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Los jóvenes fugitivos solían elegir las mismas rutas: autobús, tren o autostop rumbo a Londres, Glasgow o Edimburgo. Había organizaciones que vigilaban los movimientos de los desaparecidos y, aunque estos no siempre revelaban su paradero a las ansiosas familias, al menos podían confirmar que la persona estaba sana y salva.

Pero un chico de diecinueve años con dinero podía estar en cualquier sitio. Ningún destino era demasiado remoto: su pasaporte no había aparecido. Lo llevaba consigo a las discotecas para demostrar su edad. Damon tenía una cuenta corriente en el banco local, tarjeta de crédito incluida, y otra con devengo de intereses en una sociedad de ahorro y préstamo para la vivienda de Kirkcaldy. Quizá valía la pena probar con el banco. Rebus cogió el teléfono.

Al principio, el director insistió en que necesitaba una solicitud por escrito, pero accedió cuando Rebus le prometió enviársela más tarde por fax. Rebus esperó mientras el director iba a realizar sus comprobaciones, y, a su vuelta, ya había bosquejado en el papel medio pueblo con su río, su parque y su bocamina.

—La retirada de efectivo más reciente fue en un cajero del West End de Edimburgo. Cien libras el día 15.

La noche que Damon fue a la Gaitano. A Rebus, cien libras le parecían una cantidad más que respetable, incluso para una buena salida nocturna.

—¿Y desde entonces nada?

—No.

—¿Cuándo se realizó la última actualización?

—Al cierre de ayer.

—¿Puedo pedirle un favor? Me gustaría que mantuvieran vigilada esa cuenta y que me informaran de inmediato sobre cualquier operación.

—Lo necesitaré por escrito, inspector. Y probablemente necesitaré también la aprobación de la central.

—Le estaría muy agradecido, señor Brayne.

—Me llamo Bain —dijo el director con brusquedad antes de colgar.

Rebus llamó a la sociedad de ahorro y préstamo y tuvo que soportar los mismos preámbulos antes de averiguar que Damon no había tocado su cuenta en más de quince días. Luego hizo una última llamada a la comisaría de Gayfield y preguntó por la agente Hawes, que no pareció alegrarse demasiado cuando Rebus se identificó.

—¿Qué sabemos de la Gaitano? —preguntó.

—Todo el mundo la llama Guiser y está bastante de moda. El año pasado se produjeron dos apuñalamientos, uno dentro de la discoteca y otro en el callejón trasero. Este año ha estado más tranquilo, probablemente gracias a una política de acceso más estricta.

—Querrá decir a unos seguratas más corpulentos.

—Jefes de puerta, si no le importa. Los vecinos siguen quejándose del ruido a la hora del cierre.

—¿Quién es el propietario?

—Charles Mackenzie. Lo apodan el Seductor.

Un par de agentes habían hablado con Mackenzie sobre Damon Mee y les había facilitado la cinta de seguridad, que estaba cogiendo polvo en Gayfield desde entonces.

—¿Sabe cuántas personas desaparecen cada año? —preguntó Hawes con apatía.

—Me lo comentó.

—Entonces debería saber que si no se sospecha de que haya algo raro, no son exactamente una prioridad. A veces, yo también he tenido ganas de huir.

Rebus pensó en sus paseos nocturnos en coche, en sus largas horas sin rumbo, simplemente llenando los espacios vacíos de su vida.

—¿No nos ha pasado a todos?

—Mire, sé que esto lo hace como un favor…

—Sí.

—Pero hemos hecho todo lo que podíamos, ¿no?

—Bastante.

—Entonces, ¿qué sentido tiene?

—No estoy seguro. —Rebus podría haberle dicho que guardaba relación con el pasado, con una deuda que creía tener con Janice Playfair y Barney Mee, y con el recuerdo de un amigo al que en su día había llamado Mitch. Por algún motivo, no le pareció que explicárselo a una desconocida fuese a ayudar—. Una última cosa —dijo—. ¿Me consiguió una foto de esa mujer?

La Gaitano era poco más que un cartel de neón y una puerta negra maciza, flanqueada a ambos lados por pubs; enfrente había una tienda de equipos de música con amplificadores de válvulas y un tocadiscos enorme en el escaparate. El precio del tocadiscos hacía juego con su tamaño. Uno de los pubs se llamaba The Headless Coachman. Había cambiado de nombre hacía un par de años con la intención de captar turistas.

Rebus pulsó el timbre de la Gaitano y le abrió la puerta una mujer. Era la limpiadora, y Rebus no le envidiaba el trabajo. Había retirado los vasos de las mesas, pero aquello seguía pareciendo una pocilga. Había una aspiradora industrial sobre la moqueta que rodeaba la pista de baile. El suelo estaba salpicado de colillas, celofán y alguna que otra botella vacía. Había terminado de limpiar el vestíbulo, pero todavía le faltaba media pista principal. Todas las paredes estaban revestidas de espejos, y con una iluminación adecuada el local debía de parecer mucho más espacioso de lo que en realidad era. En cambio, con aquella luz blanca y sin música ni clientes, resultaba inhóspito. Olía a sudor rancio y a cerveza. Rebus vio una cámara de seguridad en una esquina y saludó.

—Inspector Rebus.

El hombre que cruzaba la pista de baile en dirección a él medía aproximadamente un metro sesenta y era flaco como un mezclador de cócteles. Rebus calculó que debía de tener cincuenta y cinco años. Llevaba un traje azul cielo y una camisa blanca con el cuello abierto para mostrar el bronceado y sus joyas de oro. Tenía el cabello gris y ralo, pero el corte era tan impecable como el del traje. Se estrecharon la mano.

—¿Le apetece tomar algo? —preguntó mientras lo acompañaba a la barra.

Rebus observó la hilera de focos.

—No, gracias, señor.

Mackenzie, el Seductor, se sirvió una Coca-Cola.

—¿Seguro? —dijo.

—Tomaré lo mismo que usted —respondió Rebus.

Comprobó que uno de los taburetes no estuviera manchado de ceniza y se sentó justo delante de Mackenzie.

—No es su bebida habitual, ¿verdad? —barruntó este—. En mi negocio, uno desarrolla cierta intuición para esas cosas. —Se golpeteó la nariz con el dedo para mayor efecto—. Entonces, ¿el chaval no ha aparecido?

—No, señor.

—A veces se hacen una idea…

Se encogió de hombros, desdeñando las flaquezas de una generación.

—Tengo una fotografía. —Rebus la sacó del bolsillo y se la ofreció—. La persona desaparecida está en segunda fila.

Mackenzie asintió sin mostrar demasiado interés.

—Mire justo detrás de él.

—¿Es su chica?

—¿La conoce?

—Ojalá. —Mackenzie resopló.

—¿No la había visto nunca?

—La foto no es muy buena, pero creo que no.

—¿A qué hora llega el personal?

—Vienen por la noche.

Rebus volvió a guardarse la foto en el bolsillo.

—¿Sería posible recuperar mi vídeo? —preguntó Mackenzie.

—¿Por qué?

—Esas cosas valen dinero. Los gastos generales son los que pueden dar al traste con un negocio como este, inspector.

Rebus no comprendía por qué se había ganado el apodo del Seductor. Tenía el mismo encanto que un papel de lija.

—Y no queremos que eso ocurra, ¿verdad, señor Mackenzie? —dijo, poniéndose en pie.

Ya en la oficina, visionó de nuevo la cinta, prestando especial atención a la rubia. Tenía la cabeza inclinada, la mandíbula marcada y la boca entreabierta. Tal vez estaba diciéndole algo a Damon. Un minuto después, el chico había desaparecido. ¿Le había propuesto reunirse con él en algún lugar? Cuando su acompañante se fue, ella se quedó en la barra pidiendo una copa. Justo a medianoche, quince minutos después de la desaparición de Damon, salió de la discoteca. El último plano era de una cámara instalada en el muro exterior del local. Aparecía torciendo a la izquierda por Rose Street bajo la atenta mirada de unos cuantos borrachos que trataban de entrar en la Gaitano.

Alguien asomó la cabeza por la puerta y le dijo que tenía una llamada. Era Mairie Henderson.

—Gracias por responder —dijo.

—Imagino que quieres pedirme un favor.

—Más bien al contrario.

—En ese caso, el almuerzo corre de mi cuenta. Estoy en el Engine Shed.

—Qué oportuno. —Rebus sonrió: el Engine Shed se encontraba justo detrás de St. Leonard’s—. Estaré ahí en unos cinco minutos.

—Que sean dos, o la carne se habrá esfumado.

Lo cual no era del todo falso, porque en aquellas albóndigas no había carne. Eran sabrosas bolas de champiñones y garbanzos con salsa de tomate. Aunque se tardaba un minuto en llegar a pie desde la oficina, Rebus nunca había comido en el Engine Shed. Todo en él era demasiado saludable, demasiado nutritivo. La bebida del día era zumo de manzana orgánico y estaba terminantemente prohibido fumar. Sabía que lo regentaba una especie de organización benéfica y que allí trabajaba gente que necesitaba el salario más que la mayoría. Típico de Mairie eso de elegir un lugar como aquel para una reunión. Estaba sentada junto a la ventana cuando llegó Rebus con su bandeja.

—Tienes buen aspecto —dijo.

—Es gracias a la ensalada —dijo, señalando el plato con la cabeza.

—¿Te sigue yendo bien?

Rebus se refería a su decisión de abandonar el periódico local y trabajar por su cuenta. En ocasiones se habían prestado ayuda mutuamente, pero Rebus sabía que era él quien debía más favores. El rostro de Mairie era limpio, todo líneas bien definidas, y tenía unos ojos rápidos y oscuros. Había cambiado de peinado y ahora parecía una joven Cilla Black. Sobre la mesa había un cuaderno y un teléfono móvil.

—De vez en cuando me compra un artículo algún periódico de Londres. Al día siguiente, mi antiguo diario tiene que publicar su propia versión.

—Lo cual debe de molestarlos.

—Tienen que saber lo que se han perdido. —Mairie sonrió.

—Bueno —dijo Rebus—, han estado perdiéndose una noticia que tenían delante de sus narices.

Se llevó otra cucharada a la boca y hubo de reconocer para sus adentros que la comida no estaba nada mal. Observando las otras mesas, se percató de que los demás comensales eran mujeres. Algunas estaban dando de comer a niños sentados en tronas y otras haciéndose confidencias en voz baja. El restaurante no era grande, y Rebus moderaba el tono al hablar.

—¿De qué noticia se trata? —preguntó Mairie.

Rebus bajó aún más la voz.

—Un pedófilo que vive en Greenfield.

—¿Ha estado en la cárcel?

Rebus asintió.

—Cumplió condena y ahora lo han metido en un piso con bonitas vistas a un parque infantil.

—¿Qué ha hecho?

—De momento, nada. Al menos nada de lo que pueda acusarlo. La cuestión es que sus vecinos no saben a quién tienen viviendo al lado.

Mairie lo miró fijamente.

—¿Qué pasa? —preguntó Rebus.

—Nada. —Masticó lentamente un poco de ensalada—. Entonces, ¿dónde está la noticia?

—Venga, Mairie…

—Sé qué es lo que quieres. —Lo señaló con el tenedor—. Y sé por qué lo quieres.

—¿Y?

—¿Qué delito ha cometido?

—Joder, Mairie, ¿conoces la tasa de reincidencia? Eso no se cura encerrándolos unos años en la cárcel.

—Tenemos que arriesgarnos.

—¿«Tenemos»? No es a nosotros a quienes perseguirá.

—Todos nosotros. Todos tenemos que darles una oportunidad.

—Mira, Mairie, es una buena noticia.

—No, es tu manera de llegar hasta él. ¿Todo esto tiene algo que ver con Shiellion?

—Tiene una mierda que ver con Shiellion.

—Por lo que sé, te han citado para que testifiques. —Volvió a mirarlo fijamente, pero Rebus se limitó a encogerse de hombros—. La cosa ya está bastante caldeada de por sí. Si escribo un artículo sobre un pedófilo que vive en Greenfield, precisamente allí, será incitación al asesinato.

—Vamos, Mairie…

—¿Sabes qué creo, John? —Soltó el cuchillo y el tenedor—. Creo que hay algo en ti que no funciona.

—Mairie, lo único que quiero…

Pero ya estaba cogiendo el abrigo del respaldo de la silla, además del teléfono, el cuaderno y el bolso.

—Se me ha quitado el apetito —dijo.

—En tus tiempos habrías roído esa historia hasta el hueso.

Henderson reflexionó unos instantes.

—Puede que tengas razón —respondió—. Espero con toda mi alma que no la tengas, pero quién sabe.

El taconeo sobre el suelo de madera resonó por todo el restaurante. Rebus contempló su almuerzo y el vaso de zumo, que ni siquiera había tocado. Había un pub a menos de tres minutos de allí, y deslizó el plato a un lado. Se dijo a sí mismo que Mairie estaba equivocada, que aquello no tenía nada que ver con Shiellion. Tenía que ver con Jim Margolies, con el hecho de que, en una ocasión, Darren Rough había presentado una reclamación contra él. Ahora Jim estaba muerto y Rebus quería algo a cambio. ¿Podría dar descanso al fantasma de Jim atormentando a su atormentador? Se metió la mano en el bolsillo y cogió el trozo de papel con el número de teléfono aún perfectamente legible.

«Creo que hay algo en ti que no funciona».

¿Quién era él para afirmar lo contrario?

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