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Ya que estaba en Newhaven Road, entró en un par de bares situados en primera línea de mar y tomó una pinta en uno y un whisky en otro. El whisky llevaba mucha agua. Estaba oscuro, pero podía distinguir las farolas del estuario de Forth, en Fife. Pensó en Janice y en Brian Mee, que jamás habían salido de su ciudad natal, e imaginó cómo le habría ido a él si se hubiera quedado. Pensó también en Alec Chisholm, el muchacho que nunca fue encontrado. Peinaron el campo, enviaron hombres a los pozos de carbón en desuso, dragaron el río. Fue un verano largo y caluroso, los Beatles y los Stones en la gramola de la cafetería, botellas de Coca-Cola helada en la máquina. Vasos de cristal con café y leche espumosa. Y preguntas sobre Alec, preguntas que demostraban que nadie había llegado a conocerlo, al menos a fondo, como ellos dos creían conocerse. Y los padres y los abuelos de Alec recorriendo las calles de madrugada, preguntando siempre lo mismo a los desconocidos: «¿Habéis visto a nuestro chico?». Hasta que los desconocidos se convirtieron en conocidos y se quedaron sin gente a la que preguntar.

Ahora, Damon Mee se había ido de este mundo, o se lo había llevado una fuerza irresistible. Rebus se montó en el coche, siguió la costa hasta el puente Forth y puso rumbo a Fife. Intentó convencerse de que no estaba huyendo: de las palabras de Sammy, de Patience, de Edimburgo, de todos los fantasmas. De los pensamientos sobre pedófilos y saltos suicidas.

Cuando llegó a Cardenden aminoró la marcha y finalmente se detuvo en la avenida principal. En todos los escaparates parecía haber carteles con la foto de Damon y la palabra desaparecido. Había más pegados a las farolas y las marquesinas de autobús. Rebus arrancó de nuevo y se dirigió a casa de Janice, pero no había nadie. Un vecino le facilitó la información que necesitaba, una información que lo envió de vuelta a Edimburgo y a Rose Street, donde encontró a Janice y a Brian colgando más carteles en las farolas y las paredes y metiéndolos en buzones. Eran folios A4 fotocopiados con una foto de las vacaciones y una pregunta escrita a mano: damon mee ha desaparecido. ¿lo has visto? Una descripción física, incluida la ropa que llevaba, y el número de teléfono de los Mee.

—Hemos recorrido todos los pubs —dijo Brian Mee.

Parecía cansado y ojeroso e iba sin afeitar. El rollo de cinta adhesiva que sostenía prácticamente se había terminado. Janice estaba apoyada en la pared. Mirarlos distaba mucho de un regreso a tiempos pretéritos; las preocupaciones del presente habían pasado factura.

—El único lugar donde se han negado es esa discoteca —dijo Janice.

—¿La Gaitano?

Janice asintió.

—Los porteros no nos han dejado entrar. Ni siquiera nos han aceptado los carteles. He colgado uno en la puerta, pero lo han quitado.

Estaba a punto de llorar. Rebus miró las parpadeantes letras de neón que coronaban la Gaitano.

—Vamos —dijo—, esta vez utilizaremos la palabra mágica.

Y cuando llegó a la puerta mostró su placa y anunció: «Policía». Los tres fueron invitados a entrar mientras alguien telefoneaba a Mackenzie, el Seductor. Rebus miró a Janice y le guiñó un ojo.

—Ábrete, Sésamo —dijo.

Janice lo miraba como si hubiera obrado un milagro.

—El señor Mackenzie no está —contestó uno de los porteros.

—¿Y quién es el encargado?

—Archie Frost. Es el asistente de gerencia.

—Lléveme con él.

El portero no pareció alegrarse.

—Está tomando una copa en la barra.

—No hay problema —respondió Rebus—. Conocemos el camino.

Sonaba una retumbante música de bajo, y dentro de la discoteca estaba oscuro y hacía calor. Había algunas parejas en la pista de baile y otros fumaban con ansia, moviendo las rodillas mientras escrutaban la oscuridad en busca de acción. Rebus se acercó a Janice para hablarle al oído.

—Pasa por las mesas y pregunta.

Janice asintió y transmitió al mensaje a Brian, que parecía incómodo con el ruido.

Rebus se dirigió a la barra, pasando entre haces de luz añil. Había gente esperando sus copas, pero únicamente dos hombres bebiendo. En realidad, solo bebía uno. El otro —que parecía sediento— estaba escuchando lo que le decían.

—Siento interrumpir —dijo Rebus.

El que hablaba se volvió hacia él.

—Tendrá que esperar un minuto.

Debía de tener veinte o veintiún años y llevaba una melena negra recogida en una coleta. Era bajo y fornido e iba enfundado en un traje sin solapas y una deslumbrante camisa blanca. Rebus le puso la placa delante de la cara y se identificó.

—¿Ha estado yendo a clases de seducción con su jefe? —preguntó. Archie Frost se terminó la bebida sin mediar palabra—. Quiero hablar con usted, señor Frost.

—Esos no parecen polis —dijo Frost, señalando hacia donde Janice y Brian Mee estaban hablando con la clientela.

—Es que no lo son. Su hijo ha desaparecido. De aquí, para ser más exactos.

—Ya lo sé.

—Entonces sabrá también a qué he venido. —Rebus sacó la fotografía de la rubia misteriosa—. ¿La ha visto alguna vez? —Frost negó con la cabeza automáticamente—. Fíjese bien.

Frost cogió la foto con renuencia y la inclinó hacia la luz, pero no reconoció a la chica.

—¿Y su colega?

—¿Qué pasa con él?

El «colega» en cuestión, el joven que no tenía bebida, se había dado media vuelta y estaba contemplando la pista de baile.

—No viene mucho por aquí —respondió Frost.

—Da igual —insistió Rebus.

Frost mostró la foto a su amigo, que negó con la cabeza inmediatamente.

—Voy a enseñársela a sus clientes —dijo Rebus, arrebatándole la foto—. A ver si tienen más memoria que usted. —No estaba mirando a Frost, sino a su compañero—. ¿Lo conozco de algo? Su cara me suena.

El joven resopló y siguió observando a los bailarines.

—Bien, pues los dejo con su reunión de negocios —añadió Rebus.

Recorrió el perímetro de la sala, siguiendo de cerca a Janice y a Brian, que habían dejado carteles en casi todas las mesas. Un par de ellos ya estaban arrugados y Rebus fulminó con la mirada a los culpables. Con la foto no estaba corriendo mejor suerte, pero vio que Janice y Brian se habían sentado a una mesa y entablado conversación con dos chicas. Al final se unió a ellos y Janice se lo quedó mirando.

—Dicen que vieron a Damon.

Tuvo que alzar la voz para tratar de imponerse al estruendo de la música.

—Se montó en un taxi —repitió una de las chicas para informar al recién llegado.

—¿Dónde? —preguntó Rebus.

—Delante del Dome.

—Está al otro lado de la calle —especificó su amiga.

En un intento por aparentar más edad, y dar una imagen que a buen seguro consideraban «sofisticada», se habían excedido con el maquillaje. Pronto empezarían a revertir el proceso. Sus faldas eran increíblemente cortas, y Rebus notó que Brian se esforzaba en no mirar.

—¿A qué hora?

—Sobre las doce y cuarto. Llegábamos tarde a una fiesta.

—¿Estáis seguras de la fecha? —preguntó Rebus.

Janice le lanzó una mirada acusadora, como si no quisiera que sus frágiles esperanzas se hicieran añicos.

Una de las chicas sacó un diario del bolso y golpeteó una página con el dedo.

—Esta es la fiesta.

Rebus corroboró que coincidía con la de la desaparición de Damon.

—¿Por qué os fijasteis en él?

—Lo habíamos visto antes por aquí.

—Junto a la barra —apostilló su amiga—. No bailaba ni nada.

Un par de jóvenes vestidos de traje se habían apartado de sus compañeros de oficina y se acercaron a proponer un baile. Las chicas intentaron no mostrar interés, pero una mirada de Rebus bastó para que los pretendientes volvieran por donde habían venido.

—Nosotras también buscábamos taxi —explicó una de ellas—. Los vimos esperando en la otra acera. Pero ellos tuvieron suerte; nosotras acabamos yendo a pie.

—¿«Los»?

—Él y su chica.

Rebus miró a Janice y les tendió la foto.

—Sí, parece ella.

—Rubia de bote —coincidió la otra.

Janie cogió la foto y la miró.

—¿Quién es, John?

Rebus le indicó que no lo sabía. Al mirar hacia la barra vio dos cosas. Una fue que Archie Frost estaba observándolo por encima del borde de una copa que acababa de pedir. La otra, que su amigo, el que no bebía, se había marchado.

—A lo mejor se han escapado juntos —dijo una de las chicas, intentando resultar útil—. Sería romántico, ¿verdad?

Janice y Brian no habían comido nada, así que Rebus los llevó a un restaurante indio de Hanover Street, donde explicó lo poco que sabía acerca de la mujer que aparecía en la imagen. Janice sostenía la foto en todo momento.

—Algo es algo, ¿no? —dijo Brian, troceando una pita. —Rebus asintió—. Ahora sabemos que se fue con alguien. Probablemente aún esté con ella.

—Pero no salieron juntos —corrigió Janice—. Ya lo ha dicho John. Damon se fue solo.

Lo cierto es que Rebus no había llegado tan lejos en sus conjeturas. Solo contaban con el testimonio de las chicas para ratificar que Damon había llegado a salir de la discoteca…

—Bueno —persistió Brian—, quizá no quería que sus amigos los vieran juntos, sobre todo cuando, supuestamente, estaba prometido.

—De Damon no me lo creo. —Janice tenía los ojos clavados en Rebus—. Quiere a Helen.

Rebus asintió.

—Pero esas cosas pasan.

Janice sonrió compungidamente. Brian vio cómo se miraban, pero decidió ignorarlo.

—¿Alguien quiere más arroz? —preguntó, levantando la bandeja del calientaplatos.

—Deberíamos ir a casa por si ha llamado Damon —dijo ella.

Janice se puso en pie y Rebus pidió que le devolviera la foto, que estaba manchada y tenía las esquinas arrugadas. Mientras tanto, Brian se dedicaba a contemplar las sobras de comida.

—Brian… —dijo Janice. Él resopló y se levantó de la silla—. Pide la cuenta, ¿vale?

—Invito yo —terció Rebus—. Que me lo apunten.

—Gracias otra vez, John.

Janice le tendió la mano, larga y esbelta, y Rebus recordó los tiempos en que la sostenía mientras bailaban, una mano cálida y seca, a diferencia de las manos de otras chicas. Cálida y seca, y a él se le salía el corazón del pecho. Tenía una cintura tan delgada que parecía que pudiera rodearla solo con las manos.

—Sí, gracias, Johnny. —Brian Mee se echó a reír—. ¿Te importa que te llame Johnny?

—¿Por qué iba a importarme? —dijo Rebus, mirando todavía a Janice a los ojos—. Me llamo así, ¿no?

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