Читать книгу Almas muertas - Ian Rankin - Страница 7
PRÓLOGO
ОглавлениеDesde esta altura, la ciudad durmiente parece obra de un niño, una maqueta que se ha negado a verse constreñida por la imaginación. El cuello volcánico podría ser de plastilina negra; el castillo firmemente equilibrado encima de él, una versión sesgada de unos bloques de construcción almenados. Las farolas naranjas son envoltorios de caramelo pegados al palo de una piruleta.
En el estuario de Forth, las tenues bombillas de unas linternas de bolsillo iluminan barcos de juguete que descansan sobre papel crepé negro. En este universo, los escarpados chapiteles del casco viejo serían fósforos torcidos y los jardines de Princes Street, un tablero de Fuzzy-Felt. Cajas de cartón para los edificios de apartamentos, puertas y ventanas concienzudamente detalladas con lápices de colores. Las cañitas para beber podrían convertirse en canalones y bajantes, y con una buena cuchilla —o tal vez un escalpelo— podrían abrirse esas puertas. Pero, mirar dentro…, mirar dentro destruiría el efecto.
Mirar dentro lo cambiaría todo.
Se mete las manos en los bolsillos y nota el afilado viento en las orejas. Puede imaginar que es el aliento de un niño, pero la realidad lo desmiente.
«Soy el último viento frío que sentirás».
Da un paso al frente, se asoma al precipicio y contempla la oscuridad. Arthur’s Seat se agazapa detrás de él, encorvado y en completo silencio, como si le ofendiera su presencia, preparado para saltar. Se dice a sí mismo que es de papel maché. Pasa las manos sobre unas tiras de periódico, sin leer las noticias, pero entonces se da cuenta de que está acariciando el aire y las aparta, riéndose con una expresión culpable. Oye una voz detrás de él.
En el pasado había subido allí a plena luz del día. Años atrás puede que hubiera venido con una amante, cogidos de la mano, contemplando la ciudad que se extendía como una promesa. Más tarde, con su mujer y su hijo, se habían detenido en la cumbre para hacer fotos, procurando no acercarse demasiado al precipicio. Era padre y marido. Hundía la barbilla en el cuello de la chaqueta y veía Edimburgo en sus tonos grises, pero en perspectiva, pues había subido hasta allí con su familia. Absorbiendo la ciudad entera con un lento movimiento de cabeza, sentía que todos los problemas eran soportables.
Sin embargo, ahora, en la oscuridad, sabe que no es así.
Sabe que la vida es una trampa, que las fauces acaban por cerrarse sobre el tonto que crea que puede cosechar la victoria a fuerza de mentiras. Se oye un coche de policía a lo lejos, pero no viene a por él. A los pies de Salisbury Crags le aguarda un carruaje negro. El conductor sin cabeza empieza a impacientarse. Los caballos tiemblan y relinchan. En el trayecto a casa echarán espumarajos por la boca.
«Salisbury Crag» ha pasado a formar parte de la jerga de la ciudad. Significa «caballo», «heroína». «Morningside Speed» es la cocaína. Una raya de coca le vendría estupenda ahora mismo, pero no bastaría. Arthur’s Seat bien podría estar hecha de cocaína: tal como están las cosas, no importaría una mierda.
Desde atrás se acerca una figura envuelta en la oscuridad. Se da media vuelta, pero aparta la vista rápidamente. De repente, tiene miedo de enfrentarse a ese rostro. Se dispone a decir algo.
—Sé que te costará creerlo, pero he…
No termina la frase, pues ahora planea por encima de la ciudad con la chaqueta revoloteándole por encima de la cabeza, y sofoca un último y sentido grito. Nota un vacío en el estómago y se pregunta si verdaderamente hay un cochero esperándolo.
Y siente que se le desgarra el corazón, sabiendo que jamás volverá a ver a su hija, ni en este mundo ni en ningún otro.