Читать книгу Almas muertas - Ian Rankin - Страница 18
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ОглавлениеA primera hora de la mañana, Rebus hojeó la prensa, pero no encontró nada de interés.
Se dirigió a la comisaría de Leith, donde en su día había trabajado Jim Margolies. Le había dicho al Granjero que estaba buscando una conexión entre la reaparición de Rough y la muerte de Jim, pero no creía que fuera a encontrarla. Aun así, quería saber por qué Jim hizo algo que él mismo había sopesado en más de una ocasión: pasar a mejor vida. En Leith lo recibió el precavido inspector Bobby Hogan.
—Ya sé que te debo un par de favores, John —empezó a decir Hogan—, pero ¿te importaría decirme de qué va todo esto? Margolies era un buen hombre. Lo echamos mucho de menos.
Iban camino del DIC. Hogan era un par de años más joven que Rebus, pero llevaba más tiempo en el cuerpo. Podía jubilarse cuando quisiera, pero Rebus dudaba de que fuera a hacerlo nunca.
—Yo también lo conocía —dijo Rebus—, y probablemente esté haciéndome la misma pregunta que vosotros.
—«¿Por qué?».
Rebus asintió.
—Estaba destinado a llegar a lo más alto, Bobby. Todo el mundo lo sabía.
—A lo mejor le entró vértigo. —Hogan negó con la cabeza—. Con las notas no sacarás nada en claro, John.
Se habían detenido delante de una sala de interrogatorios.
—Necesito verlas, Bobby.
Hogan lo miró fijamente y asintió.
—Con esto estamos en paz, colega.
Rebus le tocó el hombro y entró en la sala. La carpeta de color beis estaba sobre una mesa por lo demás vacía. Había dos sillas.
—Supuse que querrías un poco de intimidad —dijo Hogan—. Mira, si alguien pregunta…
—Soy una tumba, Bobby. —Rebus ya estaba tomando asiento y examinó la carpeta—. No tardaré mucho.
Hogan cogió una taza de café y lo dejó solo. Rebus tardó veinte minutos justos en revisarlo todo: informe inicial y copia, además del expediente de Jim Margolies. Veinte minutos no eran muchos para un currículum. Por supuesto, contenía poca información sobre su vida doméstica. Las especulaciones quedaban para las copas de después del trabajo, para las pausas del cigarrillo y para los encuentros junto a la máquina de café. Los datos puros y duros, expuestos a doble margen, no brindaban pista alguna. Su padre era un médico ya jubilado. Su infancia estuvo rodeada de comodidades. La hermana, que se había suicidado cuando era adolescente… Rebus se preguntaba si era algo que Jim Margolies había llevado en su subconsciente todos esos años. No se mencionaba a Darren Rough, ni la breve temporada que Margolies pasó en St. Leonard’s. En su última noche en la Tierra, Jim había ido a cenar a casa de unos amigos. Nada fuera de lo común. Pero después, en mitad de la noche, volvió a vestirse y salió a pasear bajo la lluvia. Hasta Holyrood Park…
—¿Hay algo? —preguntó Bobby Hogan.
—Nada de nada —reconoció Rebus, y cerró la carpeta.
Pasear bajo la lluvia… Había un largo trayecto entre The Grange y Salisbury Crags. Nadie salió al paso diciendo que lo hubiera visto. Se habían formulado preguntas y se había interrogado a taxistas. En la mayoría de los casos fueron conversaciones superficiales: la gente no quería regodearse en un suicidio. A veces trascendían cosas que era mejor no remover.
Rebus volvió a la ciudad, dejó el coche en el aparcamiento trasero de St. Leonard’s y entró en la comisaría. Llamó a la puerta de Watson, el Granjero, y obedeció la orden de entrar. Parecía que, para Watson, la jornada había empezado con mal pie.
—¿Dónde se había metido?
—Tenía trabajo en la División D. He estado repasando el expediente de Jim Margolies. —Rebus observó al Granjero caminar detrás de su mesa. Sostenía una taza de café con ambas manos—. ¿Ha hablado con Andy Davies, señor?
—¿Con quién?
—Con Andy Davies, el trabajador social de Darren Rough.
El Granjero asintió.
—¿Y bien, señor?
—Me dijo que tendría que hablar con su jefe.
—¿Y qué le dijo su jefe?
El Granjero se dio la vuelta.
—Por Dios, John, deme un poco de tiempo, ¿de acuerdo? Tengo cosas que hacer además de su pequeña…
Exhaló y dejó caer los hombros. Después pidió disculpas entre dientes.
—No pasa nada, señor. Ya…
Rebus se dirigió hacia la puerta.
—Siéntese —le exhortó—. Ya que está aquí, veamos si se le ocurre algo inteligente.
Rebus se sentó.
—¿En relación con qué, señor?
El Granjero también tomó asiento, y entonces se percató de que su taza estaba vacía. Se levantó de nuevo para rellenarla y sirvió un poco de café a Rebus. Este examinó el líquido oscuro con desconfianza. Con los años, el café del Granjero había mejorado notablemente, pero, aun así, había días que…
—En relación con Cary Dennis Oakes.
Rebus frunció el ceño.
—¿Debería conocerlo?
—Si no lo conoce, lo hará pronto.
El Granjero le lanzó un periódico, que cayó al suelo. Rebus lo recogió y vio que estaba abierto por una noticia en particular, una noticia que se le había pasado por alto porque no era la que andaba buscando.
ASESINO ES ENVIADO «A CASA».
—«Cary Oakes —leyó Rebus—, condenado por dos asesinatos en el estado de Washington, en Estados Unidos, embarcará hoy en un vuelo de regreso a Reino Unido tras cumplir quince años en una cárcel de máxima seguridad en Walla Walla, Washington. Se cree que Oakes volverá a Edimburgo, donde vivió varios años antes de marcharse a América».
Había mucho más. Oakes viajó a Estados Unidos con una mochila y un visado de turista y decidió quedarse. Concatenó varios trabajos temporales y después emprendió una oleada de atracos y robos que culminó en dos asesinatos. Las víctimas fueron apaleadas y estranguladas.
Rebus soltó el periódico.
—¿Lo sabía?
El Granjero golpeó la mesa con los puños.
—¡Pues claro que no lo sabía!
—¿No deberían habérnoslo comunicado?
—Piénselo, John. Es usted un policía de Wallumballa o como se llame y va a enviar a ese asesino de vuelta a Escocia. ¿A quién se lo notifica?
Rebus asintió.
—A Scotland Yard.
—Sin pensar ni por un segundo que Scotland Yard pueda estar en otro país.
—¿Y los cerebritos de Londres decidieron no pasar el mensaje?
—Su versión es que se les cruzaron los cables y pensaron que Oakes no saldría de su territorio. De hecho, el billete es a Londres.
—Entonces es su problema. —Pero el Granjero negó con la cabeza—. No me diga que han hecho una colecta y han comprado un billete para Edimburgo…
—Exacto.
—¿Y cuándo llega?
—Hoy mismo.
—¿Qué hacemos?
El Granjero miró a Rebus. Le había gustado ese «hacemos». Un problema compartido —aunque fuera con un incordio como Rebus— era un problema asequible.
—¿Tiene alguna propuesta?
—Vigilancia visible, que sepa que estamos ahí. Con un poco de suerte, se hartará y se largará a otro sitio.
El Granjero se frotó los ojos.
—Mire esto —dijo, deslizando sobre la mesa una carpeta con una veintena de páginas de fax—. La Policía Metropolitana por fin se ha apiadado de nosotros y nos ha enviado los informes estadounidenses.
Rebus empezó a leer.
—¿Cómo es posible que lo hayan puesto en libertad? Yo creía que en Estados Unidos «cadena perpetua» significaba «hasta el día que te mueras».
—Por un tecnicismo relacionado con el juicio original. Es tan críptico que ni siquiera las autoridades estadounidenses acaban de entenderlo.
—¿Y aun así lo dejan marchar?
—Un nuevo juicio costaría una fortuna, y luego está el problema de localizar a los testigos originales. Le ofrecieron un trato: si renunciaba a su derecho a un nuevo juicio o a cualquier compensación, lo mandarían a casa.
—En el artículo, «a casa» aparecía entrecomillado.
—No ha vivido mucho tiempo en Edimburgo.
—Entonces, ¿por qué lo traen aquí?
—Por lo visto lo eligió él.
—Pero ¿por qué?
—Quizá el fax se lo diga.
El mensaje del fax era simple y llano: «Cary Oakes volvería a matar».
El psicólogo había advertido de ello a las autoridades. Según él, Cary Oakes a duras penas sabía distinguir entre el bien y el mal. Había mucha terminología especializada aplicada a esto último. La palabra «psicópata» ya no era de uso común entre los expertos, pero, leyendo entre líneas y prestando atención a la jerga, Rebus sabía que eso era justamente lo que tenían ante sí. Tendencias antisociales…, una arraigada sensación de traición…
Oakes tenía treinta y ocho años. El informe incluía una foto granulosa en la que llevaba la cabeza afeitada. Tenía la frente grande y protuberante, y la cara delgada y angulosa. Los ojos parecían pequeños abalorios negros y la boca era estrecha. Lo describían como una persona con una inteligencia superior a la media (era autodidacta y había estudiado en la cárcel) e interesada en la salud y la gimnasia. No trabó amistades durante su confinamiento, no colgó fotografías en las paredes y solo mantuvo correspondencia con su equipo de abogados (cinco en total).
El Granjero estaba al teléfono tratando de averiguar el itinerario de vuelo con la ayuda del subcomisario de Fettes. Cuando hubo terminado, Rebus le preguntó qué opinaba este.
—Cree que deberíamos ir paso a paso.
Rebus se sonrió al oír tan trillada respuesta.
—En cierto modo tiene razón —continuó el Granjero—. Los medios de comunicación se pondrán a husmear. No podemos dar la imagen de que estamos acosando a ese tipo.
—A lo mejor estamos de suerte y lo ahuyentan los periodistas.
—A lo mejor.
—Aquí dice que originalmente lo interrogaron por otros cuatro asesinatos.
El Granjero asintió, pero parecía distraído.
—Justo lo que me faltaba —dijo al fin, mirando a la mesa.
La mesa era un reflejo de aquel hombre: siempre pulcramente ordenada, al igual que el resto del despacho. No había papeles amontonados ni desorden, ni siquiera un clip extraviado en la moqueta.
—Llevo demasiado tiempo dedicándome a esto, John. —El Granjero se recostó en la silla—. ¿Sabe cuáles son los peores policías?
—¿Los que son como yo?
El Granjero sonrió.
—Al contrario. Son los que hacen tiempo hasta que llega el día de la jubilación, los que se pasan la jornada mirando el reloj. Recientemente me he convertido en uno de ellos. Otros seis meses: ese el tiempo que me he dado. Seis meses y me jubilo. —Sonrió otra vez—. Y quería que fuesen tranquilos. He rezado para que lo fueran.
—No sabemos si ese tío causará problemas. Hemos visto casos parecidos, señor.
El Granjero asintió. Hablaban de hombres que habían cumplido condena en Australia y Canadá y camorristas de la cárcel de Glasgow que se instalaban en Edimburgo o que simplemente estaban de paso, todos ellos con un historial grabado a fuego en el rostro. Aun cuando no suponían un problema, lo eran. Podían sentar cabeza, vivir tranquilamente, pero había gente que sabía quiénes eran, que conocía la reputación que los precedía, y eso era algo de lo que jamás podrían despojarse. Y, al final, tras demasiadas cervezas en el pub, una de esas personas decidía que había llegado el momento de ponerse a prueba, porque lo que llevaba a cuestas el camorrista era un parámetro, algo con lo que uno podía calibrarse a sí mismo. Era Hollywood en estado puro: el pistolero desafiado por un chaval punk. Pero, para la policía, solo era un problema.
—El tema, John, es si podemos permitirnos el lujo de esperar. El subcomisario dice que es posible solicitar financiación para una vigilancia parcial.
—¿Cómo de parcial?
—Dos equipos, cuatro agentes en total durante quince días más o menos.
—Eso es mucho viniendo de él.
—Le gustan los presupuestos ajustados.
—¿Aunque ese tío pueda volver a matar?
—Últimamente, incluso los asesinatos se rigen por los presupuestos, John.
—Sigo sin entenderlo. —Rebus cogió el fax—. Según las notas, Oakes no nació aquí y no tiene familia. Vivió aquí… ¿cuánto tiempo? ¿Cuatro o cinco años? Se fue a Estados Unidos cuando tenía veinte. Lleva casi media vida allí. ¿Qué pinta en Edimburgo?
El Granjero se encogió de hombros.
—¿Empezar de cero?
Empezar de cero: Rebus pensó en Darren Rough.
—Tiene que haber algo más, señor —respondió Rebus, que volvió a coger el expediente—. Por fuerza.
El Granjero consultó el reloj.
—¿No tiene que ir al juzgado?
Rebus asintió.
—Es una pérdida de tiempo, señor. No me llamarán.
—Debe ir de todos modos, inspector…
Rebus se levantó.
—¿Le importa que me lleve esto? —preguntó, ondeando el fax—. Me comentó que era recomendable llevarse lectura.