Читать книгу Bajo el faro - Heine T. Bakkeid - Страница 20

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El camino hacia la isla atraviesa un valle rodeado de montañas escarpadas. Más tarde, la accidentada carretera nos conduce de nuevo hacia el mar. En el trayecto pasamos por delante de algunas casas de posguerra recubiertas de fibrocemento y pintadas de verde, blanco o amarillo, con tejados ondulados. Algunas aún tienen luz en las ventanas y jardines cultivados y pacas de paja envueltas en plástico blanco en la linde de la parcela, pero la mayoría llevan ya un tiempo abandonadas, a merced de los elementos.

Al cabo de un rato el asfalto también desaparece y da paso a la grava antes de llegar a la cima de una colina con vistas a una bahía con algún que otro edificio salpicado por ahí.

—¿Buceas? —me pregunta el agente, y su rostro aparece en el espejo retrovisor.

—¿Cómo?

—Que si buceas.

Bjørkang resopla y sacude la cabeza.

—¿Qué pasa? —pregunta el agente con un tono de decepción en la voz.

—Acaba de salir de la cárcel, por Dios. ¿Cómo te pones a pensar si bucea? —Bjørkang se quita la gorra y se frota la cabeza—. Tienes dotes de policía, ¿eh?

—En la base naval de Haakonsvern —respondo, tras una pausa—. Y, después de eso, apenas un par de veces.

De repente, los ojos del agente vuelven a asomarse por el retrovisor.

—Bueno —dice ansioso—. ¿Y qué te parece?

—Lo odio —le respondo, y veo cómo se apaga el brillo en los ojos del joven por segunda vez en menos de un minuto.

En la cima de la colina hay un edificio marrón oscuro con un aparcamiento asfaltado y una rampa para sillas de ruedas que llega hasta la entrada, junto a un edificio alargado más pequeño, dividido en tres apartamentos.

—El centro social y residencia de Skjellvik —me informa el comisario Bjørkang cuando pasamos por delante—. Lleva ahí desde la guerra. Eran los cuarteles de los alemanes en la zona. —Arnt me vuelve a mirar por el retrovisor—. ¿Tu familia luchó en la guerra?

—No, nadie —le respondo, y miro cómo se integra el mar en el paisaje. En un islote a lo lejos veo un edificio blanco con un faro de planta octogonal que se alza en un mon­tículo.

—El faro de Rasmus Moritzen —añade Bjørkang, y señala un grupo de cobertizos al fondo de la ensenada—. Su lancha está en uno de esos cobertizos.

El viento corta a través de la ropa. Las olas se suceden perezosas y las cubre la espuma blanca. Unas algas enormes extienden sus verdes tentáculos sobre las rocas de la orilla. Bajamos con mucho cuidado al cobertizo, sujetándonos el cuello de la chaqueta y con la cabeza inclinada por la lluvia. Es difícil caminar sobre las rocas resbaladizas. Siento que los músculos de las piernas y las lumbares se me tensan con el esfuerzo.

—La lancha llegó a tierra el jueves por la mañana. Suponemos que el fin de semana salió a bucear por un lugar que se conoce como el Ojo. Cuando estuvo aquí, su madre nos contó que había hablado con él el viernes, pero que no le contestó cuando lo volvió a llamar el domingo por la tarde.

Bjørkang sacude la cabeza cuando llegamos al cobertizo. Un hombre algo más joven que yo nos espera a la puerta.

—Os lo habéis tomado con calma, ¿eh? —ironiza el hombre, que tiene un fuerte acento americano y se sopla las manos para calentarse. Lleva una cazadora de cuero marrón con el cuello de lana como las que llevaban los pilotos británicos en la Segunda Guerra Mundial, un gorro de punto que dice «Contra el bullying» y unos guantes de cuero negros bajo el brazo—. Supongo que conducía Arnt.

—Harvey, este es Thorkild Aske. Ha venido a petición de los padres del danés. —Bjørkang se vuelve hacia mí—.

Y este es Harvey Nielsen. Tuvimos que guardar la lancha del danés en su cobertizo.

Harvey Nielsen me tiende la mano. Es alto, tiene la piel oscura y unos hoyuelos que parecen copos de nieve cuando sonríe.

—¿Le habéis hablado del islote del faro?

—No. —Arnt mira con aire dócil a Harvey, que le saca una cabeza—. No le hemos dicho nada.

Harvey Nielsen me pone la mano en la nuca y me gira la cabeza hacia la derecha, mientras señala unas rocas que asoman junto al faro.

—Bueno, como me lo has pedido con tanta educación, yo mismo te contaré la historia.

Sonríe y me aprieta más fuerte el cuello.

—Por favor.

—Un grupo de gente rica del sur vino hasta aquí en los años ochenta para convertir la isla en un centro donde se impartirían cursos y conferencias para yupis. Reformaron la antigua vivienda del farero y la convirtieron en un bar restaurante, con una sala de informática y un gimnasio. Incluso hicieron una discoteca en el sótano.

—Pero se quedaron sin dinero un año después de empezar el proyecto —intervino Bjørkang, mientras Arnt

se mesaba el bigote, como si quisiera comprobar que no se lo había llevado el viento—. Y, al no conseguir venderlo, los propietarios prendieron fuego al edificio principal, con la esperanza de que el incendio los salvara de la bancarrota.

—Había estado vacío desde entonces —prosigue Harvey—. Hasta que llegó el danés y se puso a restaurarlo este verano.

—Un hotel de experiencias. —El comisario suspira—. ¿Se puede saber qué es eso?

—Era un manitas. Yo mismo lo vi. Había transformado el típico barco pesquero de Nordland en una mesa y el bar... —Harvey dibuja una amplia sonrisa—. El bar es una auténtica pasada.

—Yo nunca iría hasta allí solo —musita el agente Arnt, con su estridente voz de pito mientras mira fijamente el islote del faro.

—Bueno, vamos a ver la lancha antes de que anochezca. —Bjørkang le da unas palmaditas en la espalda y entra en el cobertizo. Tanto Harvey como yo lo seguimos.

El viento y la lluvia golpean el tejado del cobertizo. Bjørkang y Harvey retiran la lona y la apoyan en el suelo, contra la pared.

—Aquí está la lancha —señala Bjørkang, y le da unos golpecitos con la mano.

Me subo a bordo de la RIB blanca y azul, una lancha neumática semirrígida con un casco de fibra de vidrio de la marca Zodiac Pro. La lancha tiene unos seis metros de eslora y un motor Evinrude de ciento cincuenta caballos de fuerza. Dentro hay una cuerda, una cantimplora y una caja de madera llena de chatarra vieja recogida del fondo del mar.

—No está nada mal, ¿verdad?

Harvey coge una caja cuadrada cubierta de algas secas y pequeñas conchas blancas y me la da.

—Parece que el danés coleccionaba este tipo de cacharros viejos —murmura Bjørkang, y señala con la cabeza el viejo transistor que tengo en la mano. En algún momento fue blanco, con el borde azul. Puedo distinguir un tres y las letras «P b K a» en la esquina superior izquierda del aparato cubierto de algas y moluscos.

—¿No hay GPS? —pregunto, y señalo con la cabeza el estuche vacío que hay al lado del timón.

—Puede que se cayera cuando la lancha estaba a la deriva —responde Bjørkang sin mucho entusiasmo.

—¿Y por qué no se cayó esto, entonces? —pregunto, y levanto el transistor que tengo frente a mí—. Supongo que estaría suelto por el barco, mientras que el GPS estaba sujeto a la consola central.

—Quién sabe. —Bjørkang se encoge de hombros y suelta un suspiro.

—Vale. —Dejo el transistor en la RIB—. Habéis dicho que lo más probable es que buceara junto a un lugar que se conoce como el Ojo. ¿Dónde está eso?

—El Ojo es una montaña submarina que está entre el faro y las islas del otro lado del fiordo —responde Bjørkang, y se mira el reloj de pulsera. Acto seguido se dirige a la puerta del cobertizo y señala un mástil negro con una luz parpadeante en la punta situado en un escollo en medio del mar—. En su día se puso ahí para ayudar a los barcos que cruzan el estrecho de Grøtsundet, entre las islas.

—Se llama así porque, cuando el mar está sereno, parece que mirara al cielo desde las profundidades. Durante años, muchos barcos y su tripulación se han hundido por acercarse demasiado —me aclara Harvey.

Bjørkang y Arnt asienten y se quedan con la mirada perdida, mirando la lluvia.

—Supongo que por eso fue a bucear ahí, ¿verdad? Por los restos de los naufragios.

Los tres asienten a la vez.

—Llevamos un equipo de buzos y no encontraron nada —explica Bjørkang tras una breve pausa—. Solo nos queda esperar —continúa—. Tenemos que dejar que la naturaleza siga su curso, y entonces saldrá a flote, ya verás.

—Cuando los cangrejos hayan terminado con él —añade Harvey.

Empieza a hacerse de noche y el cielo está a punto de desaparecer, cubierto de nubes negras.

—Tengo que ir allí —digo—. Al faro.

Bjørkang vuelve a mirar el reloj.

—Creo que tendríamos que ir acabando con esta tontería —sentencia, y escupe—. Dan tormenta este fin de semana. Vuelve a Stavanger, Aske. Lo mismo le dije a la madre del danés cuando estuvo aquí y gritaba e imploraba que la lleváramos hasta allí en plena tormenta, poniendo en peligro su vida y las del resto de la tripulación. Te llamaremos cuando salga a la superficie, como un corcho. Los cadáveres en el mar siempre salen a flote. Pero puede llevar un tiempo.

—Sus padres quieren que vaya allí, de modo que lo haré, a menos que tengas algún documento legal que me impida hacerlo.

—De acuerdo. —Bjørkang sacude los brazos, ofuscado—. Si quieres esperar aquí, por mí no hay problema. No te lo puedo impedir. Pero ten cuidado, es lo único que te pido. Ya no eres policía.

—Solo he venido a ayudar —respondo—. Igual que vosotros.

—Bien —resopla Bjørkang—. Pero recuerda: si quieres que perdamos el tiempo con alguna otra cosa, tendrá que esperar hasta el lunes. ¿Entendido?

Asiento, y Bjørkang vuelve a consultar el reloj antes de hacerle un gesto a Arnt para indicarle que se tienen que marchar.

—Coñac y acordeón —farfulla Harvey cuando los dos policías se vuelven a meter en el coche. Se quedan ahí dentro y nos miran a través del parabrisas mientras hablan con frases cortas y monosílabos.

—¿Cómo dices?

—Bjørkang es viudo —prosigue Harvey—. Los fines de semana bebe coñac y toca el acordeón con otros tipos de su edad en las islas. Funcionarios públicos, ya sabes. —Harvey ríe—. Por estos lares, la delincuencia solo existe los días de diario, de ocho a cinco. ¿No lo sabías?

—Ya veo —digo con un suspiro cuando reparo en que tengo el coche aparcado frente a la oficina del comisario.

—¿Por qué quieres ir al faro? —pregunta Harvey después de cerrar la caseta del cobertizo y ponerle el candado—. Fui hasta allá con Bjørkang cuando encontramos la lancha. Allí no hay nada.

—Su madre quiere que vaya. Yo también quiero terminar de una vez. Me estoy muriendo de frío.

—Vale —dice Harvey, y tamborilea con los dedos en la puerta del cobertizo—. Puedes venir conmigo mañana a primera hora, si quieres. Paso por ahí de camino al criadero.

—¿El criadero?

—De mejillones —responde con una sonrisa—. Ahí es donde está el dinero.

Bajo el faro

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