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De vuelta en la comisaría de St. Leonard’s, Rebus buscó información sobre Calumn Brady en el ordenador. A sus diecisiete años, Cal ya se había labrado un historial impresionante: agresión, hurto, ebriedad y alteración del orden público. Todavía no había indicios de que Jamie estuviera siguiendo sus pasos, pero la madre, Vanessa Brady, conocida como Van, había tenido problemas. Algunas disputas con vecinos habían adquirido tintes violentos y la habían descubierto facilitando una falsa coartada a Cal en uno de sus casos de agresión. No se mencionaba al marido en ningún momento. Silbando We Are Family, Rebus fue a preguntar al policía de recepción si sabía quién era el agente de proximidad de Greenfield.

—Tom Jackson —le dijeron—. Y sé dónde está. Lo he visto no hace ni dos minutos.

Tom Jackson estaba apurando un cigarrillo en el aparcamiento situado detrás de la comisaría. Rebus se acercó a él, encendió uno y le ofreció la cajetilla. Jackson la rehusó.

—Tengo que controlarme, señor —repuso.

Jackson rondaba los cuarenta y cinco años y era robusto. Tenía el pelo y el bigote grises y unos ojos oscuros que le daban un aire de escepticismo perenne. Él lo consideraba algo ventajoso, ya que le bastaba con guardar silencio y los sospechosos confesaban más de lo que querían solo para aplacar aquella mirada.

—Me han dicho que sigue trabajando en Greenfield, Tom.

—Para expiar mis pecados. —Jackson tiró la ceniza del cigarrillo y se limpió unas motas del uniforme—. Debían trasladarme en enero.

—¿Y qué ocurrió?

—Los vecinos necesitaban un Papá Noel para la fiesta navideña. Cada año va uno a la iglesia con los niños necesitados, y se lo pidieron al tonto que tiene delante.

—¿Y?

—Y lo hice. Algunos de esos niños…, pobrecillos. Casi me hacen llorar. —El recuerdo lo sumió en el silencio unos instantes—. Después se me acercaron varios vecinos y empezaron a susurrar. Me sentía como el confesor. La única manera de darme las gracias que se les ocurrió fue soltarme unos cuantos chivatazos.

Rebus esbozó una sonrisa.

—Delatar a sus vecinos.

—Tras lo cual, mi expediente recibió un espaldarazo repentino. La putada es que, como han visto que de pronto soy así de listo, han decidido dejarme allí.

—Es víctima de su propio éxito, Tom. —Rebus dio una calada y retuvo el humo mientras observaba la punta del cigarrillo. Exhaló y negó con la cabeza—: Joder, me encanta fumar.

—A mí no. Cuando hablo con un chaval y estoy advirtiéndole sobre el consumo de drogas, me paso el rato ansioso por fumar un pitillo. —Sacudió la cabeza—. Daría lo que fuera por dejarlo.

—¿Ha probado los parches?

—No funcionaron. Se me caían del ojo continuamente. —Ambos se echaron a reír—. Supongo que al final lo conseguirá —añadió Jackson.

—¿El qué? ¿Probar los parches?

—No, decirme qué anda buscando.

—¿Tan transparente soy?

—Quizá sea mi afilada intuición.

Rebus tiró la ceniza y se la llevó la brisa.

—Hace un rato he ido a Greenfield. ¿Conoce a un tal Darren Rough?

—No me suena.

—Tuve un encontronazo con él en el zoo.

Jackson asintió y apagó el cigarrillo.

—Me lo contaron. Es un pedófilo, ¿verdad?

—Y vive en Cragside Court.

Jackson miró fijamente a Rebus.

—Eso no lo sabía.

—Por lo visto, los vecinos tampoco.

—Si se enteran, lo matan.

—Tal vez alguien podría mencionarlo…

Jackson frunció el ceño.

—No lo veo claro, la verdad. Lo ahorcarían.

—No exagere, Tom. Pero a lo mejor eso lo obligaría a irse de la ciudad.

Jackson enderezó la espalda.

—¿Y eso es lo que quiere?

—¿En serio quiere usted a un pedófilo en su zona?

Jackson meditó la pregunta. Sacó el paquete de tabaco y se disponía a coger un pitillo cuando vio que la hora del descanso había terminado.

—Deje que lo piense.

—Lo comprendo, Tom. —Rebus apagó la colilla en el asfalto—. Me encontré con una vecina de Rough, una tal Van Brady.

Jackson torció el gesto.

—Por su bien, no se cruce en su camino si tiene un mal día.

—¿Me está diciendo que tiene días buenos?

—Si no se le acerca mucho…

Ya en su puesto, Rebus llamó a las oficinas del ayuntamiento y finalmente le pasaron con el trabajador social de Darren Rough, un hombre llamado Andy Davies.

—¿Le parece una jugada inteligente? —preguntó Rebus.

—¿Le importaría decirme de qué está hablando?

—Un pedófilo declarado con un piso de protección oficial en Greenfield y unas bonitas vistas al parque infantil.

—¿Qué ha hecho? —preguntó con repentino hartazgo.

—Nada de lo que pueda acusarlo. —Rebus hizo una pausa—. Todavía. Llamo ahora que estamos a tiempo.

—¿A tiempo de qué?

—De trasladarlo.

—¿Trasladarlo adónde exactamente?

—¿Qué le parece Bass Rock?

—¿O una jaula del zoo, quizá?

Rebus se recostó en la silla.

—Se lo ha dicho…

—Pues claro que me lo ha dicho. Soy su trabajador social.

—Estaba haciendo fotos a niños.

—Se lo hemos contado todo al comisario Watson.

Rebus observó la oficina.

—Cosa que no me agrada, señor Davies.

—Pues le aconsejo que hable con su jefe, inspector.

No podía ocultar su irritación.

—Entonces, ¿no piensa hacer nada?

—¡Fueron los suyos quienes quisieron traerlo aquí!

Hubo un silencio, y luego:

—¿Qué acaba de decir?

—Mire, no tengo nada más que añadir. Hable con el comisario, ¿entendido?

La llamada se cortó. Rebus telefoneó al despacho de Watson, pero su secretaria le informó de que había salido. Empezó a mordisquear el bolígrafo, deseando que el plástico contuviera nicotina.

«Fueron los suyos quienes quisieron traerlo aquí».

La agente Siobhan Clarke estaba sentada a su mesa hablando por teléfono. Detrás de ella, Rebus vio una postal de un león marino. Al aproximarse, se fijó en que alguien había añadido un bocadillo de diálogo que salía de la boca de la criatura: «Yo cenaré Rebus, gracias».

—Jo, jo —dijo, y arrancó la postal de la pared.

Clarke había concluido la llamada.

—A mí no me mires —advirtió.

Rebus escrutó la sala. El agente Grant Hood estaba leyendo un periódico sensacionalista y el subinspector George Silvers fruncía el ceño delante de la pantalla de ordenador. Entonces llegó el inspector Bill Pryde y Rebus supo que era su hombre. Pelo rizado claro, bigote pelirrojo; una cara hecha para las diabluras. Rebus agitó la postal y Pryde adoptó una expresión de falsa inocencia. Cuando Rebus se dirigía hacia él, empezó a sonar un teléfono.

—Es el tuyo —dijo Pryde.

De camino a la mesa, Rebus tiró la tarjeta a una papelera.

—Inspector Rebus —saludó.

—Ah, hola. Probablemente no «mee» recuerdes. —Se oyó una breve carcajada—. Era una broma que me gastaban en el colegio.

Rebus, inmune a toda suerte de excentricidades, se apoyó en el borde de la mesa.

—¿Y por qué? —dijo, preguntándose con qué clase de chiste iban a deleitarlo.

—Porque me llamo así: Mee. —Su interlocutor se lo deletreó—. Brian Mee.

En el cerebro de Rebus empezó a formarse una fotografía borrosa: dientes salidos; nariz y mejillas pecosas; peinado a capa.

—¿Barney Mee? —dijo.

Se oyeron más carcajadas al otro lado de la línea.

—Nunca supe por qué me llamaban así.

Rebus podría habérselo dicho: por Barney Rubble,* de Los Picapiedra. Y podría haber añadido: «Porque eras un lerdo y un capullo». Sin embargo, decidió preguntarle qué podía hacer por él.

—Bueno, Janice y yo estábamos pensando… En realidad fue idea de mi madre. Conocía a tu padre. Ambos lo conocían, pero mi padre falleció. Iban juntos a tomar copas al Goth.

—¿Sigues viviendo en Bowhill?

—No conseguí huir, pero trabajo en Glenrothes.

La foto ahora resultaba más nítida: jugaba bastante bien al rugby, era agresivo y tenía el pelo castaño rojizo. Arrastraba la mochila por el suelo hasta que saltaban las costuras. Se pasaba el día mascando unos caramelos enormes y le moqueaba la nariz.

—Y bien, ¿qué puedo hacer por ti, Brian?

—Fue idea de mi madre. Recordó que estabas en la policía de Edimburgo y pensó que tal vez podrías ayudarnos.

—¿En qué?

—Es nuestro hijo. De Janice y mío. Se llama Damon.

—¿Qué ha hecho?

—Ha desaparecido.

—¿Huido?

—Más bien se ha esfumado. Estaba en una discoteca con sus amigos…

—¿Has llamado a la policía? A la policía de Fife, quiero decir.

—El caso es que la discoteca está en Edimburgo. La policía de allí dice que lo investigó e hizo algunas preguntas. Damon tiene diecinueve años. Según ellos, eso significa que está en su derecho de largarse si le apetece.

—Y tienen razón, Brian. La gente huye continuamente. A lo mejor tenía problemas con alguna chica.

—Estaba prometido.

—Quizá se asustó.

—Helen es una chica encantadora. No discutían jamás.

—¿Dejó una nota?

—Ya se lo comenté a la policía: no dejó nota y no se llevó ropa ni nada.

—¿Crees que le ha ocurrido algo?

—Nosotros solo queremos saber que está bien… —La voz se fue desvaneciendo—. Mi madre siempre habla bien de tu padre. En esta ciudad lo recuerdan.

«Y está enterrado allí», pensó Rebus. Cogió el bolígrafo.

—Facilítame algunos detalles, Brian, y veré qué puedo hacer.

Al rato, Rebus fue a la mesa de Grant Hood, cogió un periódico de la papelera y buscó la sección editorial. Abajo de todo, en negrita, vio el mensaje: «¿Tiene una noticia? Llame a la sala de redacción de día o de noche». Habían incluido el número de teléfono. Rebus lo anotó en su libreta.

Almas muertas

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