Читать книгу Siempre es invierno en tu sonrisa - Helena Pinén - Страница 14

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WINTER

Aquel siempre había sido su refugio. Cada vez que se había encontrado perdida, había escapado hasta allí para alejarse de todo aquello que la hería. La casa, la armonía del lugar, la proximidad del lago. Todo aquel conjunto le hacía bien a las grietas de su alma y la reconfortaba hasta que se veía capaz de enfrentarse al mundo exterior y regresar al punto de partida.

Esa vez iba a ser muy distinto.

Las maletas estaban sobre los armarios del dormitorio principal, la ropa en las perchas y cajones. Su neceser estaba en el baño. En las estanterías del salón ya estaban sus libros y sus velas repartidas por todos los muebles.

Había venido para quedarse.

Orgullosa y satisfecha, Winter plantó las manos en las caderas para observar lo limpio que había quedado todo.

Llevaba desde su llegada limpiando, solo se había permitido salir a pasear una hora cada mañana y otra más con la puesta de sol.

Ningún Lane había pisado aquel lugar en más de dos años y la ausencia se había notado en cada centímetro de la casa. El polvo ocupaba cada rincón y el olor a cerrado se había escapado en cuanto había abierto las ventanas de par en par.

Le hubiera encantado tener las arañas como compañeras, y a esas durmientes abejas como vecinas en verano. No obstante, había aniquilado las plagas y el nido sin contemplaciones y con un aire de aprensión.

Winter apenas había comido o dormido. Mantenerse activa la ayudaba a mantener la mente ocupada. Había estado tan sumergida en la tarea, que no había tenido tiempo de pensar en por qué había decidido empezar una nueva vida en medio de la nada.

Porque realmente estaba en medio de la nada.

Si alguien intentase situar la casa de los Lane en un mapa, fracasaría.

La casa de veraneo de la familia estaba cerca del Serene Lake. De hecho, desde la habitación principal se podían apreciar unas vistas maravillosas del lago, pues sorteando el bosque, lo encontrabas a menos de seiscientos metros.

Pese estar en medio de un bosque, había cobertura, televisión por cable y la casa familiar contaba con wifi.

Winter no pensaba pisar el pueblo, que estaba a poca distancia, excepto por pura supervivencia. Iría una vez por semana a comprar algo de comida a Serenata. Sabía que había un par de tiendas de ropa y pensaba visitarlas, pero no a menudo: había traído todas sus posesiones consigo.

Su familia le había vendido la casa porque les había ofrecido todo cuánto tenía, que era una cantidad muy elevada. Pese a que la propiedad era de su padre y de sus dos hermanos pequeños, tanto él como sus tíos habían estado de acuerdo en que Winter viviera en ella. Les había puesto un millón de dólares sobre la mesa; aun a repartir entre tres cabezas, el beneficio era enorme. Negarse hubiera sido de idiotas.

Por no decir que le tenían lástima.

Toda la familia la consideraba desgraciada. Había tenido una suerte pésima en la vida, no es que fuera un secreto. Por suerte, los Lane se apoyaban unos a otros y contaba con ellos para resurgir de sus cenizas con cada caída.

Y si había dinero de por medio, todavía eran más caritativos, pensó Winter con mordacidad.

Contenta con el resultado, dejó los trapos y productos de limpieza que había usado en la pequeña habitación donde estaban la lavadora y la secadora. Fue a ducharse, notaba que la suciedad se había adherido a su cuerpo. Se puso la radio para cantar las canciones a todo pulmón. Eran de amor y desamor, pero Winter imitaba al cantante sin pararse a pensar en la letra.

El amor era un invento de las novelas románticas.

El desamor la consecuencia de creer en todas esas falacias absurdas.

Al salir, el vapor inundaba el baño. Winter no quitó el vaho del espejo, no quería mirarse; no lo necesitaba para peinarse y lavarse los dientes.

Llevaba días sin ser capaz de hacerle frente a su reflejo. La discusión con su prometido había avivado recuerdos crueles y dolorosos. Cada vez que se miraba, Winter veía una chica asustada e indefensa. Sucia y desvalida, desesperada por escapar.

Cada vez que aquella noche asaltaba su conciencia, su autoestima y su afán de superación se derrumbaban y se sentía ninguneada y sucia.

No podía seguir así, lo sabía. Había habido una época en la que había logrado tener un día a día normal y corriente. Tenía que recuperar esa rutina y esa estabilidad.

Por ahora iba a cambiar el plan para esa noche. Nada de pizza congelada ni series malas en la televisión mientras se calentaba el cuerpo con dos mantas.

Había quedado con Hayden Brock. Sonrió sin darse cuenta mientras terminaba de calzarse las deportivas y cogía el abrigo.

Quién le iba a decir a ella que diez años más tarde se reencontrarían.

Habían sido muy amigos el verano que habían coincidido en Serene Lake, lo había recordado alguna vez al estar en la casa del lago, pero apenas había pensado en él en una década.

Lo cierto era que no habían vuelto a saber el uno del otro hasta esa mañana, cuando él la había encontrado en la orilla.

Winter nunca habría imaginado que Hayden hubiera comprado la cabaña que había alquilado junto a su familia hacía diez veranos. La había reformado y moldeado a su gusto, o eso le había dicho. Había querido enseñársela, pero ella había podido escaquearse y rechazar su invitación.

Pero no había podido decirle que no a cenar juntos.

Tampoco es que quisiera evitarle siempre o no pasar tiempo con él. Estaba muy interesada en saber qué había sido de Hayden todos esos años. Parecía otro, no solo porque la edad adulta le hubiera dado madurez a sus rasgos y engrosado su musculoso y arrollador cuerpo.

De acuerdo, su lado más superficial tenía que aprobar su aspecto. La rudeza que había ganado su rostro le daba un aire todavía más atractivo que el aniñado adolescente que había conocido. Su pelo estaba más corto, sus facciones eran más cuadradas y sus labios no eran tan carnosos, pero sí igual de atrayentes.

No era eso lo que más había llamado su atención.

Había algo en sus ojos que hacía que Winter se estremeciese. Parecía tener sus propios fantasmas interiores. Eso le producía cierto sentimiento de afinidad.

Cuando dejó atrás el bosque y se encontró ante la explanada de tierra y arena, así como la inmensidad del lago, se quedó sin aire en los pulmones mientras el crepúsculo cubría el cielo.

La belleza del lugar la dejaba siempre sin aliento, inmóvil en el sitio, más aún durante la caída del sol, donde la oscuridad empieza a engullir la hermosura y realza el peligro.

Sí, aquel era su refugio. El lugar que siempre había estado allí cuando había necesitado que la luz iluminase cada recoveco frío y tenebroso de su ser. El aislamiento que le proporcionaba el Serene Lake la ayudaba a reflexionar y a ponerse metas para superar el pasado y a sí misma.

Esa mañana, antes de que Hayden y sus perros interrumpieran sus cavilaciones, había estado escribiendo una lista mental de pros y contras. ¿Había hecho bien en cambiar su vida radicalmente y trasladarse allí de forma indefinida?

Sí, a lo mejor había sido una decisión tomada muy a la ligera, pero no se había equivocado enfocando el rumbo de su futuro en aquella dirección.

Asentarse en la casa familiar por unos meses no hubiera traído problemas; sus tíos y primos no habrían objetado nada, porque una estancia temporal no era una molestia. Pero si el tiempo se alargaba, Winter terminaría siendo un estorbo y la echarían de malos modos.

Y vivir en Serenata no le proporcionaría la tranquilidad que le daban las vistas desde el dormitorio, porque solo el lago era capaz de darle la serenidad que necesitaba. Incluso solo nombrándolo era capaz de apaciguar todos los demonios interiores que arañaban sus costuras.

Quedarse allí solo era una opción viable si la casa estaba a su nombre y no dependía de nadie para poder estar en ella todo el tiempo que quisiera.

Estaba allí precisamente por eso. Necesitaba encontrar el modo de iluminar sus calas inundadas de podredumbre y vergüenza.

Y Winter quería dejar atrás aquellas paredes estrechas y húmedas. Ojalá pudiera volver atrás en el tiempo y no adentrarse jamás en esa poza de infecciones y tinieblas.

Pero no se podía volver al pasado.

Por eso necesitaba reencontrarse consigo misma de nuevo.

No tenía intenciones de regresar a Denver, junto a su padre y a su madrastra. Tampoco tenía por qué regresar a Nashville, donde había vivido los últimos años, pues nada la retenía ya allí.

Podía trabajar desde cualquier punta del mundo y Winter había decidido asentarse en Serene Lake.

Su amiga Jodie había fundado una editorial y había contado con ella como correctora. Winter no tenía estudios superiores, pero leía desde los siete años y había hecho varios cursos de edición y corrección. Eso le daba un gran dominio sobre las letras y la ayudaba a saber qué cambiar y qué no en un manuscrito. Gracias a Internet, podía trabajar con el documento desde su portátil en cualquier lugar. No necesitaba estar asentada cerca de la jefa para ser eficiente.

Sonrió al pensar en Jodie. Era la única que se había puesto de su lado cuando Irving había roto su compromiso, dejándola sola, convertida en despojos llenos de rabia, culpa y miedos. No se había tragado las mentiras que su expareja había ido diciendo de ella a su círculo de amigos más íntimos. Era la única que la apoyaba y la defendía. Estaba preocupada por ella, Winter le debía mucho.

Sobre todo porque había sido Jodie quien le había sugerido que fuese al Serene Lake.

Una idea genial vista con perspectiva.

Llevaba allí poco más de cuarenta y ocho horas y se notaba más ligera y más decidida que nunca a olvidar a Irving.

De seguro que no sería tan fácil, la teoría siempre parecía sencilla cuando la práctica no lo era en absoluto.

Él acaba de reírse de su matrimonio porque no iban a tener noche de bodas. Era imposible que la tuvieran, lo habían hablado varias veces. Ahora Irving no parecía estar conforme con ello…

—¿Quieres de decir que qui quieres rom rom per el com pro promiso so ? —tartamudeó.

¡Claro que quiero! —bramó Irving, tajante, dejando claro que ninguna suplica lo haría ceder. Una sonrisa cínica curvó su comisura derecha—. ¡Eres una inútil, Winter! ¡No me sirves para nada! ¡Has quemado mi amor abusa ndo de todo lo que te he dado!

Ella retrocedió, sorprendida por sus palabras.

Su prometido estaba fuera de sí. El veneno que salía por su boca era muy efectivo. Winter tenía la teoría que cuando alguien d ecía algo estando enfadado, contaba verdades.

Su prometido no tenía muy buena imagen de ella.

¿Había fingido tolerar sus problemas mientras por dentro rabiaba?

La ira debería llenar sus venas de adrenalina y mal carácter, pero no era capaz de moverse ni de articular palabra. Solo sentía frío.

Sus palabras gritaban en su cabeza haciéndola temblar. La voz de Irving era espesa y se hacía pedazos en su alma como los granos de café ante el molinillo.

Cerró los ojos y se apoyó en un árbol, los pies apenas sostenían su propio peso. La corteza raspó la piel blanda del dorso de su mano, si bien no notó los arañazos.

Hay palabras que duelen más que puñales y sus recuerdos la perseguían como si quisieran quemar lo poco que quedaba de sus cimientos.

¡Te lo he dado todo y tú a mí no me has dado una mierda! ¡Tus putas pesadillas lo han arruinado todo! ¿Y dices quererme?

—Claro que te quiero — respondió con un hilo de voz.

Él se rio. ¡Se rio de ella! Aquella carcajada hastiada y burlona fue como un lanzallamas disparando en su dirección para abrasarla hasta convertirla en un espectro .

Puede que en la casa familiar lograse ver que sus acusaciones antes de romper con ella no eran reales, pero si osaba enamorarse de nuevo, sus fantasmas se aliarían con los que Irving había creado y…

No, el amor no existía. Las ideas románticas de películas, libros y canciones no eran ciertas. Al menos, no para alguien como Winter. El amor escapaba de las personas heridas, como si fueran indignas de recibirlo.

—Basta, Winter —susurró, cogiendo aire para renovar de oxígeno cada centímetro de su cuerpo.

No podía pensar así. No podía volver a creer que estaba sucia por dentro y por fuera. Porque no era cierto.

—Además —se dijo—. Estás en medio de la nada, ¿de quién te vas a enamorar?

Un ladrido le hizo dar un respingo. Miró hacia la cabaña, pero los perros de Hayden no estaban a la vista. Que uno de ellos hubiera decidido recordarle que había quedado a cenar con su dueño, no significaba que fuese una treta del destino para responder a su pregunta.

Que era retórica.

Y que no aceptaba cómo respuesta a Hayden Brock.

Eran como el aceite y el agua. Servían como amigos, pero Winter dudaba que alguna vez pudieran tener un romance. O algo que se le pareciera.

Winter era un témpano de hielo y no reaccionaba a ninguna caricia sensual que se le hiciera; era en lo único que Irving había acertado mientras enumeraba todos sus defectos como compañera sentimental.

Otro ladrido la hizo decidirse a ir hacia allí. Esa mañana el pastor alemán había venido a saludarla. El día anterior había hecho lo mismo y Winter no pensaba negar que esa mañana, al pasear por la orilla, había esperado la visita del perro.

Le había costado un mundo reconocer al dueño del animal.

Hayden ya no era el muchacho que había conocido. Ahora su cuerpo era más ancho, era como si un escultor hubiera cincelado cada curva de sus músculos. Su pelo era más castaño aunque seguía conservando destellos rubios y sus ojos se habían vuelto de un azul más claro. Su mandíbula cuadrada y afeitada no era la fisonomía escuálida del muchacho que se había ganado su corazón años atrás.

Subió las escaleras que separaban el desnivel de la cabaña, y los ladridos se hicieron más fuertes y cercanos. Rick y Sugar debían de haberla olido y parecían ansiosos por su llegada.

No la conocían de nada, en absoluto, pero habían sufrido un flechazo con ella. Winter también lo había sentido en su pecho al acariciar a Rick por primera vez.

Quizá eso era lo que necesitaba. Encontrar un sitio cercano a Serene para vivir y adoptar un perro. Enamorarse y casarse ya no entraba en sus planes, así que ¿por qué no verter todo el amor que guardaba sobre un animal indefenso que habían abandonado como si fuera un juguete inservible?

La soledad y ella ya no se llevaban tan bien. Desde que Irving había roto su compromiso y se había ido del apartamento que habían compartido los últimos tres años, Winter odiaba estar sola.

Antes había apreciado esos momentos, el no tener que compartir su vida con nadie y que su espacio fuese exclusivo para sus alegrías y tormentos.

Pero el maldito amor lo había cambiado todo.

Se había acostumbrado a tener a alguien junto a ella, en la cama, en el sofá, en la mesa a la hora de la cena. Y ahora le era muy difícil no sentirse fuera de su propia piel cuando no tenía con quien hablar, ni a quien abrazarse las noches que se quedaba viendo una película después del postre.

Llamó a la puerta porque no vio timbre alguno en el amplío porche delantero.

Hayden abrió con una sonrisa, no había tardado ni un minuto en hacer de anfitrión.

Ninguno pudo saludarse, el pastor alemán se lanzó a sus brazos y luego lo siguió Sugar. Ella los acogió contra su cuerpo. Se rio mientras la llenaban de lametones y sus patas arañaban sus pantalones vaqueros.

¿Cuánto hacía que no se reía sin razón alguna?

—Vaya, ¡hola! ¡Menudo recibimiento!

Sí, iba a adoptar un perro. A unos cincuenta quilómetros había una protectora, de seguro que allí encontraba alguno. Solo esperaba poder aguantar la tentación de llevarse todos los que hubiera.

Miró a Hayden. El hombre se había apoyado en la jamba de la puerta y había extendido el brazo para mantenerla abierta. Sonreía y la miraba con tanta ternura que Winter se vio transportada a sus quince años.

Ojalá pudiera ser así, por aquel entonces era tan inocente e ingenua que desconocía la maldad que habitaba en algunos hombres.

—Les caes bien.

—A mí también me gustan… ¡oh! —volvió a carcajearse cuando la lengua de Sugar lamió su cuello por entero.

Cuando volvieron a mirarse, la sonrisa de Hayden se ensanchó.

—Bienvenida a mi casa, Winter.

Siempre es invierno en tu sonrisa

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