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SEGUNDO DÍA CON FREI. STAVANGER,
23 DE OCTUBRE DE 2011
El Café Sting estaba justo al lado de la torre Valberg. El edificio era una antigua casa de madera con ese ambiente rústico tan moderno que gusta tanto en Stavanger. La camarera me puso un café y un vaso de agua con hielo que me llevé a la mesa donde me senté a esperar a Frei.
Frei llegó a las siete menos cuarto. Sentado junto a la ventana, me dediqué a contemplar la torre de piedra, asediada en ese momento por la lluvia, que al correr por la venta-
na iba dibujando una tela de araña desigual de color azul grisáceo.
—Vaya día —dijo, y se sacudió de encima la parka de color caqui con cuello alto y bolsillos con solapas. La colgó del respaldo de la silla y echó un vistazo hacia el bar. La camarera respondió poniendo en marcha el hervidor de agua y revolviendo las cajas donde guardaba las bolsitas de té.
—¿Llevas mucho tiempo esperando?
—Habría podido esperar más, si hubieras querido.
Frei inclinó la cabeza y me miró durante un momento sin decir nada. Después se volvió y se dirigió a la barra.
—¿Por qué has venido? —preguntó cuando por fin se sentó en la silla de forja que estaba frente a mí. Cogió tres terrones de azúcar moreno que dejó caer en el líquido verde manzana de la taza. Después, removió perezosamente con la cuchara hasta disolver el azúcar, que tiñó el contenido de un color más oscuro, más terroso, como sin destilar.
—Soledad —respondí—. Sin duda.
—¿Crees que puedo ayudarte con eso?
—Seguro que no.
—Entonces, ¿por qué?
Me encogí de hombros.
—Porque me lo pediste.
—Mi tío también quería. —Se apoyó la cucharilla en el labio inferior y cerró la boca—. Espera visita —explicó, y dejó la cucharilla en el plato, junto a las rodajas de limón.
—¿Cómo?
—De un hombre.
—Ah, vale.
—Robert es un par de años mayor que yo. Podría ser mi hermano. Es muy guapo —añadió, y rio bajito, agarrando la taza de té con ambas manos—. El tío Arne es homosexual. ¿No te diste cuenta?
—¿Debería?
Entonces le tocó a ella encogerse de hombros.
—El tío Arne dijo que eres de ese tipo de gente que lee el lenguaje corporal y descubre lo que no queremos compartir con los demás. ¿Es cierto?
—No —respondí con una risotada—. De ninguna manera.
—Entonces, ¿qué sabes hacer?
—Entrevistas e informes —respondí, e incliné la taza de café vacía con el índice y el pulgar. Barrí los posos con la mirada y después volví a mirarla a ella.
—Pero eres experto en técnicas de interrogatorio, ¿no? Arne dijo que acababas de volver de Estados Unidos.
Me incliné hacia ella y entrecrucé las manos.
—¿Cómo narices sabe eso?
—Arne es abogado de negocios de una de las empresas petrolíferas más importantes de Norteamérica —aclaró Frei y se pasó los dedos por su caótico peinado—. Le gusta saber cosas sobre la gente que conoce, tanto privadas como laborales.
—¿Qué más?
—Eres medio noruego, medio islandés. Tu padre es un biólogo marino de formación que se ha convertido en una especie de radical del activismo ambiental en Islandia. Tus padres se separaron cuando eras pequeño y tu madre volvió a Noruega contigo y con tu hermana. Y te acabas de separar.
—Entonces lo sabes todo —dije, y me agaché para coger la bolsa que tenía entre las piernas. Me había pasado media noche recopilando todos los documentos que encontré sobre los casos de Bergen y cómo se establecieron los antiguos Organismos Especiales de Investigación—. Aquí tienes todo lo que he encontrado para tu trabajo. El Comité Europeo para la prevención de la tortura también redactó un informe que planteaba una serie de preguntas críticas sobre...
—No lo necesito. —Frei se me quedó mirando, con la taza apoyada en la palma de la mano, como si fuera a adoptar una especie de posición de loto desconocida para mí, típica de los jóvenes urbanos que frecuentan las cafeterías—. Ya he terminado el trabajo.
Le di la vuelta a la taza y la apoyé en el plato.
—Entonces, ¿qué hacemos aquí?
—Conocernos —respondió Frei—. A tu manera.
—¿A mi manera?
—¿No es este tu trabajo? ¿Tu campo de especialidad? ¿No te dedicas a recabar datos de la gente, exponerlos en un ambiente controlado en el que poder sacar a la luz nuestros secretos, defectos y puntos débiles? Solo quería que empezáramos por ti.
—Joder. —Suspiré y golpeé el culo de la taza con los nudillos mientras me reía para mis adentros—. Puede que tengas razón —dije al fin, y me levanté para marcharme—.
O, mira, ¿sabes qué? Tienes toda la puta razón. —Cogí la bolsa con los documentos y le hice una pequeña reverencia—. Mi juego. Tú ganas. Adiós.
Avancé deprisa por el ajedrezado de baldosas, pero después me di la vuelta, regresé a la mesa y me senté de nuevo.
—No, venga, sigamos jugando —dije, y me recliné en el asiento—. ¿Qué quieres saber, Frei? Pregunta.
—Quiero conocer tus secretos y tus mentiras —me respondió tranquila, aún con la taza de té sobre la palma de la mano. De repente, volvió a dejar la taza en su sitio y apoyó las yemas de los dedos en la mesa, frente a ella—. Antes de contarte los míos.
—De acuerdo. ¿Por dónde empiezo?
—Por donde tú quieras.
—Mi madre fue psicóloga infantil hasta que enfermó. Ahora vive en una residencia en Asker. Padece alzhéimer desde hace casi diez años. Llevo mucho tiempo sin verla. No sé por qué.
—Háblame de Islandia.
—Cuando era pequeño, mi madre, Liz y yo íbamos de fábrica de aluminio en fábrica de aluminio, de centrales eléctricas a fundiciones para ver cómo mi padre y sus compañeros ecologistas se esposaban a las excavadoras, a las tuberías, a las grúas y a los volquetes mientras gritaban extasiados y se meaban en los pantalones para que el mundo viera que la humanidad se había descontrolado.
—Un idealista.
Asentí con aire ausente.
—¿Por qué te fuiste a Estados Unidos?
—Tras el proceso de separación, mi exmujer y yo habíamos llegado a un punto en el que no nos entendíamos en absoluto. Teníamos malentendidos por cada detalle, cada matiz, así que cuando me enteré de la existencia del curso, me fui.
—¿Para interrogar a policías criminales en un país extranjero?
—Exacto.
—¿Por qué?
—Para poder hacer mejor mi trabajo. Para...
—¿Para entenderlos?
—Sí.
Frei dibujó una amplia sonrisa.
—¿Te dedicas a machacar a la policía por tu padre, Thorkild?
—Seguro —respondí cansado. La lluvia golpeaba con fuerza la ventana. El agua había formado riachuelos en la acera que bajaban la calle por ambos lados del edificio en el que estaba la cafetería.
Frei estalló en una carcajada.
—Eres un cliché, Thorkild Aske —comentó, llevándose las manos a la cabeza—. ¿No te das cuenta?
—Sí. Si alguna vez voy al psicólogo, me encargaré de decirle que tú lo dijiste primero.
Ya había decidido seguirle el juego, fuera cual fuese la pregunta a la que tuviera que enfrentarme, y la confianza me iba a salir cara. La separación de Ann-Mari y el tiempo que pasé en la costa sudoeste de Estados Unidos con los hombres y mujeres a los que entrevisté con el doctor Ohlenborg tras un cristal antibalas me habían pasado factura. Y estar ahí sentado con esa chica en una cafetería hacía que la coraza que me recubre el cuerpo se me empezara a resquebrajar. Ya podía sentir el latido de algo nuevo y vivo bajo la piel. Algo que no había sentido nunca.
Frei vaciló un segundo, disimulando una sonrisa.
—¿Por eso os separasteis? —dictamina al final—. ¿Por fin la habías entendido del todo y no te quedaba nada que escarbar? Ya te lo sabías todo, tu trabajo había terminado y por fin podías pasar a otra cosa. A otro caso. ¿Verdad?
—¿Otro caso? ¿Como tú?
—No —respondió Frei—. Todavía no sabes nada de mí. No nos conocemos.
—Tienes razón. Me toca, ¿no?
—Te toca.
—Vale —dije, y me incliné hacia delante sobre la mesa—. Háblame de ti.
Frei se quedó sentada mirándome. Solo movía los ojos, los paseaba por cada poro de mi cara brillantes como dos soles gemelos.
—Bailo —dijo al final, y se llevó un terrón de azúcar del plato a la boca.