Читать книгу Bajo el faro - Heine T. Bakkeid - Страница 16

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Aparco el coche que Liz me ha alquilado y me dirijo a la recepción. Me registro y les pido una tarjeta para el aparcamiento. Entre Tromsø y el centro de Blekøyvær, donde Arne Villmyr ha concertado una cita con el comisario a la mañana siguiente, hay tres horas de viaje, contando los dos viajes en ferri.

De alguna manera se podría decir que me ha tocado una habitación con vistas: bloques de pisos, farolas y asfalto. El París del norte debe de estar escondido en algún sitio, en la oscuridad. Corro las cortinas, abro el equipaje y saco la cafetera, aunque en el hotel hay un hervidor de agua.

Voy con retraso. Son las siete y media y me duele el cuerpo. Las ansias de acabar con el malestar y la inquietud hacen que me tiemblen los dedos cuando saco el pastillero y abro la cajita que corresponde a la dosis nocturna.

Las pastillas parecen huevos de insecto que me ruedan por la palma de la mano. Cojo las dos naranjas, las de Risperdal, el antipsicótico, y las vuelvo a meter en el pastillero. El resto me lo trago de golpe. Después, saco el filtro y el café, lleno de agua la cafetera en el lavabo y la pongo en marcha.

En cuanto asoman las primeras gotas por la jarra de vidrio, enciendo la radio y apago las luces de una en una. Me desvisto, me meto en la cama y me tapo con el edredón. Ya se me ha empezado a relajar el cuerpo. Una turbia penumbra se hunde y echa raíces dentro de mí, y abre puertas que yo solo no consigo abrir.

«Por fin —suspiro mientras contraigo el cuerpo contra las rodillas—. Por fin estoy preparado».

Me quedo tumbado y espero, pero no sucede nada. El ventilador vibra, la fría luz polar se cuela entre las cortinas y yo me quedo quieto.

Al final me incorporo y busco la caja de las pastillas de oxicodona, que hacen efecto rápido. Saco dos del envase, me las echo a la boca y me vuelvo a acostar.

Después de otro largo rato de espera, más pastillas y un ataque de desesperación, me visto y salgo.

Al otro lado del puente veo la catedral del Ártico bajo el cielo polar, oscuro y frío. Después, paseo por el muelle y acabo en el centro comercial que está junto al puerto.

Ya en el centro comercial, entro en una perfumería. Con cuidado, cojo algunos frascos de las estanterías y los huelo. Después de probar varios, elijo un frasco transparente con un líquido negro y oleoso, como si fuera un trocito de madera carbonizada envuelta en plata y cristal, y voy a la caja con él.

—¿Se lo envuelvo? —pregunta la dependienta, una mujer de unos cincuenta años, bien maquillada, con el pelo teñido de negro, ojos oscuros y los labios finos y pintados de rojo.

Asiento con aire ausente.

—Le va a encantar —dice con una sonrisa y me entrega la bolsa con el perfume envuelto.

—Sí —respondo, y miro el papel de regalo rojo, dentro de la bolsa—. Tal vez no debería haberlo envuelto —añado.

La dependienta carraspea y una mujer mayor con un chaquetón de plumas pasa a mi lado con un frasco de perfume con una abeja arriba y la palabra honey escrita con letras finas y negras en un lateral.

—Ya. —La dependienta parpadea—. Puede quitarle el envoltorio antes de darle el perfume. —Parpadea dos veces y se dirige a la mujer con el frasco de la abeja—. Le va a encantar —añade, y sonríe—. ¿Se lo envuelvo para regalo?

Cierro la bolsa y me voy.

Enseguida estoy de vuelta en la habitación. Cojo la bolsa de la perfumería y pongo el frasco envuelto de perfume en la cama, junto a la almohada. Me quito la ropa deprisa y apoyo la espalda en el cabecero, quito el celo y arranco el papel de regalo.

El olor a perfume se escapa de la caja antes de abrirla. Me pesan los párpados y el hormigueo de las piernas está a punto de remitir. Tengo que darme prisa. Saco el frasco de perfume de la caja con los dedos temblorosos mientras intento mantener a raya los nervios y la expectación.

El tapón plateado se desliza con facilidad, y rompo el seguro que mantiene fijo el mecanismo del dosificador. Una nube de perfume sale disparada y me da en la cara. Estornudo y echo más perfume, y después me escurro en la cama y cierro los ojos.

Me quedo tumbado con la cara contra la almohada y espero. Al cabo de un rato, abro los ojos y me incorporo. El ventilador aspira el aroma de la habitación y la llena de un olor aséptico y frío, de hotel.

Salgo de la cama y compruebo que las ventanas estén

cerradas antes de acurrucarme de nuevo, y me vuelvo a perfumar la cara. Esta vez me echo perfume también en las manos y en el pelo antes de volver a envolverme con el edredón.

—¡Joder! —Me levanto y agarro el frasco de perfume, le arranco el dosificador y me llevo el cuello de la botella a la boca. Las partículas aromáticas se me deslizan por la lengua y por la garganta. Suelto el frasco, caigo en la cama, tambaleándome, y me arropo.

—¿Por qué no quieres venir? —gimo y entierro la cara en las sábanas, hecho una bola—. ¿No te das cuenta de que te necesito?

Bajo el faro

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