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HAYDEN

( En la actualidad , 11 de d iciembre de 201 8 )

La atronadora voz de Maximillien, gritando que habían lanzado una granada y que todo acabaría hecho pedazos, lo atestaba todo.

Cercenaba sus pensamientos, haciendo de su subconsciente un hervidero de muertes, explosiones y ríos de sangre que lamían la tierra pálida. Los recuerdos lo perseguían en sueños, ya que durante el día no se permitía abrir el cajón donde los almacenaba.

Aquella pesadilla horrible era tan recurrente como muchas otras.

Hayden Brock se despertó con un grito entre los labios y todo el cuerpo perlado de sudor. Se pasó una mano por la cara al darse cuenta que ya no estaba en Oriente Medio, sino en la cabaña que había comprado a las orillas del Serene Lake.

Ni siquiera reconociendo su dormitorio pudo calmar su alocado corazón. Buscó a sus perros con la mirada: estaban a los pies de la cama, mirándolo. Sus ojos castaños parecían preocupados, pero Hayden no sabría decir hasta qué punto estaba teniendo alucinaciones causadas por el mal sueño.

Las secuelas de un soldado que ha ido a la guerra y regresado no suelen mencionarse cuando se habla de héroes. Aunque Hayden debía estar agradecido por haber corrido distinta suerte que muchos de sus compañeros.

Gibbs y sus hombres habían muerto cuando el Jeep que conducía voló por los aires; aquella bomba había sido letal y demasiado certera para un grupo que actuaba en secreto.

Su buen amigo Reed había perdido una pierna y la mano del mismo costado por culpa de una mina.

Hayden estaba vivo. Había estado a punto de morir en una emboscada, pero tanto su equipo como él habían salido con vida. Heridos, pero vivos y sin ninguna amputación de miembros.

Había sido un milagro.

Tan solo le había quedado una leve cojera que no le impedía hacer vida normal, gracias a incontables sesiones de fisioterapia. Las cicatrices que cubrían su cuerpo le pasaban desapercibidas al mirarse al espejo, eran como tatuajes invisibles a sus ojos.

La guerra te arrebataba más de lo que creías, ni siquiera todas las películas y libros bélicos existentes preparaban para lo que estaban a punto de vivir. Ningún entrenamiento previo ayudaba a crear una coraza que te permitiese ser tú mismo cuando te licencias.

Por ello no solía pensar demasiado en ellos porque le dolía el corazón al hacerlo.

Apenas contestaba las llamadas y los mensajes de Gavin, pues no osaba revivir todo lo que experimentó en el campo de batalla.

Hizo cincuenta flexiones y cincuenta abdominales, pero ni ejercitándose lograba borrar aquella explosión de su cabeza. Martilleaba sus sienes y sus oídos pitaban como si volviera estar en aquel terreno, vencido y aturdido por la granada.

Fue hasta el cuarto de baño y se dio una ducha de agua caliente. Durante sus misiones no era habitual disfrutar de semejante lujo y desde su regreso a Estados Unidos no se había privado de ese pequeño capricho cada mañana.

Se apoyó en las baldosas, cerró los ojos y dejó que el agua le golpease los hombros y le relajase los músculos agarrotados del cuello. Por el desagüe se perdieron sus turbaciones, todos los malos recuerdos. El sudor se borró de su cuerpo, pero el jabón no arrastró con su espuma aquella sensación que todavía le quemaba el estómago.

No obstante, pese al malestar, nunca maldeciría el día que había decidido alistarse y ser un hombre de provecho. Haber formado parte de algo tan grande como los Delta Force era un honor y un privilegio.

Se preparó un café y unas tostadas mientras la pierna se le quejaba, la había cargado demasiado entrenándose.

Un flashback lo golpeó. No era habitual que los recuerdos lo asaltasen durante el día, pero esa mañana aún tenía la pesadilla muy fresca, muy viva. Era el aniversario de la muerte de Gibbs y no había necesitado mirar ningún calendario para saberlo a ciencia cierta.

Sin embargo, no fue eso lo que recordó.

—Esto está asqueroso —Gavin escupió e l café al suelo y se pasó la mano por la boca—. Es agua sucia, no sé cómo pueden decir que sabe a café.

—Cojones, Gavin —el cabeza de la unidad se carcajeó . E ra un veterano y todos agradecían su experiencia, les daba seguridad a la hora de entrar en acción—. No sabía que me habían traído una nena para combatir.

—Con todos mis respetos, señor…

—Sé un hombre y tómate una buena taza de café, muchacho. Hoy va a ser un día largo.

Aquel había sido el primero de muchos desayunos rápidos, donde apenas tomaban aquel café aguado que no sabía a nada y que tampoco les daba la motivación suficiente para contrarrestar las pocas horas de sueño que llevaban encima.

Salió a pasear con sus perros como hacía a diario. Caminar le ayudaba a no perder musculatura en la pierna y despejaba su cabeza embotada.

Sonrió cuando el perro más joven ladró y desenterró su palo favorito. Sugar era un precioso labrador color arena que había encontrado un día en la carretera.

Había tenido que salir a comprar con urgencia y al regresar a casa, se había encontrado bajo la lluvia a un cachorro de pocos meses en medio de la calzada. Sin chip y sin dueño aparente, Hayden lo había adoptado.

Rick era un pastor alemán que había servido durante dos años a la policía, pero lo habían jubilado antes de tiempo porque había perdido la audición de un oído. Lo había adoptado antes que a Sugar y había aceptado sin problemas tener un amigo de juegos.

La compañía se agradecía, porque los animales no juzgaban su malhumor ni se molestaban en entender sus inquietudes. Solo le apoyaban. Eran fieles, leales, de corazón puro. Ningún humano podría entregar el amor incondicional que un animal podía llegar a dar.

Les lanzó palos y piedras y les acarició los lomos como recompensa cuando los traían de vuelta. Eran chuchos inteligentes, entendían cada palabra que pronunciaba y acataban sus órdenes, aunque no fueran verbales.

Suspiró cuando Rick echó a correr hacia la cabaña, de la que se había alejado bastante. Se habían adentrado en el bosque para que el terreno no fuera tan húmedo. A veces solía a corretear, y Hayden le dejaba hacer. Era normal que quisiera huir y tener sus momentos a solas, él también los necesitaba.

La soledad era un gran amigo a la par que un pésimo aliado. Podía ayudarte a ordenar tus pensamientos cuando necesitabas mantener la calma y la cabeza fría, pero también te obligaba a cargar con un gran peso sobre tus hombros sin ayuda. Hayden la apreciaba a la par que la odiaba, aunque no tenía intención de cambiar su forma de vida.

Había intentado compartir piso con un viejo amigo de la infancia cuando había regresado, pero Hayden hizo de su vida en un infierno y Martin no merecía un compañero lunático que siempre estaba a la defensiva.

Le había tomado dos semanas entender que era una amenaza. Sus pesadillas lo hacían levantarse agresivo y enrabiado, así que había decidido no alquilar la cabaña donde había veraneado un año, antes de alistarse en el ejército. Era de su tía, que al morir, había pasado a Hayden. La había convertido en su hogar. Ahora tenía una indecente cantidad de dinero en el banco, su tía Clementine le había dejado en herencia una desorbitada fortuna.

Llevaba un año viviendo como un ermitaño.

Consultó el reloj de pulsera. Rick nunca tardaba tanto en regresar.

Silbó una vez. Aunque al animal tenía un oído débil, era capaz de escuchar su reclamo a bastante distancia. Era un ejemplar magnífico…

Que llegó después del segundo silbido.

—¿Dónde te habías metido, chico? —le palmeó el hocico y le peinó el pelaje de las mejillas.

Era curioso. El día anterior Rick había hecho exactamente lo mismo. Volvió a mirar el reloj y se dio cuenta que había sido también, más o menos, a esa hora.

¿Qué habría cerca de la cabaña que llamaba tanto la atención del perro?

Cuando volvían, Hayden no veía nada fuera de lo normal. Solo quietud y un mundo detenido en el tiempo, que solo se doblegaba ante el viento.

Decidió regresar. Si hubiera algún intruso en su propiedad, Rick no se hubiera quedado tan tranquilo junto a él: ladraría hasta hacerle comprender que algo iba mal. Por no decir que Hayden hubiera notado algo fuera de lugar el día anterior, en caso de que fuese un ladrón que observaba su cabaña para decidir cuándo entrar a robar.

Aun así, se quedaba más tranquilo acortando la caminata y volviendo a casa.

Se quedó quieto, como si sus piernas ahora fueran rocas, cuando todo el lago quedó a su vista.

La ribera no era suya, ni mucho menos, aunque él bien se había tomado la libertad de fabricar un muelle que iba desde su patio hasta el Serene Lake y se adentraba unos metros en sus aguas.

Tampoco le molestaba que unos pocos turistas fueran hasta allí para darse un chapuzón. Simplemente se sorprendió de ver a una mujer sentada en la arena gris.

No era habitual que la zona recibiera visitas.

Serene Lake estaba en medio de la nada en el estado de Wyoming. Era un paisaje virgen que contaba con pocas edificaciones a su alrededor: unas cinco casas en un quilómetro a la redonda y dos cabañas, cada una en un extremo opuesto. La civilización era un pequeño pueblo de tres mil habitantes que quedaba a unos diez minutos en coche hacia el sur, pero Serenata tampoco se ubicaba en los mapas.

La tranquilidad que ofrecía era el motivo por el cual Hayden se había refugiado allí.

En la ciudad cualquier sonido, por simple que fuera, le hacía recordar a disparos y estallidos y había decidido dejar atrás la guerra de una vez por todas.

Dominó a los perros con un movimiento de mano que dejaba claro que él era el alfa de la manada y que debían mantenerse a raya. No sabía por qué, pero estaban ansiosos por lanzarse sobre aquella mujer en busca de caricias.

Se acercó por la arena mientras examinaba a la chica que jugaba con la tierra con aire pensativo.

La conocía. Tardó apenas unos segundos en ubicarla en sus recuerdos y en su vida.

Su corazón se paralizó. Todas sus terminaciones nerviosas empezaron a palpitar, tenían vida propia.

¿Era ella?

Parecía un sueño, una mera aparición.

Estaba envuelta en un halo de tristeza y misterio.

No había podido olvidarla. Su pureza lo había acompañado en cada misión y le había salvado del abismo cada vez que se había visto las caras con la muerte. Había sido indigno pensándola con tanta frecuencia, pero Gibbs le había dicho que, cuando uno vive en un constante horror, necesita de un amuleto, de un bello motivo, para mantenerse cuerdo.

Sin duda, Winter Lane ya no era la chiquilla de quince años que había pasado el verano con su hermano mayor en Serene Lake.

Pese la distancia y tenerla de perfil, Hayden podía adivinar cómo su rostro se había alargado y sus curvas eran las de toda una mujer adulta. Su pelo lucía algo más corto y ondulado. Era más rubio que en su memoria.

Joder, realmente era ella.

Se quedó a su espalda.

—¿Winter? —no supo cómo se atrevía a preguntarlo. Ella se quedó rígida pero no se volvió—. Eres Winter Lane, ¿verdad?

Después de varios segundos, que a él se le antojaron décadas, la mujer se giró por fin. Lo hizo recolocándose la chaqueta larga de lana que pendía de sus hombros y la protegía del frío.

La usaba de escudo, apreció Hayden.

Era ella, no se había equivocado.

Sin embargo, Hayden quiso gritar y maldijo a quien fuera que había aniquilado la esencia de aquella criatura que tanto bien le había hecho al conocerla.

El invierno vivía ahora en su rostro. Sus ojos, que capturaban todos los colores posibles en un ser humano, estaban tristes. Eran tan fríos…

Estaba tan sorprendido que dejó caer la mano que mantenía tensa junto al cuerpo. Los perros entendieron que levantaba la orden de quedarse tras él y fueron trotando hacia Winter.

—Diablos —refunfuñó. Silbó, pero los perros ya estaban saltando junto a ella y reclamando sus atenciones—. ¡Rick! ¡Sugar!

Lo ignoraron, por primera vez desde que era su dueño no le hicieron caso alguno.

Winter tampoco parecía especialmente molesta con su presencia. Sonrió y se agazapó para acariciar a los dos perros, incluso habló con ellos. Modulaba la voz, como si fuesen bebés y no un enorme pastor alemán y un labrador de cuarenta y dos quilos.

Se acercó a ella para intentar apartar a los perros. No solían ser tan efusivos y menos con la gente que no conocían. Era extraño que reconocieran a Winter cuando era una desconocida para ellos.

Cuando apenas un metro los separaba, Winter alzó los ojos en su dirección. En su presencia parecía más incómoda que estando sola con los perros. Lo veía como un peligro porque no le había reconocido.

Eso no era lo que preocupaba a Hayden.

Las motitas que había en sus ojos eran copos de nieve que se habían quedado encerrados en su mirada.

Cuando se conocieron, Winter estaba tratando de superar la muerte de su madre. Era imposible de consolar, pero poco a poco había empezado a dejar atrás el luto. Incluso con el manto de la pena envolviéndola día y noche, sus ojos no habían sido tan gélidos.

Dios mío, pensó, tragando saliva.

Él había visto esa mirada desvalida antes. En la guerra había presenciado cosas horribles, y conocido a personas afectadas por la violencia y el poder de aquellos enemigos que se creían superiores. Eran la desolación personificada, se mantenían en pie y vivos porque una parte de ellos quería seguir adelante pese a todo lo que habían vivido en sus propias carnes.

Winter tenía ese mismo fulgor en los ojos.

¿Qué le había pasado? ¿Por qué había permitido que su alma se apagase de aquel modo tan crudo? ¿Quién le había arrebatado la calidez a esa joven chica y le había dado sentido a su nombre?1

Hayden apretó los puños y ella se dio cuenta. Tuvo que aflojar los dedos para no espantarla.

Silbó nuevamente y los perros lo miraron con las orejas bien rectas. Señaló el suelo y carraspeó. Ambos fueron hasta él esa vez, meneando la cola como muestra de felicidad. Se tumbaron a sus pies como si estuvieran agotados y él suspiró mientras se agachaba; sintió el crujir de sus rodillas.

Los recompensó con palmaditas en los costados, ojalá tuviera alguna galletita para premiarlos.

—Buenos chicos, buenos chicos… —con otro suspiro en los labios, se alzó en toda su estatura y le dedicó una sonrisa de disculpa—. Perdona. No sé qué ha podido ocurrirles, no suelen acercarse a desconocidos.

Winter no contestó. Frunció el ceño mientras sus ojos, recelosos, se desviaban hacia la cabaña.

Hayden trató de no seguir la dirección de sus pupilas. Conocía la fachada de su nuevo hogar como la palma de su mano.

Por favor, rezó para sí mismo, que recuerde que yo viví allí los meses que nos conocimos. Que recuerde quién soy.

—¿Vives en esa cabaña? —señaló ella con la barbilla la pequeña edificación, que contaba con un garaje y un cobertizo, ambos nuevos.

Él sonrió mientras escondía las manos en los bolsillos del pantalón.

—Vivo aquí desde el año pasado. Estaba tal y como recordaba… —se interrumpió.

Winter parpadeó y se echó el pelo hacia atrás, el viento acababa de mecer su cabellera y había plantado varios mechones rebeldes frente su nariz. La pequeña sonrisa que le dedicó hizo que el corazón de Hayden diese un vuelco.

También había visto esa expresión antes.

En Gavin.

Su respiración se agitó y volvió a estar en aquella carretera de tierra y vegetación seca.

Los refuerzos que habían pedido no tardarían en llegar. L a base quedaba al otro lado de la curva, pero los enemigos habían sido atrevidos y les habían atacado con rifles de asalto a pocos metros de su refugio. Se habían suicidado, no sin antes asegurarse de que iban a provocar unas cuantas bajas.

De hecho, n o habría sido gran cosa si no hubieran contado con el factor sorpresa. J oder, ¡se suponía que tenían cuarenta y ocho horas de tregua!

Hayden apartó del camino a Gavin, tirándolo por la cuneta, que contaba con un desnivel de medio metro. Era el mejor escondrijo, la mejor forma para apartarlo del fuego enemigo. Gavin iba a ser padre en uno s meses, su esposa le había comunicado el embarazo por videoconferencia.

¡No podía morir!

Echó ma no a su pistola y disparó antes de seguir a su amigo por el descenso . Otra unidad acababa de aparecer en el ho rizonte y Hayden prefirió mantenerse fuera del nuevo combate.

Él también quería vivir.

Todas sus articulaciones gruñeron al caer , aunque la pierna derecha fue la que más protestó. Estaba herido y el dolor era tan insoportable que tenía que apretar los dientes para no dejarse llevar por las punzadas que mordisqueaban y tironeaban de sus huesos, músculos y piel .

Miró la sangre que se escapaba de la ropa rajada. La bala había causado estragos , pero no creía que fuera para alarmarse.

Protestó mientras se serenaba, meneando la cabeza para despejarla. Tomó a su amigo entre los brazos mientras otros compañeros, ante la ráfaga amiga de granada s, también saltaban a la cuneta. Se guarecieron tras la tierra con los ojos cerrados y las manos tapando heridas abiertas o sujetando roturas. Soportaron las detonaciones granadas con estoicidad.

Cuando las explosiones se detuvieron , los gritos en inglés llegaron hasta ellos como si se tratasen de murmullos.

—Gavin, eh, Gavin —palmeó su rostro cubierto de sangre y vio unas abrasiones preocupantes cubrirle medio rostro —. Eso es, amigo. Despierta…

Casi lloró de aleg ría al ver cómo se recomponía. M ueca a mueca, parpadeo a parpadeo, su binomio 2 abrió los ojos. En sus pupilas t itiló el alivio al verse a salvo y en brazos de alg uien conocido.

Pero también reconoció el terror y el dolor.

—Eso es, tío. No puedes dormirte, ¿me oyes? —le palmeó otra vez la mejilla mientras se obligaba a calmarse. Gavin estaba vivo. No tenía por qué llorar ni por qué sentirse desfallecer. Gavin no correría la misma suerte que Gibbs—. Venga, cabrón. Hazlo por tu hijo.

—No… no ve eo bien.

—Lo arreglaremos.

—Eres una nenaza. No sabía que… que tenías madera de ma mami… ¿estás preocupado por mí…?

Era tan sencillo estar en Serene Lake físicamente mientras su cabeza navegaba por un océano de recuerdos tristes y duros…

La voz femenina de Winter lo hizo regresar al presente de un plumazo, deteniéndole el corazón y provocando que un escalofrío recorriera su columna vertebral.

—¿Hayden? —su ceño ya no estaba fruncido—. ¿Eres tú?

Siempre es invierno en tu sonrisa

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