Читать книгу Bajo el faro - Heine T. Bakkeid - Страница 19
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Fuera de la habitación del hotel se oye el tráfico, que vuelve a la vida en la ciudad de Tromsø. Me duele la garganta, y tengo la lengua seca y áspera. Ya no huelo a ella, solo me queda el sabor a aceites esenciales y a disolventes en la boca.
Apago el despertador, salgo de la cama y me dirijo a la cafetera. Me sirvo una taza del café que preparé anoche. He recibido un mensaje de Anniken Moritzen en el que me pide que la llame en cuanto llegue al faro.
Una hora más tarde estoy de camino, cruzando el puente hacia el norte en el coche de alquiler. Ya se puede ver la nieve en la cima de las montañas más altas. El cielo está gris, y el suelo, cubierto por un manto de hojas secas y hierba amarilla.
Unas horas y un par de viajes en ferri más tarde, llego al centro de Blekøyvær, que consta de algunos edificios públicos, dos tiendas de alimentación, un taller mecánico, una tienda de lanas con un solárium en el sótano, y una rotonda.
La oficina del comisario está en un bloque de dos plantas. La influencia de la arquitectura soviética de posguerra resulta abrumadora. El edificio es verde, y los marcos de las ventanas están pintados de blanco. La recepcionista me dice que comparten espacio con Sanidad y Asuntos Sociales, ambos en el piso de arriba. La oficina del comisario está en la planta baja.
—Bendiks Johann Bjørkang —dice con un marcado dialecto el comisario, que tiene unos sesenta años, el pelo corto y castaño y barba cerrada. Me da un firme apretón de manos—. ¿Eres Thorkild Aske?
—Eso dicen.
—¿Quiénes?
—Quienes lo dicen.
No parece hacerle gracia y, tras acariciarse el mentón, el comisario me invita a pasar.
—Una especie de... ¿detective privado? —me pregunta, ya sentado en la silla de su escritorio, con las manos apoyadas en el estómago.
—No —respondo, y me siento en una incómoda silla de madera calzada con un periódico doblado frente al escritorio, de tono claro.
—Entonces, ¿qué haces aquí? —pregunta, tamborileando los dedos en la grasa de la barriga.
—Podría decirse que se trata de un caso excepcional que me imponen mis marcos de referencia y que acepto por falta de fuerzas para oponerme y una acuciante necesidad de ganar dinero.
—Bueno. —El comisario Bendiks Johann Bjørkang
exhala un suspiro—. Así que has venido a buscar al danés, ¿no es cierto?
—Correcto.
—En nombre de los padres del chico.
Asiento.
—Bueno, estamos aquí para ayudar —responde, y chasquea los labios—. No creo que encuentres nada en especial.
—No, yo tampoco.
—El del danés es el único caso que tenemos abierto. Teníamos un arrastrero ruso que se hundió un poco más al norte durante una tormenta a principios de otoño, pero todos llegaron a tierra. Por lo demás, esto está muerto —zanja, y se cruza las manos sobre el estómago—. Muerto.
Un joven agente de unos veintitantos años con bigote entra y se nos queda mirando al comisario y a mí con cara de bobo, como si acabara de sorprender al jefe en un momento íntimo y se quedara allí pensando si debería marcharse o preguntar si puede unirse.
—Eh. —El comisario carraspea y hace un movimiento semicircular que nos abarca al atónito agente que está en la puerta y a mí—. Arnt Eriksen, este es Thorkild Aske. Ha venido por lo del danés. Arnt dejó la investigación en Tromsø y se mudó aquí hace un año con su pareja. Va a sustituirme cuando me jubile en enero.
—Hola. —El agente se limpia las manos en la pernera del pantalón y me da la mano, pegajosa. Sonríe de medio lado tratando de mostrarse seguro ante la situación en la que lo ha puesto la vida—. Aquí Arnt.
—Sí, y aquí yo —le respondo y le estrecho la mano hasta que hace una mueca—. Bueno —continúo sin soltarle la mano—. Entonces, ¿qué se cuece en Tromsø?
Arnt me mira a la cara y después nos mira las manos, con la esperanza de que siga el protocolo y le devuelva la suya.
—Esta ciudad tiene los mismos problemas que cualquier otra —responde, y carraspea—. Delitos económicos y un aumento del narcotráfico. También hemos constatado cierto crecimiento de la prostitución en los últimos años, aunque...
—Se rumorea que antes trabajabas en la Oficina de Investigación de Asuntos Policiales —interrumpe Bjørkang en un intento de controlar el ambiente distendido que se estaba creando. Pone énfasis en la palabra antes y le hace un gesto con la cabeza al agente, que trata de sentarse aunque aún nos estamos estrechando la mano.
—¿Se rumorea? —pregunto, y le suelto la mano al agente.
—Bueno, ya sabes, aunque tu caso no llegó a los medios, se extendió como un reguero de pólvora por la administración. No todos los días se pilla al jefe de interrogatorios de la Oficina de Investigación de Asuntos Policiales con las manos en la masa. En algunos círculos creó furor, y en otros, ovaciones, según tengo entendido.
—No me cabe duda —respondo.
—¿No hubo un revuelo cuando uno de los nuestros, a quien habías interrogado, trató de retomar su caso a raíz de lo ocurrido?
—¿Sirvió de algo? —le pregunto con brusquedad.
Bjørkang sacude la cabeza sin quitarme ojo.
—¿Lo sabías, Arnt? —Bjørkang se vuelve hacia el agente, que de nuevo tiene la cara de no enterarse de nada. Dirige la mirada hacia mí o hacia su jefe, según quién tenga la palabra—. Esta gente está entrenada para desgastar a los policías que se limpian el culo con nuestra profesión. Así que ve con cuidado.
Arnt me mira con cara de tonto, y Bjørkand suelta una carcajada estridente que se corta antes de tiempo.
—Las llamábamos entrevistas —explico.
—Claro, es cierto —responde Bjørkang cuando deja la risa impostada—. Dime, ¿quién te interrogó a ti cuando te detuvieron?
—Trajeron a un instructor de interrogatorios de la academia de policía —contesto—. Había estudiado en el Reino Unido y se había especializado en interrogatorios por fases, técnicas de interrogatorio, ética y comunicación, factores psicológicos y diversas técnicas de estimulación de recuerdos. Un tipo simpático.
—¿Cuándo te detuvieron? —pregunta el agente Arnt, que justo ahora parece haber recuperado la voz.
—Ah, ¿no lo sabías? —Bjørkang me guiña un ojo—. ¿Qué os enseñan ahora en la academia? Thorkild Aske acaba de salir después de cumplir una condena de tres años en la cárcel de Stavanger.
—No te olvides del tiempo que pasé en el psiquiátrico —le digo, sin levantar la mirada del agente.
—¿Qué hiciste? —me pregunta Arnt, visiblemente sorprendido.
—Mató a una chica con el coche a la salida del trabajo —le soltó Bjørkang, complaciente—. ¿Fue bajo los efectos de las drogas?
El agente Arnt sigue mirándome fijamente, pero ahora tiene algo nuevo en la mirada, algo que reconozco: el espanto que produce ver que uno de los tuyos se pasa al lado oscuro.
—Ácido gamma-hidroxibutírico o GHB —le respondo, y pienso en lo que me dijo Ulf en el coche, el día en que salí de la cárcel: que ahora me tocaba a mí sentarme a ese lado de la mesa, siguiendo las premisas que establecen otros, en vez de ser quien las dicta. Mi penitencia, lo llamó. En ese momento no sabía lo caro que iba a costarme.
—Supongo que allí fue donde te hiciste eso.
El comisario señala con la cabeza la cicatriz que tengo en la cara, que se extiende como una fina tela de araña desde el ojo hasta la boca, pasando por el pómulo.
—Tuve suerte. La cabeza me chocó contra el volante.
—Bueno —dice Bjørkand con un tono más suave en la voz—. Lo pasado, pasado está. El resto queda entre tú y el de arriba.
—¿El jefe de Asuntos Sociales?
Esboza una sonrisa inexpresiva.
—No estamos aquí para ver quién tiene la culpa de qué, pero me gusta saber con quién me relaciono —dice, y le lanza un gesto de asentimiento al agente Arnt, como si le dijera que está presenciando lo que se llama «gestión humana de alto nivel»—. También estoy convencido de que un hombre que ha cumplido su condena empieza de cero. Si no lo pensara, no sé qué estaría haciendo aquí.
Bjørkang se levanta de la silla y con un gesto autoritario le indica al agente Arnt que salga.
—Bueno, pues ya hemos hecho las presentaciones. —Ahora nos hace el gesto de despedida a nosotros—. Vayamos a Skjellvik y echemos un vistazo a la lancha del danés antes de que se nos vaya el día.
Salimos de la oficina y nos metemos en el coche de policía. Dejo el de alquiler ahí aparcado. Está lloviendo. El suelo congelado brilla allí donde caen las gotas de lluvia. El viento sacude las hojas que aún se aferran a las ramas en el frío aire de octubre. Unas nubes de color azul oscuro se arrastran desde el mar.
—Los meses de oscuridad —dice el agente Arnt, y me mira por el retrovisor—. No todo el mundo los lleva igual
de bien.