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4. La herencia documental

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El rubro donde la producción silente sí fue relativamente constante y sostenida no estaba en condiciones, en ninguna parte del mundo, de constituirse en la base de una industria. Primero porque, salvo excepciones, no le ofrecía al público un estímulo semejante al que venía ya proporcionando la ficción y luego porque se trataba de material de interés estrictamente local. Nos referimos al universo de la no ficción: por un lado los documentales de diverso tipo y por otro las actualidades, los llamados noticieros (y no noticiarios, como señala la corrección de la lengua). El rubro de los noticieros se prolonga por varias décadas en el cine sonoro, hasta que los avances de la televisión le cortan la razón de ser, aunque, pese a ello, se mantienen en algunos países hasta los años setenta. En ese campo tan menospreciado y sin embargo tan valioso en términos de registro visual “testimonial”, hay una continuidad durante más de 50 años, no solo en las plazas principales —Brasil, México o Argentina— sino también en prácticamente todos los países de la región, incluso en aquellos en los que la ficción fílmica brillaba por su ausencia o tenía muy escasa presencia. En Cuba, en Colombia, en Venezuela, en Guatemala o en Chile se ha rescatado al menos una parte de los orígenes y las prolongaciones sonoras de esa tradición noticiosa que, como en el caso de Guatemala, es casi la única tradición fílmica propia.

Mal que bien, las actualidades informativas encontraron quien las financiara entre empresas de exhibición o productoras casi siempre dedicadas con exclusividad a esos menesteres y con apoyos gubernamentales o comerciales directos. Al menos estos materiales tenían la difusión asegurada en las salas. En cambio, la vida del documental fue más azarosa pues no siempre tuvo exhibición asegurada ni contó con esos soportes institucionales que protegieron a los noticieros. Paranaguá (2003) reflexiona sobre la ausencia de trabajos que indaguen en esas fuentes y no solo en el periodo silente. Lo que apunta vale para la etapa muda e igualmente para la que viene después:

Si faltan investigaciones sobre el documental, con mayor razón carecemos de trabajos sobre los noticieros: ni exploraciones exhaustivas como las suscitadas por el noticiero franquista NO-DO, ni siquiera interpretaciones puntuales como la de las actualités francesas de la inmediata posguerra […] Podemos aceptar la hipótesis de que los noticieros, por regla general, codificaron, normalizaron, canalizaron y restringieron el talento y la renovación de los documentalistas. Pero, ¿cómo valorar los documentales que se apartan de esos cánones, si carecemos de referencia debidamente actualizada y conceptualizada sobre la norma? (p. 23)

Las notas periodísticas contenidas en los noticieros (por más que fuese un periodismo muy sesgado y, con frecuencia, muy digitado por la mano del poder de turno) interesaron en una cierta medida y crearon el hábito de verlas, lo que no ocurrió de la misma forma con los documentales, ciertamente mucho más esporádicos. Pero la expectativa mayor se fue concentrando progresivamente en el material de ficción, primero en los cortos y después de 1915 en los largometrajes, y no precisamente los nacionales. Ese enorme material que copó las pantallas fue un estímulo común del que participaron los espectadores de toda la región. Paranaguá (1998) señala que:

Lo permanente, la base de la actividad, está condicionada por la hegemonía de la producción extranjera, primero europea y luego norteamericana. Si no todos los países han sido productores, todos han sido consumidores, todos han participado del fenómeno cinematográfico, han visto las mismas películas. (p. 69)

En esa etapa ya se experimentaba lo que va a ser una constante en las décadas siguientes: la presencia mayoritaria del cine de Hollywood, incluso en los países con industria propia y, más que en ellos, claro, en los otros. Esa situación no se ha visto alterada pese a que entre 1955 y 1970, aproximadamente, se produce un significativo incremento de la distribución de filmes europeos1.

El caso mexicano se presenta como excepcional pues hay una etapa de claro predominio del noticiero y del documental asociado al rodaje de hechos y episodios del proceso político que se inicia con la revuelta en contra del gobierno del general Porfirio Díaz en noviembre de 1910. Tal como lo indica Ángel Miquel (2012), uno de los estudiosos del periodo mudo en México:

En una de sus posibles clasificaciones, el cine silente mexicano se divide en dos grandes etapas: la de los 20 años transcurridos entre 1896 y 1916, caracterizada por una producción casi por completo documental, y la que va de 1917 a 1930, en la que se hizo sobre todo cine de ficción. (p. 1)

Es excepcional, asimismo, porque, como lo hemos indicado, buena parte del material documental e informativo de la época tenía apoyo estatal o institucional o dependía de las mismas redes de distribución y exhibición. En los países que dominaban la distribución internacional, las grandes empresas crean sus propios noticieros y sus departamentos de documentales. En cambio, una parte significativa de ese material de no ficción mexicano proviene del trabajo de empresas independientes a cargo de destacados fotógrafos que, aunque pudo estar asociado a las redes de distribución-exhibición, logró formar un acervo de un interés documental realmente excepcional. Es cierto que la Revolución era un hecho único en tierras americanas de esos años, pero a eso se suma el compromiso de esos camarógrafos de “tierras bravas” que asumieron el trabajo de una manera decidida pese a los inconvenientes y a las penurias que confrontaron.

Así, el registro informativo y documental que se conserva del periodo silente es en México comparativamente mucho más valioso que el escaso material de ficción sobreviviente, lo que no encuentra casi equivalentes en otras latitudes. Se guardan al menos tres archivos imprescindibles: el del camarógrafo Salvador Toscano, el de los hermanos Alva y el del camarógrafo Jesús Abitia. Con una selección de los materiales del primero, su hija Carmen Toscano hizo un montaje en 1950 titulado Memorias de un mexicano, centrado principalmente en el periodo de la Revolución. Gustavo Carrero editó Epopeyas de la Revolución en 1964, sobre la base de los materiales filmados por Abitia. Por su parte, con el material de los hermanos Alva, José Ramón Mikelajáuregui editó el documental La mirada en la historia (1910), focalizado, como los dos anteriores, también en el periodo revolucionario. Además, está el legado fotográfico de Agustín Casasola que se reúne en el documental La cámara Casasola (Carlos Rodrigo Montes de Oca Rojo, 2010). No son estos los únicos documentales de montaje que se conservan, ni tampoco el que consigna las imágenes de la Revolución es el único material fotográfico existente de esa época, pues hay mucho más que ha restaurado la Filmoteca de la UNAM a partir de los tres archivos señalados y otros registros.

No obstante, y lo señala Miquel con claridad, la conversión de los documentales originales en los remontajes posteriores a partir de Memorias de un mexicano, implica un “efecto devastador” sobre los primeros, pues ellos han desaparecido en su forma original, aunque se vienen haciendo intentos de recuperación en los últimos años. La objeción de Miquel vale, por cierto, para todos los documentales “de montaje”, que alteran materiales informativos previos. No porque esos documentales “de montaje” carezcan de utilidad o, incluso, de creatividad, sino porque no reemplazan el material original y lo transforman, lo “resignifican” de diversas maneras. Una cosa distinta es la que, de un tiempo a esta parte, se ha convertido en una franja muy notoria del cine entre documental y experimental: el reprocesamiento de materiales filmados previamente y con objetivos muy diversos, entre ellos la experimentación deliberada (como en el caso de Peter Tscherkassky) o la investigación en el pasado (como en Bill Morrison o la pareja Yervant Gianikian y Angela Ricci-Luchi), que recurre al “found footage” y que no se confunde con el documental de montaje convencional ni tampoco reemplaza a los originales de donde ha sido extraído.

La producción de cortos y, sobre todo de largos documentales entre 1911 y 1916 (año en que termina la etapa de las revueltas campesinas) que se vieron en las salas de cine fue preparando al público, según la hipótesis de Miquel (2012, pp. 20-21), para la visión posterior de los largos de ficción. Aurelio de los Reyes (1987) ha destacado el manejo narrativo que los documentalistas fueron haciendo del material informativo a medida que se iban registrando algunos hechos decisivos, mostrando el lado revolucionario y el lado federal “que en más de una ocasión provocó el estallido de la violencia en los cines e inició ruidosas manifestaciones en pro o en contra de los caudillos” (p. 49). En otras palabras, es la utilización de procedimientos propios del relato argumental incorporados a un material no ficcional.

Hasta donde se conoce, la de México sería la única experiencia histórica en la que el largometraje documental se anticipa al de ficción como la modalidad dominante en el panorama de la producción interna. Es verdad que allí se presentó una coyuntura excepcional, la de un periodo turbulento que por sí mismo fue configurando una épica nacional muy aprovechable por el nuevo medio audiovisual pero aun así llama la atención en comparación con el ostensible crecimiento del material ficcional de larga duración en prácticamente todas las cinematografías activas del mundo.

Sin tener la misma significación que en México, es muy valioso el trabajo documental que se desarrolla en Argentina en el periodo silente y que tuvo pioneros como Max Glucksmann y Federico Valle. Se ha venido rescatando en los últimos tiempos una mayor cantidad de materiales documentales que de ficción, con lo cual se amplía el conocimiento, siempre muy limitado, del registro no-ficcional del periodo. Por otra parte, no se conocen trabajos de remontaje del material informativo y documental argentino del periodo silente como se han hecho en México.

Finalmente, es oportuno mencionar un documental experimental brasileño muy cercano a los que el alemán Walter Ruttman (Berlín, sinfonía de una ciudad, 1927; Sinfonía del mundo, 1929) había realizado en torno a las grandes ciudades: se trata de Sao Paulo, sinfonía da metropole, que dirigieron en 1929 los húngaros Adalberto Kemeny y Rodolfo Rex Lustig. Una experiencia única en el panorama del documental latinoamericano del periodo silente.

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