Читать книгу Bajo el faro - Heine T. Bakkeid - Страница 14
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Lo que me encuentro en el espejo por la mañana se parece a un horrible fantasma del inframundo. Un rostro de un tono cetrino y grisáceo por la falta de luz solar y de vitaminas, los ojos estrechos con ojeras de un lila azulado y los párpados hinchados y abiertos solo a medias.
Me lavo la cara y arrastro las yemas mojadas de los dedos por la cicatriz en forma de media luna que tengo al lado del ojo, y la sigo hasta llegar a la densa acumulación de piel de la mejilla. Acaricio cada cráter y cada surco. El dolor llega casi de inmediato.
—No puedo —le susurro a la cara del espejo mientras jugueteo con el pastillero en el que guardo la medicación de las mañanas—. Él tendría que saberlo. No estoy preparado.
Después de tomar las pastillas, me visto y me acerco a la ventana, corro la colcha de forro polar y miro hacia fuera: es uno de esos días, no brilla el sol, no llueve, todo es de color azul grisáceo, como si la luz del cielo no quisiera encenderse del todo.
Estoy a punto de dar media vuelta cuando veo a un hombre con casco, una camiseta y unos pantalones ajustados que se acerca en bici hacia la casa. Se detiene frente a la entrada, eleva la mirada hacia la ventana, donde estoy, y saca un móvil. Ulf Solstad es corpulento, mide cerca de un metro noventa y cinco y está casi calvo. En la parte trasera de la cabeza tiene un corro de pelo grueso y pelirrojo atado en una coleta, un peinado no muy diferente del que llevaban los antiguos samuráis japoneses.
Suelto la colcha y retrocedo hacia el sofá. Empieza a sonar el teléfono.
—Buenos días, Thorkild —dice Ulf sin aliento cuando por fin respondo—. Anniken Moritzen ha llamado hace un rato. Dice que acaba de recibir un mensaje tuyo.
—Sí. —Me hundo en el sofá e intento centrarme en el hormigueo que siento en la mejilla. Lo llevo hacia el terreno del dolor y dejo que tome el control por un segundo—. No puedo ir.
—¿Por qué?
—No es ninguna broma.
—¿Por qué?
—Arne dice que su hijo está muerto.
—En eso tiene razón.
—Ay, Dios. —Suspiro—. Y entonces, ¿qué coño esperan de mí?
—Esto lo hacemos por Anniken —responde Ulf con calma—. Un día encontrarán a su hijo, hinchado y espantoso después de haber pasado tanto tiempo en el mar, comido por los peces y los cangrejos. Pero sigue siendo su niño, ¿entiendes? Y ya te digo yo que nadie te prepara para enfrentarte a lo que está a punto de llegar. Tú conoces el lenguaje de la policía, las rutinas en este tipo de situaciones, y la evolución y el progreso de las cosas. Tal vez trate, más que nada, de demostrarse a sí misma que no se da por vencida. Nadie puede darse por vencido antes de tener la certeza, Thorkild. Antes de intentarlo todo. ¿No estás de acuerdo?
No digo nada. Me quedo sentado con el móvil en la mano, con la mirada fija en la colcha de forro polar que cuelga delante de la ventana.
—Baja, Thorkild —me apremia Ulf al ver que no le contesto.
—No. —Se me corta la voz y las lágrimas tratan de abrirse paso por los conductos rotos de mis lacrimales.
—Déjame entrar, anda, y subo yo.
—No quiero.
—No me voy de aquí hasta que bajes o me dejes entrar.
—No puedes hacer eso —replico enfurruñado, a falta de algo mejor que decir—. Tienes que ir a trabajar.
—Ya tenía pensado dedicarte toda la mañana de hoy —responde Ulf, aún sin perder la calma, sin encenderse un cigarro. Sin intención de rendirse.
—¡Joder! —Me levanto de un salto del sofá—. ¿Se puede ser más cabezota? No lo entiendo. O sea, ¿me tengo que ir a ese sitio a dar vueltas por toda la puta isla para buscar a un chaval que todo el mundo dice que está muerto, ahogado y desaparecido para siempre?
—Hay otro motivo por el que quiero que vayas allá arriba.
—¿Cuál?
—Elisabeth.
—¿Mi hermana? ¿Qué tiene ella que ver con esto?
—Nada.
—¿Entonces?
—¿Cuándo fue la última vez que la viste?
Me encojo de hombros.
—Quiero que hables con ella cuando estés allí.
—¿De qué?
—De ti. De lo que has pasado.
—¿Por qué?
—Plantéatelo como una parte necesaria de tu nueva vida, Thorkild. Ya no eres jefe de interrogatorios. Aquel hombre que recababa información ha muerto, despojado de su honor y su título. Ahora eres como los demás: alguien que comparte lo que sabe. Tiene que ser doloroso aceptarlo.
La falta de tacto del discurso pedagógico de Ulf puede ser un golpe muy duro para alguien con el ego frágil y baja autoestima. Por suerte para mí, mi ego está muerto y mi
autoestima se fue a otro sitio en el que le ofrecían mejores condiciones.
—Necesitas rodearte de personas responsables —prosigue Ulf—, pero también te vendría bien encontrar marcos de referencia saludables, fuera de tu círculo de terapia. Y la primera persona a quien quiero que incorporemos a ese modelo es tu hermana, Liz, que sé que te importa más de lo que eres capaz de reconocerte a ti mismo. Además, he estado pensando en lo que hablamos ayer, y te voy a hacer una receta de oxicodona para el viaje —añadió—. Así tendrás algo que te haga efecto rápido si lo necesitas. ¿Qué te parece?
Siento un hormigueo en el diafragma que me sube por la columna hasta la nuca, y al mismo tiempo comienzo a salivar.
—¿Cuántas?
—Las mismas que la última vez.
—¿Y qué pasa si tengo que estar allí más de una semana?
—Te mandaré una receta electrónica adondequiera que estés.
Apoyo el móvil en la mesa de la televisión y me aprieto los nudillos contra la boca. Se me ha pasado el dolor de la mejilla. Ha desaparecido en el único maldito momento en que lo necesitaba.
—¡Joder, joder, joder! —exclamo, mordiéndome el puño antes de tomar aire y volver a coger el teléfono. Vuelvo a abrir la ventana—. Vale —susurro en el auricular—, iré. Sube.
Ulf sigue al teléfono cuando abro a puerta de la calle. Asiente e irrumpe en el apartamento. Quita la colcha de la ventana y se tira en el sofá, que cruje bajo su peso.
—Bueno, bueno... ¿y cuándo te vas a Tromsø? ¿A las tres y media? Vale.
Chasquea los dedos y señala la cocina.
Me encojo de hombros.
—¿Qué?
—¡Un cenicero, coño! —Ulf se quita la mochila, busca la cartera y un paquete de Marlboro Gold, saca la visa y un cigarrillo que enciende con un movimiento brusco de la mano e inhala con fuerza—. Un billete de ida.
El aroma ácido del cigarro se me mete por la nariz y se me instala bajo la piel de las mejillas. Me voy la vuelta y voy al baño. Cojo el neceser y meto la maquinilla de afeitar, el pastillero y las cajas de medicamentos, junto con un cepillo de dientes y el resto de artículos de higiene. Después, salgo a la cocina para meter la cafetera y la radio de viaje en la maleta, mientras Ulf acaba de hablar por teléfono.
—¡Eh! —exclama Ulf, envuelto en una nube de humo en el sofá en cuanto ve la cafetera que estoy a punto de envolver en una toalla—. No la vas a necesitar. En el norte de Noruega también hay cafeteras.
—Me gusta la mía —protesto.
—No me jo... No, venga —dice con una mueca y haciéndome un gesto con la mano—, llévatela. Y llévate también unos rollos de papel higiénico, un cepillo para lavar la vajilla y un secador de zapatos. Qué más me dará a mí—. Dicho esto, retoma la conversación telefónica—. Sí, ¿hola? ¿Cuánto dice que cuesta?
Cuando da por terminada la conversación y se enciende otro cigarro, se vuelve hacia mí y asiente mientras aguanta el humo en los pulmones.
—¿Sabes qué? —dice cuando por fin lo expulsa—. Creo que, de hecho, te va a venir muy bien este viaje. Muy muy bien...