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Decido que intentaré mitigar el dolor que siento en las mejillas y el diafragma comiendo un poco, y me compro un bocadillo en una cafetería que está justo al lado de la oficina

del paro. Después me dirijo hacia Hospitalgata y sigo por Pedersgata hacia la vivienda que me ha facilitado el Servicio Correccional Noruego, justo debajo del puente.

En el buzón hay un catálogo de muebles y una carta para mí. Sé lo que hay dentro del sobre. Siempre es lo mismo: lo único que cambia es la edad de los niños. Crecen, aunque siempre tengan la misma cara. La primera que recibí tenía fotos de bebés recortadas de revistas y catálogos. Al principio también me enviaba recortes de cunas, sonajeros, biberones y sacaleches.

Cojo la carta y el catálogo, subo las escaleras y abro la puerta. Dejo el correo en la mesa que está entre el sofá y el mueble para la televisión en el que no hay ninguna televisión, me acerco a la cocina y saco el pastillero del armario que está sobre el fogón. Abro el compartimento del miércoles, me vacío en la palma de la mano el contenido de la sección del medio y me lo tomo con un trago de agua. Después enciendo la cafetera y me siento en el sofá con la carta.

Esta vez hay dos recortes dentro del sobre. Uno muestra un niño de unos siete u ocho años con el pelo castaño y ondulado, y una camiseta de colores con un pez con un sombrero y un esnórquel que nada por un arrecife. Debajo se lee: «Ropa bonita hecha para jugar y divertirse; vaqueros, pantalones, camisetas, sudaderas y mucho más. Tenemos prendas coloridas y resistentes para todos los niños».

El siguiente recorte muestra una niña de la misma edad. Según el texto, lleva una cazadora corta de color rosa pastel con cuello desmontable de piel sintética, vaqueros ajustados y camiseta a juego. «Tenemos vaqueros para los días de diario, prendas prácticas para jugar, ropa de fiesta y para todas las ocasiones», dice.

Meto los recortes en el sobre y lo deslizo hasta la otra punta de la mesa con el catálogo de muebles. Después me tumbo en el sofá y cierro los ojos.

En ese preciso instante, suena el teléfono.

—Bueno —dice una voz grave de hombre con marcado dialecto de Bergen que aspira ansioso, rozando lo íntimo, el humo de un cigarro. Ulf Solstad es psiquiatra y dirige el grupo de responsabilidad del que he hablado antes—. ¿Cómo fue la reunión?

Conocí a Ulf en la cárcel de Stavanger, donde pasó dieciocho meses por extorsión, sin que eso afectara a su cartera de clientes. De hecho, está más solicitado por la gente con dinero y problemas de la ciudad ahora que antes de entrar en prisión.

—Genial —le contesto con socarronería—. Tal vez me espere un brillante futuro como teleoperador.

—Relájate. —Ulf arrastra las vocales más de lo normal, incluso para ser de Bergen—. Ten paciencia y sigue abriéndote paso por este confuso laberinto que han creado para la gente como tú. Así es como debe ser. De ese modo descartan a los más débiles. Te juro que en cuanto te consigamos una prestación por desempleo ya habrás pasado oficialmente a formar parte permanente de las filas de personas asociales. Y, mientras tanto, procura mantenerte sano y salvo.

—¿Qué?

—Mira. —Ulf me interrumpe mientras me despego del sofá para ir a buscar una botella de agua—. Me llena de orgullo que quisieras estar conmigo en el grupo de responsabilidad y prometo que haré todo lo posible para que tengas la vida que deseas, Thorkild.

Oigo crepitar el cigarro.

—Necesito más Oxazepam. —Agarro la botella que se me ha caído al suelo y se ha metido rodando debajo del sofá—. Dentro de poco seré libre. Además, tenemos que aumentar la dosis de oxicodona.

—¿Ha aumentado el dolor?

—Sí —le respondo—. Y me han empezado a doler las piernas al caminar.

—¿Tal vez deberíamos evaluar la dosis de Neurontin?

—No —contesto. Doy un golpe y me aprieto el índice contra la mejilla dolorida. Pronto me empieza a arder la cara del dolor—. Me da dolor de cabeza. El Risperdal también. No me sientan bien.

—Thorkild, ya hemos hablado de esto. El Neurontin está indicado para los dolores nerviosos. Lo más seguro es que tengas que tomarlo el resto de tu vida. El Risperdal es un antipsicótico que aún necesitas, y mucho. Siempre se cree que lo que uno más necesita son las benzodiazepinas, porque inhiben la ansiedad, como la oxicodona. Y es cierto, pero son más adictivas, como bien sabes. Si tuviéramos que bajar la dosis, empezaríamos por ellas, y luego veríamos cómo te encuentras ahora que vuelves a estar en la calle, ¿no?

—No puedo dormir.

Me enfurruño y deslizo el correo hacia el borde de la mesa con el talón. Sé que tiene razón, y eso me pone de los nervios.

—Claro que sí —me responde Ulf, tranquilo—. Eso te pasa porque te he dado Sarotex. —Tose con fuerza antes de seguir hablando—. Todavía te lo estás tomando todo, ¿no?

—¿Qué quieres decir?

—Los medicamentos. ¿Te los tomas?

—Claro.

—¿También el Risperdal?

—Sí.

—Sabes que los necesitas, ¿verdad, Thorkild?

—Sí, lo sé —respondo demasiado alto.

—¡Basta! —exclama Ulf—. No soy el maldito sacerdote chepudo de la cárcel que intentaba ganarse el cielo.

Vuelve a respirar fuerte. Le he fastidiado el ritual y va a tener que encenderse otro cigarro en cuanto este se consuma hasta el filtro.

—Dijo que era una abeja sin flores.

—¿Quién dijo eso?

—El sacerdote de la cárcel.

—¿Estás de coña?

—No.

Ulf se enciende otro cigarro y expulsa el humo en el auricular.

—Cuéntame la historia, Thorkild. ¿Me haces ese favor?

Decido dejarlo que fume tranquilo y le cuento la historia.

—Soy una abeja en un mundo sin flores, y en mi mano está decidir en qué invertiré el tiempo que queda hasta que llegue el invierno.

—¿El invierno? —Ulf inhala y exhala con armonía. Lo oigo a través del auricular. En esa forma de aspirar y expulsar el humo se aprecia su agradecimiento.

—El invierno que antes o después se apodera de nuestra vida —continúo, y siento que se me relajan los músculos. Me reclino en el sofá y me dejo envolver por él. El efecto de las pastillas hace que el dolor se disuelva y desaparezca.

—Me estás tomando el pelo, ¿verdad? Dime que me estás tomando el pelo, Thorkild.

—No, lo digo en serio. Es como oír las olas romper contra las rocas. Chisss... Puuu. Chissss... Puuuu.

—Esto es lo peor que he oído en la vida: Chisss... Puuu. Chisss... Puuu. ¿Puedo usarlo?

—Todo tuyo.

—Oye —empieza a decir Ulf justo cuando me disponía a colgar. Habla tan alto que altera el ambiente que se había creado—. Alguien quiere hablar contigo.

—¿Qué?

—Alguien a quien conoces. De antes.

Duda, finge que aún no ha decidido si de verdad debería decirme esto antes de que el grupo de responsabilidad al completo haya diseccionado el asunto.

—¿Quién?

—El tío de Frei —responde Ulf al final—, y su exmujer, Anniken Moritzen —añade.

—¿Arne Villmyr? —pregunto, y siento que el desasosiego se apodera de mí. Tengo la boca seca y la luz que se refleja en la colcha que está frente a la ventana me hace daño en los ojos—. ¿Por qué?

—No tiene que ver con Frei —me responde Ulf algo tenso, como si aún no estuviera seguro de lo que está haciendo—. Arne y su exmujer tienen un hijo...

—Arne es homosexual —lo interrumpo desafiante. No me gusta el cariz que está tomando la conversación, y el de­sasosiego, las ganas de colgar, la luz cegadora y los ruidos de la calle se vuelven cada vez más insoportables.

—Aun así —responde Ulf, tranquilo, sin darme una excusa para colgar—. El caso es que tiene una exmujer y un hijo.

—¿Y eso qué tiene que ver conmigo?

Cierro fuerte los ojos y giro la cara para dejar de ver la colcha y la luz que se cuela a través de ella.

—Si me dejaras terminar... —Ulf suspira y expulsa el humo con energía—. A ver, pues Anniken Moritzen es una de mis pacientes. Necesita... —Titubea de nuevo, le da una calada al cigarro y continúa—. Necesitan ayuda. Su hijo ha de-

saparecido.

—No soy detective privado.

—No, Dios nos libre. —Ulf suspira—. Pero Anniken es mi amiga y no sé cuánto puedo hacer por ella en esta situación. Además, Arne y tú tenéis un pasado en común del que de todas formas no podéis escapar y ahora ha pedido hablar contigo. Creo que se lo debes, ¿no?

El dolor me oprime la cara, los ojos, el cerebro.

—Por favor —gimo con los dientes apretados—. Hoy no. Ahora no.

—Habla con ellos. Escucha lo que tengan que decir.

—No me apetece.

Ulf suspira de nuevo.

—Has jugado tus cartas, Thorkild. Has tocado fondo y has vuelto a subir, transformado. —Ulf coge aire y apaga el cigarro. A medio fumar. Arruinado—. No dejes que ese piso se convierta en tu nueva celda. Necesitas salir, hablar con gente y descubrir quién quieres ser en esta nueva vida al otro lado de las rejas.

—Lo sé —susurro y me vuelvo a apoltronar en el sofá. Abro los ojos, fuerzo la mirada hacia la luz cegadora que brilla sobre la colcha de forro polar y la mantengo fija hasta que me lloran los ojos.

—¿Qué has dicho?

—Que lo sé.

—¿Seguro? —Ulf Solstad cambia el tono de voz a uno más terapéutico—. Vale —dice cuando ve que no le contesto. Ahora respira con más calma—. En tal caso, pásate luego y vemos también lo de tu dosis, ¿vale? ¿Te parece?

El tercer intento de fumarse el cigarrillo perfecto tendrá que hacerlo solo.

Bajo el faro

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