Читать книгу Bajo el faro - Heine T. Bakkeid - Страница 25

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Todo el islote gris está a punto de desaparecer en la nieve que se vuelve más densa a medida que el viento arrecia con mayor fuerza. El último tramo hasta la casa lo hago corriendo. Me saco del bolsillo el llavero con cinta aislante amarilla en la que pone «Faro de Rasmus + Edificio principal» y meto la llave en la cerradura.

La antigua casa del farero es un edificio grande de principios del siglo XX revestido de planchas de madera verticales y con dinteles blancos en las ventanas. Parece que Rasmus hizo grandes progresos en la renovación de la fachada. Las únicas huellas visibles del incendio son un puñado de tablones, ventanas y tejas quemados apilados entre la casa y el cobertizo. Sustituyó el tejado de pizarra por placas de cobre con canalones a juego que, incluso ahora, con esta nieve implacable, refleja la luz de una forma muy particular.

Forcejeo con la cerradura hasta que por fin cede y me cuelo dentro. Huele a madera nueva y a serrín, pero debajo subyace un ligero olor a polvo añejo y a algo más que no consigo describir. Las paredes y el suelo están forrados de plástico transparente. Hasta el barco que Rasmus dio la vuelta para usar de mostrador está cubierto.

Retiro el plástico hacia un lado y entro por el lado derecho del vestíbulo. La estancia se abre en forma de ele. Parece haber hecho las veces de bar y de sala común. En una esquina hay un sofá curvado de terciopelo rosa con una montaña de cortinas grises cubiertas de polvo. Delante hay unas cuantas cajas con lámparas negras con cristales de Murano ensartados en finos hilos de hierro, baldosas de mármol blanco y tiras de luces LED de color rosa junto a una docena de taburetes de bar blancos con una pata plateada envueltos en plástico.

Saco el móvil y marco el número de Anniken Moritzen.

—¿Dígame? —responde Anniken con tono brusco—. ¿Quién es?

—Soy yo, Thorkild Aske.

Oigo cómo se le corta la respiración.

—¿Dónde estás?

—En el faro. Estoy en el bar de Rasmus. Un sitio muy chulo —comento, aunque está sin acabar. La sala está llena de decoración ochentera: formas geométricas, alfombras rojas enrolladas, taburetes acolchados forrados de tela de leopardo y un papel pintado de color púrpura que ya ha empezado a despegarse en los bordes y las esquinas. Hasta las cristaleras están cubiertas de plástico—. Un bar con vistas.

Me acerco al mostrador, donde Rasmus instaló una cama plegable. En el suelo hay un montón de revistas sobre veleros, una bolsa llena de ropa y un cubo de Rubik. También veo una caja llena de panfletos y cartas viejas del restaurante. En los panfletos sale una foto en la que parece que el sitio estuviera recién restaurado.

—Centro de cursos y conferencias de Blekholmen —leo.

—¿Perdón? ¿Cómo dices?

—Disculpa. Solo he encontrado algunos folletos viejos de cuando esto era un centro de conferencias.

—Lee —susurra Anniken—. Quiero escuchar qué pone.

—Vale. —Abro el panfleto y veo que Rasmus marcó con un círculo alguna de las frases como si ya hubiera decidido cómo iba a ser la publicidad del sitio—. «Tenemos dos salas de reuniones y una sala de grupos con capacidad para entre diez y treinta personas. Todo está preparado para reponer fuerzas y buscar inspiración entre una sesión y otra».

—¿Eso es todo? —me pregunta ella cuando paro y titubeo en la parte que Rasmus rodeó con un círculo.

—No —le respondo y leo la última frase—: «Blekholmen te proporcionará una experiencia que recordarás incluso cuando hayas olvidado la conferencia».

A través del plástico que cubre uno de los ventanales veo un arrastrero en la tenue luz del día. Es como una raya horizontal en el azul profundo del paisaje. Enseguida siento la vibración del motor, que retumba en el suelo.

—Cuéntame más cosas. Quiero saber qué ves, Thorkild —prosigue Anniken, y me devuelve a la realidad. Su voz suena con más fuerza ahora, como si quisiera ahogar el sonido de otra cosa.

Tengo ganas de decirle que sé lo que es sentir cómo el miedo, el horror y el pánico se le aferra a uno en las entrañas. Decirle que es peligroso guardárselo dentro durante mucho tiempo, y que un día tendrá que sacarlo todo. Pero no me atrevo. No sé implicarme cuando le pasa algo a otra persona.

Dejo el panfleto y me pongo en cuclillas junto al camastro.

—Una bolsa con ropa, libros, un neceser y unas máquinas de afeitar en una caja blanca de plástico. —Quito el saco de dormir de la cama de campaña y veo una radio portátil Motorola y dos paquetes de pilas a los pies del camastro—. Una especie de radio marítima VHF, no estoy seguro.

—¿Qué más? —insiste mientras seguimos con nuestra cuerda floja verbal en la que cada palabra, cada respiración estira las fibras del tejido finísimo que la separa del abismo—. ¿Qué ves?

—Nada más —digo por fin, y apoyo la espalda en la barra del bar. Cierro los ojos e intento localizar el sonido de los motores del arrastrero, que avanza en medio de la tormenta—. No está aquí, Anniken —susurro. Estoy mareado y cansado, y no tengo fuerzas para seguir con este ejercicio del dolor—. Rasmus ya no está aquí.

—Pero lo estuvo —responde con brusquedad—. Acaba de estarlo. Su olor sigue estando allí, solo que tú no lo sabes porque nunca lo has abrazado tan fuerte como yo. Me lo imagino donde estás ahora mismo, y por eso es tan difícil. No consigo, no soy capaz de...

—Seguiré buscando —susurro y me levanto, e intento sacar fuerzas para continuar—. No cuelgues, Anniken. Vamos a seguir, ¿vale?

—El faro —me interrumpe con una fuerza renovada en la voz—. A menudo me llamaba desde la parte de arriba del faro.

—Bien. Vamos a ver.

Una oscuridad deprimente y subterránea se cierne sobre la nieve mientras camino a toda prisa hacia la escalera que conducen hasta el faro. Aunque aún sea temprano, parece que me encontrara en una sala de espera, en un punto intermedio entre la noche y el día.

Los escalones están directamente acoplados a la roca con una estructura de hierro oxidado como barandilla. El faro tiene una cúpula octogonal de hierro fundido con una ancha raya roja justo debajo. La torre roja y blanca de hormigón casi se confunde con el entorno.

—Va a ser una suite —dice Anniken cuando cierro la puerta tras de mí y me dispongo a subir por la escalera que conduce a la parte de arriba del faro. Las paredes son de hormigón pulido y están llenas de fotos en blanco y negro del mar agitado y nubes negras. Un entorno ideal para turistas—. Un lugar entre el cielo y el mar, con vistas hacia todas las direcciones.

—Ya veo.

El revestimiento interior del faro ya no está. Han quitado todo el sistema de lentes e instalado una cama antigua con dosel en el centro de la habitación, para conseguir unas vistas de trescientos sesenta grados a través de una fila de ventanas nuevas. En el techo han instalado tiras de luces LED y, a juzgar por las partes que ya están acabadas, el suelo iba a estar forrado de madera.

—¿A que es bonito? Rasmus nos mandó fotos de la habitación y de las vistas con el móvil.

—Es precioso —respondo, y arrastro unas cajas de azulejos hasta una de las ventanas y me siento encima.

—¿Y las vistas? ¿Qué te parecen? Rasmus dice que son inmejorables.

—Tiene razón —respondo, y apoyo los codos en el alféizar de la ventana. Paseo la mirada por la cortina de nieve que cae con un flujo constante. Todo está tan gris que ya no se ve la tierra. Hasta el cobertizo de las herramientas que está a la entrada del faro ha desaparecido en la niebla gris—. Absolutamente inmejorables.

—Gracias —dice Anniken, y suspira con energía.

—Anniken —comienzo a decirle tras un largo silencio en el que ambos escuchamos la respiración del otro—. No sé qué más podemos hacer.

—Vuelve a casa —me responde cansada—. Ahora yo también lo sé. No está ahí. Dios mío —gime cuando al fin lo comprende—. Ya no está aquí.

Me quedo sentado con el móvil contra la oreja mucho después de que Anniken haya colgado. El arrastrero se ha ido. Fuera sopla el viento y las olas golpean incesantes contra el islote. Frente a mí, los copos de nieve se arremolinan ligeros, elegantes y sin esfuerzo, como bailarines de un exótico baile de salón.

Pienso en Frei.

Bajo el faro

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