Читать книгу Bajo el faro - Heine T. Bakkeid - Страница 21

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Me subo con Harvey a su camioneta. Lo he convencido para que me deje quedarme a dormir en su casa hasta que vayamos al faro a la mañana siguiente. De ese modo me ahorraré los quince kilómetros y los dos viajes en ferri desde el hotel en Tromsø. Su casa es un edificio nuevo con vistas al fiordo y al faro.

Entramos y nos sentamos a la mesa, en la cocina. Harvey trae dos tazas de café, llenas hasta la mitad. A nuestro alrededor corretea su esposa tras su hijo de unos seis años al que intenta vestir en movimiento.

—Nos vamos —dice ella, y se lleva al niño a la entrada, donde intenta ponerse la chaqueta con una sola mano.

—Ven aquí. —Cuando se acerca hacia nosotros, Harvey tira de ella, la sienta sobre su regazo y le besa el pelo—. Este es Thorkild Aske, expolicía. Ha venido a buscar al danés. —Harvey la vuelve a besar—. Y esta es mi querida esposa, Merethe.

Merethe se levanta del regazo de Harvey y me estrecha la mano.

—Hola —le digo, y me esfuerzo por sonreír con los dos lados de la boca al mismo tiempo.

—Hola, Thorkild —dice ella, y después me suelta la mano y vuelve al pasillo, donde el niño está lanzando zapatos a su alrededor mientras imita el ruido de una escopeta.

—Merethe es terapeuta ocupacional en el centro social y residencia. Yoga para la tercera edad, sanación, terapia con cristales y cosas por el estilo. Pronto será famosa, ¿verdad, cariño?

—¿Qué? —exclama Merethe desde el pasillo.

—Que dentro de poco te harás famosa —responde Harvey—. Ven aquí, mira a Thorkild. Seguro que encuentras algún espíritu merodeando a su alrededor.

Merethe se levanta con las manos llenas de zapatos y le tira uno a Harvey.

—Ahora no, Harvey. ¿No ves que llego tarde?

Harvey se vuelve hacia mí cuando su mujer sale corriendo por la puerta, seguida de su hijo.

—Siempre tiene cierto desequilibrio espiritual en este momento del ciclo —dice con una carcajada, y se golpea las rodillas.

—¿Por qué se va a hacer famosa?

—Porque es clarividente —responde Harvey—. Va a salir en la próxima temporada de El poder de los espíritus; no sé si conoces ese programa. Van a empezar a grabarlo en enero. Va a salir en cuatro episodios, en un principio. Una pasada, ¿no?

—No veo tanto la tele como debería —le digo a Harvey, que se levanta de golpe y baja al sótano. Cuando vuelve, trae una botella que pone en la mesa.

—No tienes pinta de decir que no a un chorrito de licor. —Abre la botella y diluye el café con el líquido transparente—. ¿Tomáis karsk en tu tierra?

—Sí, en Islandia también se toma karsk, aunque no son tan generosos con el café.

Harvey se ríe y nos quedamos allí bebiendo en silencio mientras por la ventana de la cocina miramos el mar y la noche polar que está a punto de cernirse sobre el paisaje.

—¿Cómo habría sido mi vida si no fuera padre? —se pregunta Harvey por fin—. ¿Tienes hijos?

—No.

—¿Estás casado?

—Lo estuve hace mucho.

—¿Qué pasó?

—Elegimos destinos distintos. Yo, Estados Unidos. Ella, Gunnar.

—¿Gunnar?

—Gunnar Ore. Mi antiguo jefe en la Oficina de Investigación de Asuntos Policiales.

—Joder, tío, eso no se hace.

Me encojo de hombros.

—No estábamos bien.

—¿Por eso te hiciste investigador privado?

—Algo así —respondo cansado. Veo el faro que se alza sobre el islote en la penumbra. Todo está gris. No falta mucho para que se lo trague del negro azulado de la oscuridad.

—Harvey Nielsen —le digo tras una pausa—. ¿Es un nombre de aquí del norte?

—Absolutely —me responde Harvey, riendo—. Mis antepasados emigraron a Minnesota en 1913. Mi bisabuelo volvió años más tarde, durante la Primera Guerra Mundial, y murió gaseado al norte de Francia.

—¿Y tú? ¿Cómo volviste a la tierra prometida?

—Después de la universidad me puse a trabajar en un barco pesquero y por casualidad acabé en Tromsø, donde conocí a Merethe, que trabajaba en un pub en la ciudad.

—¿Y te pusiste a criar mejillones?

—Entre otras cosas. La familia de Merethe tenía una pequeña explotación ganadera y nos ocupamos de las ovejas hasta que casi por casualidad me apunté a un curso de cría de mejillones a principios de los años dos mil. Pedí una ayuda al Fondo Estatal de Alimentación y Desarrollo Regional y me puse en marcha. Empecé poco a poco y con materiales sencillos: flotadores, redes de pesca viejas, piezas de tractor, cuerdas y pesas de cemento hechas a mano. La batea también la construí yo mismo. La mayoría de los criaderos se hunden en los primeros años, pero nosotros resistimos, mantuvimos la respiración y salimos por el otro lado. Cambiados —dice Harvey con una sonrisa—. Y en mayo de este año suministramos siete toneladas de mejillones. El año que viene esperamos llegar a las diez.

—¿Dónde está el criadero?

—En la bahía del norte de la isla, donde la familia de Merethe tenía la granja antes de que cerrara. Continuamos el negocio un tiempo después de que sus padres se mudaran a la residencia y lo mantuvimos en marcha unos años, pero las pequeñas explotaciones agropecuarias no dan dinero, solo trabajo y calamidades.

—¿Echas de menos Estados Unidos?

—No —responde Harvey—. Not at all. Allí no me sentía en casa. Lo sabía desde pequeño. El mar se lleva en la sangre, ¿sabes? Te empuja a coger los remos y te atrae hacia él. —Harvey apoya la taza en la mesa y mira por la ventana. Las farolas brillan en la fría oscuridad otoñal—. No podría marcharme de este lugar. Nunca.

Noto que el alcohol me empieza a afectar al equilibro y que un intenso calor que llevaba tiempo sin sentir se me extiende por el cuerpo.

—Has dicho que te fuiste a Estados Unidos. —Harvey me mira con sus ojos de color gris cristalino—. ¿Qué hiciste allí?

—Desarrollo profesional —le respondo—. O tal vez fuera para alejarme de un matrimonio tormentoso. Es difícil acordarse ahora que ya ha pasado todo.

Harvey levanta la taza para brindar en silencio.

—Amén. —Da un trago y apoya la taza en la mesa sin dejar de mirarme fijamente con media sonrisa— Entonces, ¿por qué te fuiste? —me pregunta al fin.

—Aquí las autoridades llevan a cabo una técnica estandarizada de interrogatorio que se llama KREATIV —le digo.

—¿En qué consiste?

—El método KREATIV se centra en la confesión libre. El objetivo del interrogatorio no tiene por qué ser la confesión del imputado, sino reducir las posibilidades de que maquine excusas o estrategias en el proceso. En Miami había una oportunidad única de aprender técnicas de interrogatorio más avanzadas y psicología de la investigación nada menos que de mano del doctor Titus Ohlenborg.

—¿Quién es ese?

—¿Has oído hablar de KUBARK?

—Nope.

—KUBARK era un compendio de siete manuales de tortura para la formación de los agentes especiales de la CIA, el ejército y otras unidades especiales. El primero se publicó en 1963, durante la Guerra Fría. Uno de ellos era una herramienta de formación para interrogadores que se dedicaban al contraespionaje, y venía con una serie de técnicas dirigidas a doblegar a todo tipo de personas, desde carceleros hasta refugiados, agentes provocadores, agentes y agentes dobles para ver si eran de fiar o no. Ese manual lo escribió justo mi amigo, el doctor.

—¿Rollos de espías? ¿En serio? —exclama Harvey con los ojos en blanco y una sonrisa de medio lado—. Nunca me lo habría imaginado.

Me encojo de hombros.

—Ohlenborg es psicólogo de formación y, antes de trabajar para la CIA, comenzó su carrera profesional estudiando la interacción entre la gente y los edificios. Ahora imparte clases en organismos oficiales de investigación y también en empresas de seguridad privadas como Blackwater, DynCorp y Triple Canopy.

—Y a policías noruegos.

Asiento, y le pido con un gesto que me rellene la taza.

—El problema de los manuales como KUBARK y métodos europeos más recientes como KREATIV siempre es el mismo.

—¿Y cuál es? —Harvey agarra la botella, se incorpora a medias y me sirve un poco más.

—¿Cómo interrogas a alguien que sabe tanto como tú?, ¿a alguien que tal vez haya recibido la misma formación que tú?

Pone la botella en el suelo y se apoltrona otra vez en la silla.

—Entiendo —dice, y asiente con energía—. ¿Cómo vas a conseguir que confiese uno de los tuyos?

—Eso es. Lo que hace especial a Ohlenborg es que se ha pasado años viajando por cárceles de Estados Unidos entrevistando a policías locales y federales que cumplen condena por todo tipo de delitos, desde robos hasta tráfico de drogas, pasando por asesinatos por encargo, violaciones y asesinatos en serie.

—Los polis se pasan al lado oscuro —apostilla Harvey, doblado de la risa—. Vaya mundo.

—Las organizaciones de inteligencia, los militares y la policía se enfrentan a los mismos retos en un interrogatorio con uno de los suyos. Se trata de gente que ha llevado a cabo cientos, tal vez miles de interrogatorios a lo largo de su vida profesional, que conoce los métodos y que incluso puede haberlos perfeccionado con el paso de los años justo pensando en el día en el que los arresten y tengan que arriesgarlo todo.

—¿Y cómo os las arregláis para que confiesen?

—Las vivencias personales, la práctica y la confianza en las propias capacidades son básicas para cualquier interrogatorio. Pero lo que se aprende al cabo de un tiempo es que incluso esos hombres, aunque sean muy buenos y sepan seguir la rutina del juego, aunque tengan mucha experiencia en la vida, tienen una humanidad que no consiguen disimular. Eso es lo fundamental.

—You lost me, mate. Ahí me he perdido, tío. —Harvey sacude la cabeza y entorna los ojos.

—A todos nos gobiernan los hilos primarios de nuestro registro emocional. La diferencia es qué ocurre con cada uno de nosotros cuando alguien mueve esos hilos —respondo, mientras hago girar la taza entre las manos y miro fijamente los posos—. Al cabo de nueve meses de viaje, el doctor Ohlenborg se puso enfermo y tuvo que empezar un tratamiento integral de radioterapia para un tumor cerebral, y yo regresé a Bergen, a la Oficina de Investigación de Asuntos Policiales.

—Entonces, ¿por qué has dejado la policía?

—Esa historia habrá que dejarla para otra ocasión.

La lluvia se ha congelado fuera, convertida en una granizada que golpea la ventana de la cocina y luego rebota hacia la oscuridad.

—Has dicho que te han contratado los padres del danés —dice Harvey al final.

Asiento.

—¿Para qué?

—No estoy muy seguro —respondo—. Buscar. La esperanza se puede comprar.

—¿La esperanza?

—Mientras me paguen, buscaré. Mientras busque..., mantienen la esperanza de que pueda encontrar algo.

—¿Algo como qué?

—Una llave mágica que haga retroceder el tiempo.

Miro el fondo de la taza de café, como si buscara algo en ella mientras Harvey me la rellena. Los vapores del alcohol se me cuelan por la nariz y me hacen entrar en calor, me suben por los lacrimales y se condensan en nubes que se empujan entre ellas en algún lugar situado en lo más recóndito de mi cabeza. Asiento, abro la boca y bebo. A grandes sorbos.

—¿Y cuándo crees que la encontrarás? —me pregunta Harvey medio en broma, medio en serio, mientras me mira—. ¿Encontrarás esa llave?

—Nunca —respondo, y me echo a reír.

Bajo el faro

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