Читать книгу Bajo el faro - Heine T. Bakkeid - Страница 10
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Arne Villmyr se sienta junto a Anniken Moritzen, quien a su vez está sentada en una silla de oficina con las manos apoyadas en el escritorio. Detrás de ellos, tres ventanales del suelo al techo enmarcan un paisaje de pinos con sus carreteras ruidosas, sus estructuras sostenibles y sus edificios comerciales. Arne está tan elegante como la primera vez que lo vi hace ya casi cuatro años en su chalé de Storhaug Vest. Pero ahora tiene menos pelo, y está más pálido.
—¿Thorkild Aske? —pregunta Anniken Moritzen sin levantarse de la silla.
—Sí —contesto, y me acerco con decisión.
—Encantada —responde ella, sin entusiasmo.
Cuando por fin me estrecha la mano, me transmite desdén e indiferencia y noto que el lado derecho de la comisura de los labios no le responde al impulso de la sonrisa, que se queda coja, y más que otra cosa parece una mueca.
Arne Villmyr no tiene intención de devolverme el gesto cuando alargo la mano para saludarlo.
—Tengo una foto suya.
Anniken Moritzen saca una fotografía del cajón del escritorio.
—¡Qué bien! —exclamo. Me inclino hacia ella y tomo la fotografía con ambas manos para evitar que se me resbale de los dedos y acabe en el suelo.
—Es de hace cinco meses, cuando visitamos a mis padres en Jylland.
Anniken habla el dialecto local, pero no consigue disimular su procedencia danesa. Tiene cincuenta y tantos años y lleva un traje de chaqueta azul oscuro y una camisa blanca con los dos primeros botones abiertos. Me doy cuenta de que le debe de sacar una cabeza a su exmarido.
—Parece un sitio bonito en el que pasar la infancia.
Me mira como si quisiera decirme que sabe a qué estoy jugando, pero lo deja pasar.
—Es la última foto que tengo de él.
Mira fijamente la foto como si estuviera allí ahora mismo, en el jardín de sus padres, haciendo una barbacoa y tomando refrescos. Su hijo, Rasmus, se ocupa de la barbacoa. Lleva unos pantalones cortos del Liverpool, de color rojo, sandalias y un gorro de cocinero. Está moreno y tiene un físico atlético. El abuelo brinda con dos dedos de licor mientras Anniken Moritzen saluda a la cámara desde su asiento.
—Rasmus y algunos de sus compañeros de clase dieron la vuelta al mundo en un barco de vela el año pasado. —Anniken mira el fondo de la fotografía soñando despierta mientras habla, como si intentara absorber la energía que queda en el recuerdo que ahora evoca—. Pero tras un viaje al norte de Noruega, a Rasmus se le ocurrió convertir un antiguo centro formativo y de conferencias en un faro en un hotel de experiencias.
—¿Un hotel de experiencias?
—Buceo en naufragios, pesca con arpón y ese tipo de actividades al aire libre. Rasmus dice que se lleva mucho en el extranjero.
—¿Cuántos años tiene? —le pregunto, aunque conozco la respuesta. En el autobús de camino a Forus encontré una nota de prensa en un periódico digital de Tromsø relativa a un joven de veintisiete años desaparecido que al parecer murió en un accidente de buceo no muy lejos de Skjellvik, en el municipio de Blekøyvær.
—Nuestro Rasmus tiene veintisiete años.
—¿Y cuándo se fue?
—Anniken le compró el faro en verano —responde Arne. Tras él, la brisa del atardecer ha vuelto a arrastrar las nubes de lluvia, de un gris pálido, que se mueven con gran velocidad hacia el sudoeste.
Anniken asiente con un cabeceo sin mirarnos.
—El islote donde se encuentra el faro se abandonó tras el cierre del palacio de congresos en los años ochenta. Rasmus se fue de inmediato con unos amigos que lo ayudarían a restaurarlo durante las vacaciones.
—¿Cuándo desapareció?
—La última vez que hablé con él fue el viernes, hace cinco días. La policía encontró su lancha ayer por la mañana. Por eso creen que salió a bucear el sábado o el domingo.
—¿Y tú? —Miro a Arne Villmyr. Tiene la mirada perdida como un soldado que hace guardia mientras, detrás de él, la lluvia ya ha comenzado a golpear la ventana.
Arne sacude la cabeza mientras la lluvia cae con fuerza y estrépito sobre el tejado y el agua se desliza por la ventana.
—Apenas tienen contacto —responde Anniken, que aprieta los brazos contra el cuerpo como si de repente se encontrara allí fuera, bajo la lluvia.
—¿Desapareció él solo? —pregunto mientras dejo de mirar la foto y me centro en los tonos grises que se ven a través de la ventana.
—Sí, el último mes estuvo allí solo.
—¿Por qué cree la policía que se ha ahogado?
«Solo un poco más, Thorkild —pienso al compás de la lluvia contra el cristal—. Solo unas preguntas más y podrás volver a casa».
—Cuando encontraron la lancha faltaba el material de buceo. En su tiempo libre, Rasmus solía salir a bucear entre los escollos que rodean el faro. El viernes dijo que quería ir a bucear ese fin de semana, si el tiempo lo permitía.
—¿Tienen motivos para pensar que le haya ocurrido cualquier otra cosa, que no se trate de un accidente de buceo?
—No.
Percibo la molestia en su rostro. Tal vez la haya interrumpido en el mismo punto que todo aquel con quien haya hablado desde la desaparición de su hijo. Me entran ganas de levantarme y sacudirle los hombros, decirle que despierte, que deje de soñar, que eso no conduce a ninguna parte. Lo único que consiguen nuestras ensoñaciones es rompernos el corazón y hacernos pedazos.
—Fui allí en cuanto vi que no me cogía el teléfono. Sentía que algo iba mal. —Anniken Moritzen se vuelve hacia su exmarido—. Te lo dije, te dije que me habría llamado. Siempre me llamaba.
Arne le apoya la mano en el hombro con cuidado y asiente en silencio.
—Pero había tormenta —continúa Anniken—. La policía se negó a llevarme al faro. Me trataron como a una histérica y me mandaron a un hotel a Tromsø a unos quince kilómetros de allí mientras ellos se quedaron en el despacho sin hacer nada. Nadie quería ayudarme. Nadie hizo nada. Se quedaron ahí sentados, ¿sabes? Se quedaron ahí sentados sin hacer nada mientras mi niño estaba en el mar y necesitaba ayuda. —Anniken llora amargamente—. Por eso volví a casa, Arne. —Suspira con los ojos llenos de lágrimas—. Porque dijiste que encontrarías a alguien capaz de ayudarnos. Alguien a quien escucharían. ¿Recuerdas? Me prometiste que encontrarías a alguien capaz de ayudarnos.
Arne cierra los ojos y asiente una y otra vez. Anniken Moritzen vuelve a interpelarme.
—Tú, Aske. —Anniken toma aire y se enjuga las lágrimas con el dorso de la mano—. Hablarán contigo, lo sé. Tú lo puedes encontrar —dice con la sonrisa cálida que ese pensamiento le provoca. Se aferra a la ilusión de que aún hay tiempo—. Sí, puedes encontrarme a Rasmus.
Vuelvo a bajar la mirada hacia el hombre de la fotografía. Cuando yo tenía la edad de Rasmus, era el inspector jefe de la policía de Finnmark y me pasaba el tiempo tratando de convencer a motoristas borrachos de que no se cargaran las señales de tráfico de la zona.
—No soy detective —repongo, y dejo la fotografía en el escritorio.
—Te pagaremos —me espeta Arne Villmyr—. Si es cuestión de dinero...
—No es eso —susurro.
Me abstengo de decir que ya es demasiado tarde. Que nadie sale al mar en esas condiciones y regresa casi una semana más tarde. Pero Arne Villmyr ya ha soltado el respaldo de la silla y se dirige al escritorio.
—Ven —me dice, y me agarra del brazo. Señala la puerta con la cabeza, con un gesto brusco—. Sigamos hablando fuera.
Dejamos a Anniken Moritzen y salimos al pasillo, al fondo del todo, donde está el ascensor.
—Bueno —dice, y me suelta el brazo. Pulsa el botón del ascensor y se vuelve hacia mí—. Aquí estamos los dos solos.
—Mira —empiezo a decir, pero Arne Villmyr me interrumpe.
—Mi hijo está muerto —declara con calma y se coloca la camisa—. No hay nada que investigar —continúa cuando acaba con la camisa. Me mira—. Lo que tienes que hacer es encontrar su cuerpo y traerlo a casa.
—Dios mío —exclamo y sacudo los brazos—. ¿Cómo?
—Nada, bucea, salta a través de aros de fuego... Me importa una mierda cómo lo hagas. Perdí a Rasmus cuando abandoné a mi familia hace muchos muchos años. Pero no puede estar desaparecido, como si nunca hubiera existido. Necesitamos una tumba que visitar. —Arne aprieta la mandíbula. Se le endurece el gesto—. Y me he convencido a mí mismo de que tú nos la conseguirás. Piensa que de este modo saldarás una antigua deuda, o piensa lo que te dé la puta gana. Encuéntralo y tráelo de vuelta a casa.
—Arne —replico—. Por favor. No puedes restregarme ahora lo que ocurrió con Frei. Así no.
—Ya vale, Thorkild —prosigue con la misma calma que antes, aunque veo cómo se le agita el pecho debajo de la camisa—. No te permito que hables de ella —continúa—. Todavía no. No hasta que encuentres a Rasmus y lo traigas de vuelta a casa. Después podrás volver a arrastrarte al agujero del que has salido y hacer lo que te dé la gana durante el resto de tu vida. Pero, mientras tanto, tú buscas y yo pago, ¿de acuerdo?
El ascensor ya ha llegado y vuelto a desaparecer cuando Arne se vuelve para regresar al despacho de Anniken Moritzen. Se detiene en la puerta, dándome la espalda.
—Danos una tumba, Aske —concluye, con una mano en el pomo—. Una puñetera tumba. ¿Acaso es demasiado pedir?