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Cuatro años antes, Jim Margolies fue trasladado a St. Leonard’s por falta de personal. Tres miembros del Departamento de Investigaciones Criminales habían contraído la gripe y otro estaba hospitalizado por una intervención menor. Margolies, cuya comisaría habitual era la de Leith, venía con buenas referencias, lo cual despertó recelos entre sus nuevos compañeros. A veces, esas referencias afloraban para que una comisaría pudiera descargar pesos muertos en otro lugar. Pero Margolies no tardó en demostrar su valía al dirigir con dedicación y tacto una investigación sobre un pedófilo. Dos niños habían sufrido abusos en Meadows durante, quién lo iba a decir, un festival infantil. Darren Rough ya tenía antecedentes penales. A los doce años había efectuado tocamientos al hijo de un vecino, que por entonces tenía seis. Asistió a terapia y pasó una temporada en un centro de acogida. A los quince años fue descubierto espiando por las ventanas en las residencias de estudiantes de Pollock Halls. Más terapia. Otra muesca en su historial.

La descripción que ofrecieron los colegiales de su atacante llevó a la policía hasta la casa que Rough compartía con su padre. A las nueve de la mañana, el hombre ya estaba sentado a la mesa de la cocina con claros síntomas de ebriedad. Su madre había muerto el verano anterior, y a todas luces esa era la última vez que habían limpiado la casa. Había ropa sucia y platos enmohecidos por todas partes. Parecía que nunca tiraran nada: en la cocina había bolsas de basura rotas y putrefactas, y el correo se amontonaba en una esquina del vestíbulo, donde la humedad lo había convertido en una masa uniforme y empapada. En el cuarto de Darren Rough, Jim Margolies encontró catálogos de ropa en los que descubrió vulgares adiciones a bolígrafo en los modelos infantiles. Debajo de la cama había colecciones de revistas juveniles, historias y fotos de adolescentes de ambos sexos. Y, lo mejor de todo desde el punto de vista policial, oculto bajo la hedionda moqueta estaba el diario de Darren, donde detallaba sus preferencias sexuales y listas de deseos, incluida su hazaña de Meadows fechada y firmada.

La Fiscalía se mostró debidamente agradecida. Darren Rough, que en aquel momento tenía veinte años, fue hallado culpable y enviado a prisión. En St. Leonard’s abrieron una caja de cervezas y Jim Margolies acabó subido a la mesa.

Rebus también estaba allí. Formaba parte del equipo que interrogó a Rough. Había pasado suficiente tiempo con el prisionero para saber que hacían lo correcto encerrándolo.

—Eso nunca sirve con esos cabrones —había observado el inspector Flower—. Reinciden nada más salir.

—¿Insinúa que deberían sustituir la cárcel por un tratamiento? —preguntó Margolies.

—¡Insinúo que deberíamos tirar la puta llave!

Aquellas palabras desataron una ovación. Siobhan Clarke era demasiado cauta para airear sus opiniones, pero Rebus sabía qué estaba pensando. No se mencionó la queja que había presentado Rough. Tenía moratones en la cara y el cuerpo, y aseguró a su abogado que Jim Margolies le había propinado una paliza. No había testigos. La opinión generalizada era que se había causado las lesiones él mismo. A Rebus sí le habían entrado ganas de darle un par de bofetadas, pero Margolies carecía de expedientes por agresión a sospechosos.

Se llevó a cabo una investigación interna y Margolies negó los cargos. El examen médico fue incapaz de determinar si los moratones se los había causado el propio Rough. Y allí acabó todo, con una borrosa mancha en el historial de Margolies y una ligera duda que planeó sobre él el resto de su carrera.

Rebus cerró la carpeta del caso y la devolvió al archivo.

Mairie: «Creo que hay algo en ti que no funciona».

Trabajador social de Rough: «Fueron los suyos quienes quisieron traerlo aquí».

Rebus se dirigió a la oficina del Granjero, llamó a la puerta y entró cuando así se lo indicó.

—¿Qué puedo hacer por usted, John?

—He estado hablando con el trabajador social de Darren Rough, señor.

El Granjero apartó la vista de sus papeles.

—¿Por algún motivo en particular?

—Solo quería saber por qué a Rough le habían asignado un piso con vistas a un parque infantil.

—Seguro que les sentó de maravilla.

El tono no era de desaprobación. En la escala moral del Granjero, los trabajadores sociales estaban solo un peldaño o dos por encima de los pedófilos.

—Me dijeron que fuimos nosotros quienes quisimos traerlo aquí.

El Granjero torció el gesto.

—¿Y eso qué significa?

—Me dijeron que se lo preguntara a usted.

—No tengo la menor idea. —El Granjero se acomodó en la silla—. ¿Que quisimos traerlo nosotros?

—Eso dijeron.

—¿Se refieren a Edimburgo?

Rebus asintió.

—Acabo de releer el historial de Rough. Pasó una temporada en un centro para menores.

—¿No era Shiellion? —preguntó el Granjero con interés.

Rebus sacudió la cabeza.

—Callstone House, al otro lado de la ciudad. Estuvo poco tiempo. Sus padres eran alcohólicos y lo tenían abandonado. No tenía adónde ir.

—¿Qué pasó?

—La madre se desintoxicó y Rough volvió a casa. Más tarde, a ella le diagnosticaron una enfermedad hepática, pero nadie se molestó en trasladar a Rough.

—¿Por qué?

—Porque entonces estaba cuidando de su padre.

El Granjero miró su colección de fotos familiares.

—Qué vida la de algunos…

—Sí, señor —coincidió Rebus.

—¿Adónde quiere llegar?

—Simplemente, Rough vuelve a Edimburgo, al parecer porque nosotros lo queríamos aquí y, acto seguido, el agente que lo metió entre rejas acaba saltando desde lo alto de Salisbury Crags.

—No estará insinuando que hay relación…

Rebus se encogió de hombros.

—Jim va a cenar a casa de unos amigos con su mujer y su hija. Vuelve a casa y se acuesta. A la mañana siguiente aparece muerto. Estoy buscando razones por las que Jim Margolies pudo haberse quitado la vida, y la verdad es que no encuentro ninguna. Y también me pregunto quién quería a Darren Rough aquí y por qué.

El Granjero parecía pensativo.

—¿Quiere que hable con Trabajo Social?

—De mí no quieren saber nada.

El Granjero cogió papel y bolígrafo.

—Deme un nombre.

—Andy Davies es el trabajador social de Rough.

El Granjero subrayó las palabras.

—Déjelo en mis manos, John.

—Sí, señor. Mientras tanto, me gustaría investigar el suicidio de Jim.

—¿Le importa que le pregunte por qué?

—Para ver si realmente tiene relación con Rough.

Y podría haber añadido: «Para satisfacer mi curiosidad». El Granjero asintió.

—En cuanto a Shiellion… ¿Cuándo le toca declarar?

—Mañana, señor.

—¿Ya ha ensayado el discursito?

Rebus asintió.

—Recuerde cuál es el secreto de una buena actuación en los tribunales, John.

—¿La presentación, señor?

El Granjero negó con la cabeza.

—Procure llevar mucho material de lectura.

Aquella noche, de camino a casa, fue a ver a su hija. Sammy había cambiado su antiguo piso, situado en una segunda planta, por unos bajos más o menos nuevos en un bloque de ladrillo situado cerca de Newhaven Road.

—Hasta la costa es todo cuesta abajo —le había dicho a su padre—. Y tendrías que ver este trasto sin frenos.

Se refería a la silla de ruedas. Rebus le había ofrecido dinero para comprar una motorizada, pero ella lo rechazó.

—Estoy fortaleciendo los músculos —dijo—. Y, además, no necesitaré esta cosa mucho tiempo.

Puede que no, pero la senda hacia la plena movilidad estaba resultando ardua. Solo recibía tratamiento de fisioterapia dos veces por semana y se pasaba el resto del tiempo concentrada en ejercicios caseros. Era como si el accidente le hubiera afectado tanto a la columna vertebral como a las piernas.

—El cerebro les dice lo que tienen que hacer, pero ellas no siempre escuchan.

En la puerta principal de su edificio había una pequeña rampa de madera que le había construido un amigo de un amigo. Uno de los dormitorios había sido reconvertido en un improvisado gimnasio, con un gran espejo en una pared y unas barras paralelas que ocupaban casi todo el espacio libre. Las puertas eran estrechas, pero a Sammy se le daba bien maniobrar la silla de ruedas sin rasguñarse los nudillos o los codos.

Cuando llegó Rebus, abrió la puerta Ned Farlowe. Estaba haciendo una sustitución en un periódico gratuito local. Trabajaba pocas horas, lo cual le dejaba tiempo para ayudar a Sammy con sus ejercicios. Rebus y él todavía no confiaban el uno en el otro —¿llegaba a confiar alguna vez un padre en el hombre que se acostaba con su hija?—, pero Ned parecía dejarse la piel por Sammy.

—Hola —dijo—. Está entrenándose. ¿Te apetece un té?

—No, gracias.

—Estoy preparando la cena.

Ned ya estaba dirigiéndose a la larga y estrecha cocina. Rebus sabía que su presencia allí suponía una molestia.

—Solo voy a…

—De acuerdo.

Los olores de la cocina eran como los del Engine Shed: aromáticos y vegetarianos. Rebus recorrió el pasillo, en cuyas paredes había rasguños causados por la silla de ruedas. De la habitación de invitados emanaba música disco. Sammy, con mallas negras, estaba tumbada en el suelo intentando conseguir que las piernas le respondieran. Tenía la cara roja del esfuerzo y el cabello pegado a la frente. Cuando vio a su padre, apoyó la cabeza en el suelo.

—Apaga eso, hazme el favor —dijo.

—Con mirar me conformo.

Pero Sammy negó con la cabeza. No le gustaba que la observaran mientras trabajaba. Era su lucha, una batalla privada con su cuerpo. Rebus apagó el reproductor de casete.

—¿Te suena? —preguntó ella.

—Chic, Le Freak. Fui a bastantes discotecas cutres en los setenta.

—No te imagino con pantalones acampanados.

—Pata de elefante.

Sammy se había incorporado. Rebus dio un paso al frente para ayudarla, consciente de que si se acercaba un poco más ella lo ahuyentaría.

—¿Cómo va la solicitud de discapacidad?

Sammy puso los ojos en blanco, cogió una toalla y se secó la cara.

—Creía saberlo todo sobre la burocracia, pero, por lo visto, aún tengo margen de mejora.

—Claro.

—Hay complicaciones de todo tipo. Además, mi puesto en los servicios sociales sigue ahí.

—Pero la oficina está en una tercera planta.

Rebus se sentó a su lado.

—Puedo trabajar desde casa.

—¿En serio?

—Pero me niego. No quiero depender solo de estas cuatro paredes.

Rebus asintió.

—Si necesitas cualquier cosa…

—¿Tienes cintas de música disco?

Rebus sonrió.

—Yo era más de Rory Gallagher y John Martyn.

—Bueno, nadie es perfecto —respondió ella, colgándose la toalla alrededor del cuello—. Hablando del tema, ¿cómo está Patience?

—Bien.

—A veces hablamos por teléfono.

—¡Ah!, ¿sí?

—Dice que hablo más con ella yo que tú.

—No creo que sea cierto.

—¿No?

Rebus miró a su hija. ¿Había sido siempre tan arisca o era a causa del accidente?

—Nos llevamos bien —dijo Rebus.

—¿Según tu versión?

Rebus se levantó.

—Creo que la cena ya está casi lista. ¿Quieres que te ayude a subirte a la silla?

—A Ned le gusta hacerlo. —Rebus asintió—. Aún no has respondido a mi pregunta.

—Soy policía. Normalmente las preguntas las hacemos nosotros.

Sammy se envolvió la cabeza con la toalla.

—¿Es por mí?

—¿Qué?

—Desde que… —Se miró las piernas—. Es como si te culparas de ello.

—Fue un accidente —dijo Rebus, evitando mirarla.

—Hizo que volvierais a estar juntos. ¿Entiendes lo que te estoy diciendo?

—Me estás diciendo que yo me culpo de tu accidente y tú te culpas de lo mío con Patience. ¿Te parece un buen resumen?

Sammy sonrió.

—Quédate a cenar.

—¿No crees que debería irme a casa con Patience?

Se apartó la toalla de los ojos.

—¿Es a donde ibas?

—¿Adónde si no?

Se despidió con la mano al salir de la habitación.

Almas muertas

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