Читать книгу Bajo el faro - Heine T. Bakkeid - Страница 24
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—Eh, tú, ¿qué es rojo y hace blob, blob?
—¿Cómo?
—¿Que qué es rojo y hace blob, blob?
—Ay, Dios, ni idea. —Suspiro e intento librarme del pequeño ser y sus preguntas del infierno.
—Ja, ja. Pues un bloblob rojo, claro.
Abro los ojos del todo y veo que estoy tirado en medio del suelo de la cocina, parcialmente escondido bajo la mesa en la que Harvey y yo compartimos una botella de aguardiente la noche anterior. El niño a quien conocí ayer está sentado a mi lado, sonriendo. Veo los pies de Harvey junto a la cocina y de repente me llega el olor a café recién hecho.
—Bueno, pues ya se ha despertado también este tipo —dice Harvey y se agacha a mirar por debajo de la mesa.
—Mmm —gimo e intento levantarme.
—¿Por qué duermes en el suelo? —me pregunta el niño, que está a mi lado.
—No lo sé —le respondo, y me golpeo la cabeza contra el borde de la mesa al intentar ponerme en pie.
—Para ser detective privado no tienes mucho aguante con las bebidas de mayores.
Harvey coge una taza de café caliente que pone frente a mí en la mesa.
—Algún día —murmuro, y me agarro a una silla para levantarme—. Dame algo de tiempo.
El niño me mira y después mira a su padre.
—Papá, ¿se pilló un pedo ayer?
Harvey viene hacia mí y me ayuda a levantarme.
—Bueno, algo así —responde con una sonrisa.
—¿Qué hora es? —pregunto, y me quemo los labios con el café caliente.
—Casi las cinco y media de la mañana —responde Harvey—. Nos vamos en diez minutos.
Me retumba el cráneo por dentro; estoy congestionado, como si tuviera las vías respiratorias llenas de cemento, y la mejilla me duele una barbaridad.
—Hace un día horrible —comenta Harvey mientras se toma el café. Está sorprendentemente fresco y despejado si tenemos en cuenta la noche de ayer—. Te he preparado un conjunto de pantalones y camiseta interior de lana, y también un par de botas y un gorro. —Vuelve a sonreír—. Para el frío.
—Gracias.
Me estremezco al mirar por la ventana. Aún está oscuro. Solo un tímido rayo de luz que asoma tras las cimas más altas anuncia que está a punto de amanecer.
—No problem, man.
Harvey sirve el café en un cuenco. Doy un par de sorbos más antes de que el dolor en el diafragma y el malestar general que siento antes de tomar los medicamentos de la mañana me obliguen a ir al baño.
Lo que me encuentro en el espejo haría huir despavorido a cualquier ser del inframundo. Saco la dosis de la mañana del pastillero y me trago las pastillas con agua del grifo. Después me echo un poco de dentífrico infantil en el dedo índice en un intento desesperado de lavarme los dientes. El resto puede esperar. No tiene sentido detenerse en lo irreparable.
De camino al pasillo me vuelvo a encontrar con el niño.
—Eh, tú —dice, e imita la postura de su padre, con el torso inclinado sobre una cadera y los brazos cruzados sobre el pecho—. ¿Qué es rojo y hace blob, blob?
Lo miro desesperado y espero que mi mirada le haga darse cuenta de que está mal de la cabeza y tiene que marcharse, pero no parece que surta efecto. Así que me rindo y le contesto con una sonrisa.
—¿No será un bloblob rojo?
—¡No! Es una grosella con un motor fueraborda. Ja, ja, ja, ja.
En el exterior todo está gris oscuro. Hasta la casa parece haber perdido el color. En el jardín, en el tejado de una casa para pájaros, una urraca nos mira con la cabeza inclinada. Sale volando en cuanto Harvey abre la puerta de la camioneta con el mando. Arranca el motor y bajamos hacia los cobertizos que están al fondo de la bahía por el camino sinuoso que atraviesa el centro del pueblo.
El viento de ayer ha cesado, y fuera hace más frío. El aire corta y es difícil reprimir el impulso de toser al respirar. El dolor de la mejilla sigue ahí, latiendo, punzante y siempre presente. Además, ya va siendo hora de reconocer que se me ha destrozado el sistema digestivo, y que los dolores de estómago que sufro desde hace tiempo no desaparecerán por sí solos.
—Te iré a buscar en cuanto acabe en el criadero —dice Harvey.
—Vale —le respondo, y veo a un hombre mayor en una lancha hinchable que viene de camino hacia la bahía. En cuanto llega, sale de un salto y arrastra la barca por la orilla.
—¿Te ayudo, Johannes?
Harvey se acerca al hombre, que sacude la cabeza y saca una caja llena de pescado y se pone limpiarlo en las rocas.
—Aquí tengo un detective privado —anuncia Harvey, apoyado contra el barco mientras Johannes abre un bacalao y le arranca las tripas. Las gaviotas sobrevuelan el secadero de pescado que está junto al cobertizo.
—Ha venido a buscar al danés que vivía en el faro.
Johannes vuelve a mirarme de reojo y luego sacude la cabeza y tira las tripas al mar. Una gaviota levanta el vuelo y planea hacia nosotros.
—El danés está muerto.
—Sí, pero... —dice Harvey antes de que lo interrumpa Johannes, que ha vuelto a guardar el bacalao limpio en la caja, de la que ha sacado otro.
—Mira... —Johannes aprieta los labios y parece que se esté mordiendo los carrillos por dentro—. Draugen sur-
ca las olas en esta época del año. Estamos esperando mal tiempo.
Abre los peces con un cuchillo, les saca los intestinos y los tira al mar.
—Cuida a este sureño. Acuérdate de lo que pasó con el arrastrero ruso la última vez que hubo tormenta.
—No es un sureño —repone Harvey con una risotada—. Es islandés.
—Ya, bueno. —Johannes saca otra caja de pescado de
la barca y la apoya entre las rocas que hay entre nosotros—. ¿Y qué diferencia hay? —pregunta, y se pone en cuclillas para seguir limpiando el pescado mientras nosotros volvemos a los cobertizos.
—¿Quién es Draugen? —pregunto mientras surcamos las olas en la RIB de Harvey de camino al faro. El viento ha empezado a soplar con más fuerza y me agarro a una soga para sujetarme bien.
—¿No has oído hablar del espíritu que navega en una barca rota por el medio, vestido con una capa de piel, que anuncia que alguien va a morir?
—Parece un tipo simpático —murmuro, y me calo más el gorro—. ¿No será el hermano mayor y más despreocupado de Johannes?
—El mar nos da unas cosas y nos quita otras. Aquí las supersticiones se tienen muy presentes cuando las tormentas son tan fuertes. Hay muchas cosas entre el cielo y la tierra, Thorkild Aske. Sobre todo aquí en el norte. ¿No tenéis leyendas parecidas en Islandia?
—Claro que sí.
Harvey reduce la velocidad del barco y se vuelve hacia mí.
—¿Crees en los fantasmas, Thorkild?
—¿Fantasmas?
—Apariciones, almas muertas que se pasean entre nosotros y todo eso.
—Yo... —empiezo a decir, pero me callo. Me quedo sentado un instante, sin moverme, sintiendo el frío y el viento en la cara.
—Recuerdo cuando era pequeño... —dice Harvey y para la lancha, que ahora se mece al compás del mar agitado—. En el bosque que rodeaba nuestra casa de Minnesota se oía el llanto de unos niños. En invierno, cuando se congelaban los lagos y los pantanos, podíamos oírlo. Un amargo sollozo infantil como un eco por entre las ramas de los árboles, cuando la escarcha cubría el suelo del bosque. Se me ponían los pelos de punta, en serio.
—Normal —murmuro mientras miro inquieto la superficie fría y oscura del mar.
—Más adelante drenaron dos de los lagos más pequeños para construir más cabañas. Los obreros encontraron el cadáver de un niño en el fondo de uno de ellos, y dijeron que llevaba allí más de cien años. Después de eso, el bosque quedó en silencio. ¿Cómo se explica eso?
—No lo sé.
Miro al cielo. Las nubes negras se deslizan desde el mar. Frente a nosotros están el faro y los edificios del islote. En un montículo veo una estatua: un cuadrado con un círculo encima colocado encima de una roca. Alrededor del cuadrado alguien ha colgado unas lanas que se mecen suavemente con el viento.
Harvey vuelve a arrancar el motor y señala al muelle, que ha aparecido entre la niebla gris.
—Es parte de una serie de obras de arte contemporáneo que el municipio hizo traer de la ciudad hace unos años. Un francés vino y la puso aquí un verano. Después volvió a desaparecer.
—¿Has venido mucho por aquí?
—No. Este lugar llevaba vacío desde los años ochenta. Vine un par de veces cuando se mudó el danés, pero eso es todo.
—¿Cómo era él?
—Un buen carpintero —responde Harvey—. La primera vez que lo vi fue una noche en que yo volvía del criadero. Estaba en el muelle, tratando de subir esas ventanas del demonio que llevaba a la espalda hasta el edificio principal, de una en una. Eran ventanas de triple cristal, a prueba de heladas y vete a saber cuántas cosas más. Pesaban un huevo. Debieron de costarle una fortuna. Lo ayudé a llevarlas al bar. Fantastic. Al chaval no le faltaba ambición.
—¿Cuándo lo viste por última vez?
—Unos días antes de que desapareciera —responde Harvey, y se acaricia la barba de tres días—. Me lo encontré en el videoclub. Me preguntó qué tipo de cemento había usado para hacer los pesos del criadero. Creo que quería anclar mejor el muelle.
Veo cómo las olas sacuden el muelle que tenemos delante. Varios de los pilares parecen estar podridos y toda la construcción se mece en el agua. Algunos de los pilares externos se han desprendido como mondadientes negros a merced del mar.
Harvey mira al cielo y sacude la cabeza.
—Esto no pinta bien —observa—. No pinta nada bien.
Las nubes están a punto de cerrarse como una tapadera sobre una olla y parece que se vuelve a hacer de noche, aunque el día no ha hecho más que empezar. La lancha cruje cuando golpea las correas de goma que cuelgan de la parte más larga del muelle.
Noto que se me encoge el estómago cuando salgo de la embarcación a tierra firme. Siento que me mareo y agarro con más fuerza la mochila mientras busco algo a lo que aferrarme. De repente empieza a nevar: unos copos grandes y gruesos caen flotando de las oscuras nubes y se derriten al caer al suelo.
—Parece que Johannes tenía razón —comenta Harvey, y saca la lancha de la bahía bajo la nieve, que cada vez cae con más fuerza.
—¿En qué?
—En que se avecina una tormenta.
Harvey dice algo más, pero con el viento y la vibración del motor sus palabras se escapan en otra dirección. Al cabo de un momento, la lancha desaparece con un rugido.
Me agarro más fuerte a la mochila y emprendo la marcha hacia la casa, con la cabeza inclinada por el viento.