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Hasta fines de los años cincuenta se había escrito muy poco de manera orgánica sobre el pasado del cine en América Latina. Un historiador como el francés Georges Sadoul (1987) apenas le dedicaba un pequeño espacio en su Historia del cine mundial y otros ni siquiera eso. En 1959 aparecen en Argentina y Brasil los primeros trabajos abarcadores sobre el cine de sus respectivos países. Uno de ellos es la Historia del Cine Argentino, en dos volúmenes, de Domingo Di Núbila (1960), y el otro Introdução ao Cinema Brasileiro, de Alex Viany (1960). Unos años después, en 1963, Emilio García Riera publica un breve volumen, El cine mexicano, que es una suerte de preámbulo de la investigación de gran envergadura que enfrentará más adelante ese mismo autor. Estos libros aparecen después de sesenta años, más o menos, de la existencia continua de una actividad fílmica local, y de treinta años (o casi) de cine sonoro. Además, aparecen en una coyuntura de crisis, más acentuada en el caso de Argentina y Brasil. Son libros que dan cuenta del camino recorrido, de los logros y de las debilidades, no levantan una imagen ditirámbica de sus respectivas cinematografías, pero se sitúan en una perspectiva de identificación nacional, es decir, desde la mirada de quienes no se consideran ajenos, sino que se sienten parte de un proceso que están registrando y del contexto en el que ese proceso está situado. Esta perspectiva está, si se quiere, más remarcada en el caso de Alex Viany por su posición marxista, pero los tres intentan evaluar la producción de sus respectivos países a partir de las condiciones que las enmarcaron.

Por otra parte, esos libros aparecen en un momento no solo de crisis sino de agotamiento de un modelo que iba a ser muy pronto cuestionado, incluso de manera inmisericorde, por los movimientos que advienen casi de inmediato, los nuevos cines que irrumpen en los años siguientes y, de modo especialmente notorio, primero el Nuevo Cine Argentino (o la Generación del Sesenta) y, luego, con más fuerza, el Cinema Novo brasileño. Un antecedente del Cinema Novo está en el libro polémico de Glauber Rocha, Revisão Crítica do Cinema Brasileiro (1963), donde la demarcación con el pasado fílmico brasileño es contundente. La aparición de esos textos, entonces, sin excluir al de García Riera, corresponde a un momento especialmente significativo que la perspectiva de los años permite ver con mayor claridad. Como si, de alguna manera, los autores fuesen los notarios del fin de una etapa y del todavía incierto advenimiento de otra distinta.

Los años siguientes, aunque impulsan la actividad crítica, dejan un poco de lado el recuento y la investigación del pasado, con la notoria excepción de García Riera, cuya Historia documental del cine mexicano, publicada por la Editorial Era entre los años 1969 y 1978 cubre el periodo que va desde 1929 hasta 1966. Los nueve volúmenes de ese trabajo monumental serán reeditados (reescribiendo, ampliando o reduciendo, y corrigiendo) por el mismo García Riera en la Universidad de Guadalajara en 17 tomos, llegando hasta 1976, es decir, diez años más que el tope cronológico de la edición anterior. No hay otro trabajo de similar ambición en ningún otro país de América Latina.

Hay que decir que durante la década de 1960 se prescinde prácticamente del pasado histórico, abocados los cineastas y buena parte de la crítica a la atención del presente inmediato y no solo el de América Latina pues, igualmente, los nuevos cines de otras partes o el cine contemporáneo en general son los que suscitan la atención casi excluyente de los críticos e investigadores. Hay en esos años otros trabajos que merecen señalarse pero no tienen el alcance que anticipaban los que publicaron en 1960 Di Núbila y Viany; no tienen la pretensión de historiar el cine de su país. Un ejemplo de lo primero es la Breve historia del cine argentino de José Agustín Mahieu (1966), y de lo segundo, La aventura del cine mexicano de Jorge Ayala Blanco (1968).

En los años setenta se inician los acercamientos más abarcadores del cine de América Latina escritos en buena parte por autores no latinoamericanos, como es el caso de Nuevo Cine Latinoamericano, de los españoles Augusto Martínez Torres y Manuel Pérez Estremera (1973); de Les Cinémas de l’Amérique latine, coordinado por el francés Guy Hennebelle y el boliviano Alfonso Gumucio-Dagrón (1981); de Historia del cine latinoamericano, del alemán Peter B. Schumann (1987), y de El carrete mágico, del británico John King (1994). Una constante de estos libros es que han sido escritos después del periodo del llamado nuevo cine latinoamericano, minimizan el periodo clásico y sobrevaloran los movimientos de ruptura de los años sesenta. Un intento de historia comparada, muy breve y sintético pero útil, es el de Paulo Antonio Paranaguá en Cinema na América Latina. Longe de Deus e perto de Hollywood, publicado en 1984.

Se han escrito historias del cine tanto en México como en Argentina pero hasta ahora han sido registros que se limitan, en cada uno de los casos, a la producción local. Salvo pocos trabajos parciales, no existe nada que ofrezca puentes entre una y otra cinematografías.

Entre las historias del cine argentino que se han escrito en las últimas décadas sobresalen los dos volúmenes de Cine argentino: industria y clasicismo (2000), así como los dos de Cine argentino: modernidad y vanguardia, coordinados por Claudio España (2004). Los dos primeros abarcan el periodo 1933-1956 y los otros dos, el periodo 1956-1983. También Historia del cine argentino, escrita por Jorge Miguel Couselo et al. (1984). En años recientes, César Maranghello y Fernando Peña (2012) se han sumado a ese emprendimiento con sendos libros de historia del cine argentino. La filmografía del cine argentino ha sido compendiada por Raúl Manrupe y María Alejandra Portela en Un diccionario de films argentinos (1995), que cubre la producción desde las primeras cintas que fueron sonorizadas con discos hasta 1995. Dos volúmenes posteriores han ido actualizando la información.

Además de los volúmenes de la Historia documental del cine mexicano, el mismo García Riera tiene en un solo libro más breve, Historia del cine mexicano (1986), un panorama histórico de esa cinematografía. Los volúmenes que en forma de “abecedario” ha venido publicando Jorge Ayala Blanco desde 1968, a partir de La aventura del cine mexicano (1968), y que conforman ya once letras del alfabeto (La búsqueda del cine mexicano [1986a], La condición del cine mexicano [1986b], La disolvencia del cine mexicano [1991]… hasta llegar en la actualidad a La lucidez del cine mexicano [2017]) ofrecen un panorama crítico centrado —salvo en el primer libro— en las películas producidas durante periodos acotados de tres o cuatro años. Para efectos de nuestro trabajo, el libro de Ayala que nos interesa es La aventura del cine mexicano, en rigor, un acercamiento analítico a temas y géneros desde los años treinta, además de las Carteleras que ha registrado conjuntamente con María Luisa Amador (1980, 1982, 1985, 1986, 1999, 2009).

Otro libro útil es el de Rafael Aviña, Una mirada insólita. Temas y géneros del cine mexicano (2004). De particular interés son los textos de Carlos Monsiváis, dispersos en compilaciones y revistas. Se impone la tarea de organizar en un solo volumen la ensayística sobre la cinematografía mexicana de Monsiváis. Uno de esos libros, dedicado expresamente al cine de su país y en el que alterna textos con Carlos Bonfil es A través del espejo. El cine mexicano y su público (1994). Se ha redactado, además, un buen número de monografías sobre realizadores y algunos actores del periodo de bonanza que ofrecen datos útiles1. El inmenso Índice general del cine mexicano de Moisés Viñas (2005) es un equivalente de los libros de Manrupe y Portela, con la ventaja de tener reseñas argumentales más amplias. Cubre más de 10 000 películas realizadas entre los años 1896 y 2000, incluyendo cortos y mediometrajes, lo que no encontramos en el Diccionario de Manrupe y Portela. Es un índice que no ha tenido actualización después de la muerte de Viñas. Destaca, asimismo, el Diccionario de directores del cine mexicano de Perla Ciuk (2000), otro trabajo muy prolijo del que no existe un equivalente en referencia al cine argentino.

Además se han publicado en años recientes trabajos sobre las relaciones cinematográficas de México con España (De la Vega Alfaro y Elena, 2009, Abismos de pasión. Una historia de las relaciones hispano-mexicanas), con Cuba (De la Vega et al., 2007, Historia de un gran amor. Relaciones cinematográficas entre México y Cuba 1897-2005) y con Estados Unidos (Durán, Trujillo y Verea, 1996, México-Estados Unidos: Encuentros y desencuentros en el cine). Así como también las relaciones de Argentina y España (CCEBA, 2011, Imágenes compartidas. Cine argentino/cine español) y finalmente las de México y Argentina en el libro Pantallas transnacionales. El cine argentino y mexicano del periodo clásico de Ana Laura Lusnich, Alicia Aisemberg y Andrea Cuarterolo (2017).

Esos textos hablan de la presencia del cine mexicano en esos otros países y viceversa; de los actores mexicanos en producciones de Cuba, Estados Unidos y España, así como los de estos tres países en México. De las imágenes de México en el cine de esos países, de las coproducciones, del tratamiento de temas específicos y, de manera especial, de la revolución agraria en el México de inicios de siglo XX o del tema de la migración de las últimas décadas en las películas de Hollywood, prácticamente ninguno de esos acercamientos hace lecturas comparativas. Es cierto que no tiene especial pertinencia hacerlo entre la producción mexicana y la estadounidense y menos aún con la cubana, por las marcadas diferencias de volumen de producción y de alcance internacional entre las tres. Sí ofrecería, en cambio, mayor interés cotejar las cinematografías española y mexicana en algunos periodos de sus respectivas historias, por ejemplo. Pero el interés es notoriamente mayor entre las dos cinematografías latinoamericanas que mayor circulación han tenido en el continente, especialmente de 1935 a 1960 (y más allá de este último año en muchos países de la región) en el caso de México, y entre 1935 y 1955, aproximadamente, en el caso de Argentina.

Más aún porque entre uno y otro hubo un flujo de intercambios y colaboraciones. El aporte argentino a México es considerable si se cuenta en actores, técnicos, directores. Libertad Lamarque, la estrella más popular del cine porteño, se trasladó al Distrito Federal en 1946 y allí se quedó. Marga López, Rosita Quintana, Charo Granados, Wolf Rubinskis (nacido en Riga y residente en Argentina desde muy chico) hicieron toda su carrera en México, mientras que Delia Garcés y otros tuvieron protagónicos en unas pocas cintas. Luis Sandrini y Tita Merello actuaron en los estudios de Churubusco, y allí mismo lo hizo Niní Marshall durante varios años. Luis César Amadori, Tulio Demicheli y José Bohr (nacido en Alemania, criado en Chile, que llegaba a México luego de dirigir en Buenos Aires), conocido como el Che Bohr, dirigieron igualmente en el país azteca.

Del lado norteño los préstamos o los traslados definitivos fueron menores. Pero hubo presencia actoral. Luis Saslavsky, por ejemplo, tuvo de protagonista a Dolores del Río en el melodrama argentino Historia de una mala mujer (1947). También a María Félix en La corona negra (1951), pero esta fue una producción española. Arturo de Córdova, por su parte, es el más connotado intérprete mexicano que protagonizó seis filmes en los estudios bonaerenses, el más memorable de los cuales fue el melodrama Dios se lo pague (Luis César Amadori, 1947). Emilio Fernández, por su parte, dirigió La Tierra de Fuego se apaga (1955), con la fotografía de Gabriel Figueroa en la que es, seguramente, la más “mexicana” de las producciones argentinas. No podría ser de otro modo tratándose de la dupla Fernández-Figueroa.

He “saqueado” con provecho (citándolos siempre, claro) a una buena cantidad de autores. Algunos, como Emilio García Riera y Carlos Monsiváis, que ya no están entre nosotros, son fuente permanente de referencias atinadas o francamente brillantes. Otros más, que siguen en plena y fecunda actividad, han sido igualmente multicitados: Jorge Ayala Blanco, Eduardo de la Vega, Maricruz Castro Ricalde y Robert McKee Irwin, del lado norte; Daniel López, César Maranghello y Fernando Peña, del país del Cono Sur; el brasileño Paulo Antonio Paranaguá, conspicuo iniciador de los estudios de historia comparada en las cinematografías de la región y al que tanto le debemos, es otro de los nombres que reaparece a largo de las páginas que vienen.

La lista de agradecimientos puntuales es larga y espero no dejar fuera a ninguno de los colegas que han respondido a mis preguntas, me han entregado datos, han hecho precisiones o han comentado partes del texto. Por el lado mexicano, Jorge Ayala Blanco, Carlos Bonfil, Nelson Carro, Eduardo de la Vega, Ángel Miquel, Juan Carlos Vargas, Walter Vera Cruz, Lauro Zavala. Por el lado argentino, Gustavo Castagna, Jorge García, Daniela Kosak, Clara Kriger, Ana Laura Lusnich, César Maranghello, Luciano Monteagudo. Carlos Bonfil y Luciano Monteagudo leyeron el material redactado aún sin concluir y me hicieron valiosas observaciones.

Espero que no se haya filtrado ninguna incorrección informativa referida a cualquiera de las dos cinematografías en juego. En Lima, Ricardo Bedoya y Federico de Cárdenas, amigos fraternos, desde hace décadas muy cercanos en los afanes críticos y cinéfilos, leyeron la totalidad del texto y, como siempre, me ayudaron con valiosos comentarios y sugerencias. Con la edición del libro muy avanzada, recibimos la terrible noticia de la inesperada muerte de Federico de Cárdenas, con lo cual perdemos a un ser humano excepcional y a uno de los puntales de la cultura cinematográfica en el Perú desde los años sesenta. Un sentimiento de honda tristeza opaca por ahora el recuerdo de la alegría que me trasmitió después de haber leído la versión final digital de este libro.

Tengo, además, varios agradecimientos especiales en los que se verá que no todo es cine en mi vida. No menciono a los cantantes (y cantantes-actores) que son materia de comentario en el libro para no alargar demasiado la lista. Sí lo hago expresamente con varios compositores, aunque algunos de ellos aparecen, incluso de manera prominente, en el texto. Empiezo por Carlos Gardel y Alfredo Le Pera, por supuesto, en orden de veteranía; Pascual Contursi y también su hijo José María, el autor de la letra de “En esta tarde gris”; Enrique Santos Discépolo, Julio de Caro, Homero Manzi, Aníbal Troilo el Pichuco, por el frente porteño. Sigo con María Grever, Manuel Esperón y Ernesto Cortázar, Consuelo Velázquez, Cuco Sánchez, el inmenso “flaco de oro”, Agustín Lara, el también inmenso José Alfredo Jiménez (¡órale, José Alfredo!), por el frente norteño. El libro podría leerse o, mejor, la lectura podría ser complementada, escuchando las canciones y temas musicales de los mencionados y, claro, los que interpretan tantas voces e instrumentistas que se nombran en el texto y otras que no se nombran. Cuánto le debe el cine clásico de esos dos países a la música de esos y otros compositores.

Más allá de las lágrimas

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