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1. Antecedentes silentes

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Una vez iniciada la marcha de la producción fílmica en el último lustro del siglo XIX, son unos pocos los países que, además de convertirse en fabricantes de películas, controlan el flujo de la distribución internacional, la que sirve a las necesidades de una programación creciente en las salas en las que se ofrece el espectáculo que aún no son las salas especialmente diseñadas para servir de marco a la exhibición cinematográfica de manera estable y regular. Ningún país de América Latina estuvo entre ese puñado de naciones, entre las que Francia en primer lugar y Estados Unidos en el segundo ganaron posiciones ventajosas en el comercio fílmico. En esa etapa de desorden inicial, en que las proyecciones tenían lugar en espacios muy heterogéneos, se fueron forjando, además de las empresas productoras en los países productores, canales de circulación, así como negocios de exhibición a veces ligados con esos canales, tanto en las capitales como en las ciudades del interior a lo largo de casi todo el mundo.

A nuestros países el cinematógrafo llegó para quedarse como antes habían llegado la fotografía y el gramófono, pero el material que debía abastecer los espacios de exhibición venía prácticamente en exclusividad de fuera y eso se va a imponer como un hecho casi “natural”. Éramos países básicamente importadores de tecnología y el destino que se podía atisbar era el de consumidores de unos filmes realizados más allá de nuestras fronteras regionales. Sin embargo, ese destino no era ineluctable y eso se demostró en el hecho de que, aun en condiciones desventajosas, algo se fue haciendo y de a pocos se consiguió un crecimiento que, si bien no permitió equipararse con ninguno de los países productores de esos tiempos, dio lugar a lo que podemos considerar, más que en otras partes, una suerte de prehistoria fílmica entendida, en un sentido puramente didáctico, como etapa desordenada y naciente de un proceso que luego dio un inesperado salto. Prehistoria en comparación con lo que acontece a partir de los años treinta, sin que el término nos sirva más que para entender —y no calificar o rotular— un periodo de más de treinta años.

Aclaro que no considero prehistórica la etapa silente en los países en los que se creó una industria fílmica. En ellos esa fase inicial es una primera etapa que cubre aproximadamente una quincena de años, aunque no en todos, pues no es un proceso regular ni uniforme. En América Latina, en cambio, no se crea una infraestructura capaz de sostener una producción estable y con canales de distribución que trasciendan las fronteras locales, ya no digamos regionales. En algunos países de la región la producción va a ser cuantitativamente mayor que en otros, pero sin conseguir que se establezca una industria propiamente dicha. En unos pocos, como Argentina, Brasil y México, esa dinámica comparativamente mayor a la de los países vecinos deriva de su dimensión o ubicación geográfica, de sus circunstancias económicas o comerciales o de la iniciativa de un mayor número de entusiastas o de aprovechadores. Como nuestro trabajo está centrado en los dos países de habla hispana, es en ellos en los que me voy a concentrar principalmente, pero no van a faltar referencias al Brasil en estos apartados iniciales referidos a la etapa silente y en alguno posterior.

¿Qué hubo, entonces, en estos países durante el periodo mudo? Hubo una práctica de registro informativo más o menos sostenida desde los primeros años que se fue incrementando progresivamente, en su mayor parte a cargo de quienes ejercían la profesión de fotógrafos, muchos de los cuales se desplazaron de un lugar a otro y fueron estableciendo la práctica del registro visual de las imágenes móviles. Eran los que conocían el funcionamiento de la cámara y aplicaron ese conocimiento a la máquina cinematográfica, de forma similar a lo que se hizo en casi todas partes. En México, por ejemplo, quienes pasan a ser los fundadores de las vistas informativas y luego noticiosas o documentales de ese país eran profesionales de la fotografía fija.

También se va desplegando, poco después del comienzo de esos trabajos de no ficción y ya desde los años iniciales del siglo XX, una producción de cortos de ficción en un comienzo muy incipiente, promovida, de una parte, por escritores u hombres de teatro, y de otra por aficionados sin inquietudes intelectuales, contando para ello con esos mismos fotógrafos que practicaban el registro documental u otros sumados a esos empeños pioneros. Igual que el vínculo del fotógrafo con el registro de lo “real”, el de los hombres de letras o periodistas se avenía casi “naturalmente” a la escritura original o a la adaptación de algún texto previo para narrarlos en imágenes. La práctica fílmica se hace particularmente activa en el periodo de los últimos años de la década de 1910, en que las duraciones se van extendiendo cuando aún no había una conciencia clara de las diferencias de metraje ni, menos, denominaciones para ellas. Esa etapa es relativamente amplia pero desordenada, sin derroteros precisos, con esfuerzos dispersos en diversas ciudades, sin que las capitales operaran como los polos prácticamente únicos que luego serían. Fueron películas que, según todos los datos de que se dispone, no lograron crear en el público el hábito de ver obras locales, que casi no traspusieron las fronteras nacionales y que, si lo hicieron, no fue de un modo planificado. Hubo unas pocas que resultaron muy atractivas y alcanzaron un ciclo de vida más prolongado en los espacios públicos de proyección locales o nacionales, pero fueron las menos.

Algunas producciones mexicanas se exhibieron en las ciudades de Estados Unidos con población de origen latinoamericano que en su mayoría procedía, justamente, del país fronterizo. En realidad, ya en ese entonces las películas provenientes de Hollywood copaban las pantallas e imponían estándares de factura profesional a los que no podían aspirar las de otros países, pues en esos lugares la especialización no era aún una exigencia perentoria para quienes asumían las tareas involucradas en el proceso de fabricación de los filmes, ya que no se habían establecido las pautas que más adelante guiarán esa fabricación.

Además, la imagen silente había creado, ya se ha dicho muchas veces, algo así como un lenguaje mudo universal que, pese a los matices derivados de particularidades de carácter narrativo, interpretativo y de estilo visual, estaba lejos aún de definir identidades nacionales diferenciadas, tal como va a suceder de manera relativamente nítida una vez instalada la imagen sonora. En el correr de los años veinte ese “lenguaje mudo universal” prácticamente era el que se generaba en los estudios de Hollywood, especialmente para el público de América Latina, en una época en que la competencia inicial entre Estados Unidos, Francia y otros países europeos había cedido a la hegemonía hollywoodense, proceso que se inicia con fuerza en el periodo de la Primera Guerra Mundial.

No existió en ninguno de los países de la región un proyecto de edificación de una cinematografía local sobre bases sólidas y primó la vehemencia del aventurerismo por sobre la racionalidad que supone fijar objetivos y actuar en consecuencia con el fin de llegar a ellos. Lo que sí se edifica es una estructura de exhibición en la que participan comerciantes locales o extranjeros que importan los filmes procedentes de Estados Unidos o Europa. Se va creando así una red de salas y se configuran las funciones del distribuidor y, sobre todo, del exhibidor, que es normalmente el dueño de la sala. En palabras de Paulo Antonio Paranaguá (2003):

Del nomadismo la producción del periodo silente heredó la atomización, sinónimo de discontinuidad. El eterno retorno, el empezar de nuevo, la crisis cíclica son las figuras obligadas de esta prehistoria. No hay siquiera acumulación de experiencia, para no hablar de capital […] Los cineastas latinoamericanos intentan crear condiciones de producción a nivel artesanal, pero pierden casi siempre la batalla al llegar al mercado, unificado a escala nacional solamente por y para el producto extranjero. (p. 34)

Con todo, y mal que bien, se hicieron y se vieron películas locales, aunque más que la ficción, alcanzó una relativa mayor estabilidad el trabajo documental, pero de esos tiempos es muy poco lo que queda, pues casi todo lo filmado está perdido. En realidad, no solo el material documental, sino un alto porcentaje de lo que se exhibió en las pantallas durante el periodo silente se ha perdido para siempre y de esa catástrofe para la memoria del cine, y de todo un periodo de la historia, no se libra la misma producción norteamericana. En los primeros treinta años del siglo XX no existía la conciencia de conservación y solo cuando el sonoro se echa a andar aparecen los primeros intentos de evitar la pérdida de los filmes silentes que habían sido considerados por los productores y exhibidores, con pocas excepciones (comedias y poco más), un material desprovisto de cualquier utilidad comercial, más allá del periodo de circulación en salas. Esos intentos de conservación muy dispersos resultaron insuficientes en los pocos países que los emprendieron. Por cierto, como la utilidad se medía exclusivamente en términos económicos, en América Latina eso fue especialmente grave por la carencia de productoras cinematográficas estables. Si en Estados Unidos, que tenía a las majors ya consolidadas, las pérdidas fueron cuantiosas, en nuestros países es muy poco lo que pudo rescatarse de manera eventual y, con frecuencia casual, casi siempre después de muchos años de terminada la etapa silente, porque las cinematecas surgen en la región a partir de los años cincuenta. Antes, unos pocos coleccionistas fueron los primeros rescatistas.

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