Читать книгу Bajo el faro - Heine T. Bakkeid - Страница 15
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Ya está oscuro fuera cuando el avión aterriza en el aeropuerto de Tromsø. Una fina capa de nieve fresca cubre el suelo. Cojo mi equipaje y salgo al aire frío para pedir un taxi. Quince minutos más tarde, mi hermana se me queda mirando, incrédula.
—¿Thorkild? —dice, y me envuelve con los brazos.
—Hola, Liz.
Su abrazo me reconforta y, cuando intenta separarse, me resisto a soltarla.
—¿Estás bien?
Me acaricia la mejilla con un dedo rechoncho mientras me examina con sus ojos redondos.
—Súper —respondo.
—¿Cuándo te soltaron?
—Hace un par de días.
—¿Qué estás haciendo aquí?
—Un caso.
—¿Un caso? ¿Has vuelto a la policía?
—No.
—Pe... pero —tartamudea y sacude la cabeza, confusa.
—¿No me dejas pasar?
—Claro que sí. —Liz me conduce hacia el pasillo, y allí nos quedamos mirándonos sin decir nada. Está mayor y parece cansada. En verano cumplirá cincuenta años, pero aparenta más. Tiene los ojos hinchados, como si hubiera estado llorando, las manos rudas y gruesas, y un poco de sobrepeso. A los dos se nos nota el paso de los años—. Pareces triste, Thorkild.
—No te preocupes por eso. ¿Cómo estás tú?
Se aleja un poco.
—Yo estoy muy bien.
—¿Te sigue pegando?
—Thorkild, prométeme que no...
Veo cómo aumenta la desesperación en su mirada mientras siento que algo me quema por dentro.
—Solo te he preguntado si tu marido te sigue pegando. Por los moratones que tienes en el cuello y en el brazo, parece que ha llevado ese pasatiempo un poco más lejos.
—No puedo hacer esto. Arvid y yo estamos muy bien ahora, así que no vengas a estropearlo. No quiero... No lo voy a permitir.
Sacudo la cabeza y entro en el salón con los zapatos puestos.
—¿Dónde está?
—¡Thorkild! —exclama ella con la voz temblorosa e histérica que ha adquirido después de años de convivencia con un camionero violento que no es capaz de quitarle las manos de encima, en el peor sentido del término.
Oigo crujir el suelo en la planta de arriba y subo los escalones de tres en tres hasta llegar a la puerta del dormitorio. Arvid se incorpora en la cama con la espalda encorvada. Sus ojos esquivos se esconden tras una maraña de pelo oscuro y sucio.
—¿Qué coño haces aquí? —pregunta antes de que me acerque y le dé una patada en la cara.
Arvid cae de espaldas, rueda de la cama al suelo y se queda ahí tumbado, con la cabeza escondida bajo la mesita de noche.
Un segundo después, Liz entra con paso pesado en la habitación y me empieza a tirar de la chaqueta, mientras grita y se lamenta.
—¿Qué has hecho? ¡¿Qué has hecho?!
Arvid se pone al fin en pie, con una mano sobre la oreja. Clava la mirada en Liz.
—¿Lo ves? Mira lo que has hecho. Este hijo de puta es peligroso, siempre lo he dicho. Es un monstruo, ¿te enteras?
Escupe sangre y se seca los puños en el chaleco.
Liz me suelta y se va corriendo hacia su marido. Le acaricia la cara mientras susurra palabras tranquilizadoras.
Arvid le aparta la mano de un golpe y se acerca hacia mí.
—Me parece que vas a tener que andar con mucho cuidado si no quieres que te denuncie y te vuelvan a encerrar. Lo sabes, ¿verdad, puto asesino de mierda? —gruñe al pasar—. Y si vuelves a pasar por aquí, tendrás que atenerte a las consecuencias.
Me da un codazo al pasar y se va dando un portazo.
—¿De verdad que esta es la vida que quieres, Liz?
Liz saca café y pasteles y nos sentamos juntos en el sofá del salón, que está igual que la última vez que estuve aquí. Lo único nuevo es un sillón de cuero negro que hay frente al televisor. De Arvid, sin duda.
—No es como tú te lo imaginas. —Liz me mira y decide desviar la conversación hacia otros derroteros—. ¿Has hablado con mamá desde que está fuera? Siempre pregunta por ti cuando la llamo.
—Aún no he tenido tiempo.
—Dicen que ha empeorado. —Liz mira al plato de café—. Si el vuelo a Oslo no fuera tan caro... Y ahora que Arvid está incapacitado...
—¿Y papá?
—Ahí sigue. Lo vi en las noticias hace un tiempo. Algo que ver con la construcción de una nueva fábrica de aluminio en Islandia. Decían que dirige un nuevo grupo de defensa del medio ambiente. Una especie de grupo guerrillero. Se hacen llamar Kæfa Ísland, al parecer.
Me río al imaginarme los ojos brillantes y el pelo plateado del hombre que grita de euforia cada vez que la policía intenta echarlos a él y a su grupo de otra fábrica, otra manifestación contra las fuerzas del capital en nuestra isla.
—Las cosas nunca cambian.
—Me recuerdas a él —dice Liz, y me barre con la mirada las cicatrices de la mejilla. Después me vuelve a mirar a los ojos—. Es casi como si lo estuviera viendo a él, tal y como lo recuerdo cuando éramos pequeños. —Le da el hipo y su enorme cuerpo se hunde en el sofá—. Menos en el pelo, claro. ¿Por qué te lo cortas tanto?
—¿Cómo? —le pregunto inexpresivo, y veo cómo ese arranque de alegría que le había entrado se marchita y muere—. ¿En qué nos parecemos? ¿Te refieres a nuestra característica sustancia química? Ese óxido que emanamos y que ahoga y destruye todo lo que toca. ¿Es eso lo que ves?
—Thorkild, no me refería a eso, ya lo sabes. Ya sé que tú nunca has querido... Que lo que ocurrió con... Que tú nunca...
—¿A qué te referías entonces?
—Yo solo... —Liz se estira para coger un pastel. Sus ojos vuelven a posarse en mi mejilla, en la cicatriz—. Tú que siempre fuiste tan guapo —exclama, y se tapa la cara con las manos.
—Venga, Liz —digo, y le pongo una mano en el brazo mientras intento forzar una sonrisa indolora—. No todos podemos ser tan guapos como tú cuando nos acercamos a los cincuenta.
—Ay, para, Thorkild —dice hipando, y me mira por entre los dedos—. No seas malo. No te burles de mí.
—¿Qué dices? —le replico, sacudiendo los brazos—. Va en serio.
Por fin se quita las manos de la cara.
—Oye —dice cuando acaba de comer y ya se ha limpiado los dedos en la pernera del pantalón—, no creo que te puedas quedar aquí.
—Relájate, Liz, no me voy a quedar —le aseguro—. Ya no tengo licencia y necesito ayuda para alquilar un coche.
—Para Arvid tampoco es fácil.
Liz clava la mirada en el plato vacío, como si buscara allí, entre las migas, las fuerzas para seguir con las mentiras que tiene que contarse a sí misma a diario para no hundirse.
Da igual cuántas patadas le dé al cerdo violento con el que está casada. Le seguirá pegando, y ella siempre recurrirá al platito de café en busca de fuerzas para continuar. Liz sigue pensando que todo es solo una fase por la que tienen que pasar y que, si ella deja de hacer todas esas cosas que lo obligan a pegarle, todo saldrá bien.