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3 de marzo de 1995
ОглавлениеAleix siente el corazón en la boca. Se está acostumbrando. Cierra los ojos y visualiza la pista giratoria, percibe la rotación de la Tierra y el crecimiento de la Luna. Siente los bombos cerca del pecho y el retumbar del bajo sincronizado con su taquicardia. Se incorpora, se lleva una mano al costado, levanta con la otra la aguja del Akiyama, su insobornable plato, su cuchillo de palo, e interrumpe la escucha desenfrenada del «Rez» de los Underworld. Esta noche comparte cabina con Darren Emerson. Será su debut junto a una estrella internacional y ni siquiera tiene dos platos en casa; de hecho, nunca los tendrá.
El cielo se ha abierto, las nubes se han cerrado y el jabón oscuro del firmamento se le ha confundido con las lágrimas. Últimamente, cuando entra en pánico, llora. Ha mirado por la ventana, y ha escrito la frase —«¿De qué color? ¿De qué puto color?»— y se ha sentido abstracto y foráneo y le ha sobrevenido el primer escalofrío. Al segundo se le han multiplicado las pupilas. Y al tercero ha sentido los huesos como estalactitas. Es el quinto ataque de pánico de su vida y Leire está al caer. Leire tiene dieciséis años, el pelo azul y la voz de Aleix metida en el oído.
—Vine, si us plau1 —le ha dicho a Leire.
Es una noche del 95. Internet es una alucinación norteamericana, los móviles son como zapatos ortopédicos y la cobertura es un elogio al parpadeo y a la inconstancia, solo al alcance de cuatro millonarios. Leire pulsa el botón del interfono y sube las escaleras hasta el último piso sin ascensor, que es donde vive toda la juventud independizada de los noventa.
Aleix está tumbado en el suelo. Contempla las formas del techo y siente un vacío en el pecho. La poesía es una trampa. El techno es una trampa. Él es un farsante. Y un embustero. No sabe pinchar.
La vocecita le suena estereofónica en la cabeza, surca su confianza como un esquiador borracho y le mina la autoestima con la sutileza de una máquina quitanieves en llamas. Y entonces abre su pastillero y contempla la hilera de Valiums, se come otros dos y quizá no sienta nada. Y luego mira a Leire y le pregunta de qué color serían los charcos si se pusiera a llover de colores. Y entonces se hace la luz de un relámpago y el resplandor ilumina a dos jóvenes muy delgados y muy heridos, y Leire le dice que los charcos serían siderales, multicolores, como su miedo. Y que podría bebérselos.
Y que le curarían.
Aleix sonríe por primera vez en mucho rato y le pregunta cómo está.
—Bé. Normal. És igual2 —dice ella. Y se cubre la boca porque se avergüenza de sus dientes. Leire se avergüenza de casi todo y se boicotea todo el tiempo. Se avergüenza de ser andrógina y hace todo lo posible por serlo. Quiere que los demás le digan lo que no quiere escuchar. Se lo merece. Tal es la violencia de su adolescencia.
—Tinc molta por de morir-me3 —dice Aleix.
—A mi m’encantaria morir-me4 —dice Leire.
Y entonces el pánico se detiene un segundo. Aleix parpadea. Bate las pestañas y se incorpora como si, en lugar de dos Valiums, se hubiese metido siete rayas. Tiene veintidós años y ciento ochenta pulsaciones por segundo.
—En sèrio? No t’espanta la mort?5
—A mi no m’importaria morir-me ara mateix6 —dice Leire.
Sonríe otra vez. Desearía arrancarse su absurda sonrisa con unos alicates y freírla en la sartén que ve tirada en el suelo, junto a las portadas de siete discos abiertos, de un diario escrito con una caligrafía psicodélica y unas pintorescas ilustraciones de colores; más cerca: un montón de cintas de casete en cuyos lomos se puede leer Sideral III, Sideral VI, Sideral II y Sideral I. Los ojos de Leire recorren la pequeña estancia deprisa y piensa que, una vez arrancada, podría arrojar su sonrisa por la ventana que tiene delante, recortada por un marco azul y blanco, en el que Aleix ha dibujado a un puñado de jóvenes de cinturas muy estrechas, ojos enormes y pestañas infinitas. Entonces su sonrisa caería al vacío y se estamparía contra el asfalto de la calle Gran de Gracia y un taxista tatuado y borracho se la llevaría por delante. Lo piensa todo en una calada, alentada por el porro de marihuana que se ha fumado en su casa, antes de pillar la moto y salir al rescate de Aleix.
Ahora se lía otro, y Aleix le dice que los porros son muy peligrosos y que su pelo es muy bonito y que si ella se muriese, él se suicidaría.
Y luego se quedan en silencio y Aleix respira normal. Y al cabo del rato se incorpora y se la queda mirando y le dice:
—A mi el que més por em fa del món es no saber estimar7.
Leire sonríe. La vergüenza se ha ido a tomar por culo.
—A mi el que més por em fa del món és pensar que mai seré estimada8 —dice ella.
Y entonces se miran y saben que nunca más volverán a estar solos.