reía de Mozart. Movía los dedos deprisa y cantaba con voz de soprano. Pero nunca se lo tomó en serio. No hasta que a los diecinueve descubrió a Glenn Gould. Entonces se tomó en serio a Gould, pero hacía ya algunos años que el piano no lo tocaba. No volvería a hacerlo.
La historia de Glenn Gould es solo una de las infinitas voces, imágenes, frases y nombres que surcan el regalo que Chisca le ha hecho a Alfonso. Es un álbum gigante: un scrapbook. La historia ilustrada de cuarenta años de vida en pareja. Chisca conserva intactos los diarios que ha escrito durante toda su vida. Y las fotografías que ella misma disparó, amplió y reveló, de sus hijos, de sus coches, de sus viajes y de sus veranos. Hay recortes de prensa, entradas de conciertos y un montón de técnicas de compaginación elaboradas con retales, tejidos y pegamento. Un trabajo de tres años que Alfonso descubrirá en un rato, cuando todos los invitados se hayan largado y el jardín se haya convertido en un descampado de copas vacías, confeti aplastado y colillas extintas, cuando las lámparas de papel japonesas ardan solas bajo las estrellas y siga sonando la voz de la Hardy y diga que no hay retorno y que la eternidad era solo un día.
Los Vergés Tramullas disfrazados para el carnaval del colegio en 1982. De izquierda a derecha: Adriana, Randi, Aleix y Daniel.