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6. El Hollywood latino

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El sonido trajo mejoras en todos los países que contaban con una industria, empezando ciertamente por el más beneficiado, el país que lo incorporó a la imagen fílmica a partir de la iniciativa pionera de la Warner Bros. Y también benefició a unos pocos que no contaban con industria. Hollywood quiso cubrir los flancos que pudiesen crecer ante la ausencia inicial del subtitulado y las dificultades para el doblaje a otros idiomas. Y lo quiso cubrir, más que en ninguna parte, en los territorios al sur de su frontera, debido a la inexistencia de una producción previa solvente y, por lo tanto, con un futuro incierto. Para ello quiso valerse de sus propios productos y así se inicia el Hollywood latino, es decir, la producción en castellano a cargo de las productoras industriales afincadas en Los Ángeles, antes de que Argentina y México pongan en marcha sus andaduras en la nueva etapa que se abría. Los resultados inicialmente auspiciosos, aunque no espectaculares, de esa empresa de alcance continental, se fueron debilitando poco a poco por sus propias insuficiencias y, especialmente, por la emergencia de las cinematografías hispanohablantes. Todas las compañías grandes de Hollywood, y también casi todas las más pequeñas, participaron en esta aventura que duró prácticamente diez años con una progresión decreciente. La producción de cintas norteamericanas en otras lenguas incluyó versiones en francés, italiano, alemán; incluso, en menor cantidad, portugués, sueco, polaco, checo, húngaro y algún otro. Con el correr de los años solo permanecieron las versiones en español.

En el libro Cita en Hollywood de Juan B. Heinink y Robert G. Dickson (1990), consagrado a la producción de las películas norteamericanas habladas en castellano, se consignan 175 cintas “hispanas” filmadas entre 1929 y 1939 que tienen al menos una duración de 20 minutos (dos bobinas), dejando de lado noticiarios en español, cortos de duración inferior, incluyendo aquellos que se limitaban a mostrar un número musical y que fueron abundantes especialmente en los primeros años.

El músico catalán Xavier Cugat figura como director de una de las primeras producciones “hispanas”, Charros, gauchos y manolas (1930), en la que alternan, entre otros, la mexicana Carmen Castillo, el argentino Vicente Padula y la española María Alba. Más que el interés de ese filme en sí mismo que, por lo que se sabe, es muy escaso (casi un pretexto para la presentación de actores y cantantes de los tres países concernidos), se trata de la versión sonora inaugural de lo que Hollywood va a difundir por varios lustros acerca de la imagen musical de América Latina, incluyendo para esos efectos a España. Iberoamérica es vista como un conglomerado de atuendos y de ritmos, como un mix variopinto en el que hasta los acentos españoles están atravesados a veces por pronunciaciones con un dejo inglés. Esa imagen se prolonga por varias décadas y llega todavía potente a los años sesenta, y en ella sin duda va a desempeñar un papel muy relevante el mismo Cugat (véase el documental Sexo, maracas y chihuahuas, de Diego Mas Trelles, 2016) cuyas orquestaciones alimentan esa fusión rítmica que entremezcla melodías mexicanas, caribeñas, argentinas, brasileñas y españolas. Una de las expresiones más genuinas de un hipotético mestizaje hispano-brasileño convertido en marca musical.

Por una parte, se intentó dar a las películas originalmente filmadas en lengua inglesa su equivalente en español filmándolas con los mismos actores y a partir del mismo guion y pautas de rodaje. En este campo tal vez la experiencia más aceptada fue la de hacer hablar en español (muy poco y con serias limitaciones vocales) a los cómicos Stan Laurel y Oliver Hardy, cuya popularidad era tan grande que se aceptó esa licencia por algunos años. Heinink y Dickson (1990) precisan que:

[Las] películas cómicas de Laurel y Hardy, producidas por Hal Roach en idioma castellano y en contra de lo que pudiera pensarse, no fueron casi nunca copias exactas de su patrón principal. Los actores inventaron continuas variaciones de los gags, junto con otros nuevos y divertidos chistes que prolongaron la duración de las comedias hasta alcanzar el doble del metraje original. (p. 30)

Hay que recordar que la pareja Laurel & Hardy dio el paso al sonoro mejor que ninguno de sus congéneres humorísticos y la reducción de los diálogos a lo más escueto facilitó las cosas, pues casi no incomodaba escucharlos en sus propias voces por extrañas que sonaran.

Otro cómico al que impulsaron a replicar el camino iniciado por Laurel y Hardy fue Buster Keaton, pero aquí las cosas no marcharon nada bien. Si ya Keaton hablando en inglés no funcionó como se quería, hacerlo hablar en castellano fue un despropósito total. Quien tuvo mejor suerte fue otro intérprete que venía de la gran fábrica de la slapstick comedy de los años veinte, Charlie Chase, pero nadie más. Fuera de la comedia no funcionaron otros registros de segundas versiones con actores no “hispanos”. De allí que la producción de estas “repeticiones” en castellano se concentrara en aquellas a cargo de “nativos hispánicos”, mexicanos en su mayor parte, pero procedentes también de España y diversos países al sur de México.

Uno de los escollos a los que se enfrentaba esa producción “postiza” era la mezcla de acentos que, pese a intentarse una cierta disminución de su identidad fonética, no pasaban inadvertidos para el oyente y resultaban francamente incómodos. La “guerra de los acentos” se hizo notoria desde los inicios de esta peculiar experiencia de cine hollywoodense. Las tentativas de neutralización de los acentos no fueron satisfactorias y el nuevo rol de director de diálogos que se estableció y que en muchos casos prácticamente se convirtió en el director a secas, tampoco pudo hacer mucho para reducir ese inconveniente. Otra dificultad estuvo en el desconocimiento del español por parte de casi todos los realizadores norteamericanos que tuvieron a su cargo las películas y que se valieron de asistentes, supervisores y de los directores de diálogos o “directores de actores” para las indicaciones y la comunicación con los intérpretes. El capítulo actoral estuvo, en buena medida, delegado a segundas personas.

Las versiones que acogían argumentos comunes con actores latinos no alcanzaron la atención que obtuvieron sus “originales”. Es el caso de la versión hispana del célebre Drácula (1931) que dirigió Tod Browning en los estudios Universal. La versión hispana que fue dirigida en horario nocturno los mismos días del rodaje del Drácula de Browning, estuvo dirigida por George Melford con el español Carlos Villarías en el rol del vampiro. Es decir, esa versión en castellano se filmó con la misma escenografía que durante el día había albergado la filmación del Drácula de Browning, con el húngaro Béla Lugosi en el rol del conde que vive de noche. No faltaron entusiastas que consideraron superior al filme de Melford, aunque sin duda la actuación de Villarías fue totalmente opacada por la de Lugosi. De cualquier manera, el Drácula de Melford es, para todos los efectos, la primera película de terror hablada originalmente en español.

Se puede agregar a la experiencia de Drácula, que se repite luego en varias otras, que la versión en castellano no sustituyó a la original en inglés. Se lanzó antes que esta última, pero la expectativa del público ya estaba fijada en la versión interpretada por Lugosi. Esa es una de las razones que fueron minando desde el inicio la práctica de las “segundas versiones”. “En realidad, las llamadas versiones simultáneas sólo fueron filmadas junto con la original en muy pocas ocasiones”, apuntan Heinink y Dickson (1990, p. 29), pues la mayor parte de la producción se hizo a partir de argumentos redactados ex profeso para la interpretación de actores hablando en castellano. Se trata de una línea de producción que simplemente no podría haber llegado más lejos. Además, muchos de los intérpretes de estas producciones no resultaban muy atractivos para el público comparados con los que protagonizaban las cintas hollywoodenses. No solo Carlos Villarías no despertaba ninguna curiosidad frente a un “competidor” como el húngaro Lugosi, tampoco lo hacía el contingente mayoritario de intérpretes “hispanos”.

Aun así, hay una novedad que llega con estas producciones y es que, más allá de consideraciones sobre la calidad de las cintas o el alcance que tuvieron, por primera vez hay una participación conjunta de actores de habla española y una primera (insuficiente y poco atractiva) reproducción sonora de la lengua originada en Castilla. Hasta cierto punto podemos hablar de una comunidad latina en la que poco interesaba la nacionalidad del intérprete, salvo en algunos casos, por coincidencia todos ellos de voces cantoras. Aun si la producción podía estar “desnacionalizada” y la diversidad de acentos constituía un escollo en el logro de la verosimilitud verbal, se unió gente de diversos orígenes, como nunca se verá después, mientras se iban estableciendo las cinematografías. La diversidad en la procedencia de los actores se ocultaba para servir a las necesidades del relato. Mal que bien, entonces, es la primera vez que las voces en español se dejan oír en el cine, precediendo en el periodo de 1929 a 1932 a las de las producciones nativas (españolas, mexicanas, argentinas y otras) y, por tanto, preparando el terreno en una cierta medida a lo que vendría a partir de 1933.

Entre los actores de las producciones hispanas, dejando de lado a los prominentes, cabe señalar que algunos de los participantes pasaron a formar parte luego del contingente de los estudios que se crean en el curso de los años treinta en México, Argentina, España e incluso en Estados Unidos. Sin ánimo exhaustivo, y entre los más conocidos, están los mexicanos Antonio Moreno, Carmen Guerrero, Gilbert Roland, Lupe Vélez, Rosita Moreno, Ramón Pereda, Julio Villarreal, Alfonso Pedroza y Fernando Soler; los argentinos Mona Maris, Delia Magaña, Vicente Padula y Berta Singerman; los españoles Catalina Bárcena, María Alba, Rosario Díaz Gimeno, Conchita Martínez, Julio Peña, Miguel Ligero, Rafael Rivelles, Carlos Villarías, Luana Alcañiz, Ana María Custodio, José Crespo, Félix de Pomés y Fortunio Bonanova; los chilenos José Bohr y Tito Davison, ambos futuros directores, primero en Argentina y luego en México, y el cubano René Cardona, también futuro director. El chileno Carlos Borcosque, que venía de realizar cintas silentes en su país, dirigió algunas producciones hispanas entre 1930 y 1933 (Wu Li Chan, codirigida por Nick Grinde, 1930; En cada puerto un amor, codirigida por Marcel Silver, 1931; La mujer X, 1931; Su última noche, codirigida por Chester M. Franklin, 1931; Cheri-Bibi, 1931, y Dos noches, 1933), además de dirigir una película hablada en inglés. Luego hace una prolongada carrera en Argentina.

También hay técnicos y asistentes en esas películas que luego pasarán a los cuadros de la industria, sobre todo la mexicana. Como dato anecdótico podemos señalar que el hijo del célebre tenor italiano Enrico Caruso protagonizó dos de estas producciones. Enrico Caruso Jr., que también cantaba y que tuvo una brevísima carrera fílmica, protagonizó La buenaventura (William C. McGann, 1934) y El cantante de Nápoles (Howard Brethertony, 1935), ambas de la Warner, la primera en pareja con la mexicana Anita Campillo y la segunda con la argentina Mona Maris.

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