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3. Las ficciones en tiempos de penuria

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Por si hiciese falta, hay que empezar este apartado aclarando que las nociones de ficción y de no ficción o sus equivalentes no existían en los primeros tiempos del cinematógrafo. Esas categorías fueron establecidas mucho después pero evidentemente desde los comienzos (ya desde la misma producción de los Lumière) se puede percibir que allí se estaban gestando esos campos de la representación fílmica cuyos desarrollos posteriores permitieron establecer esa gran división, tentativa y bastante porosa en sus límites, entre la ficción y el documental. Con esta salvedad se puede decir que el largo de ficción se inicia en México en 1917 y se calcula que hacia 1920 ya se habían filmado 38 películas. Esos cuatro años constituyen el periodo más activo durante la era silente y se ha hablado, incluso, de una primera “época de oro”. Según Aurelio de los Reyes (1983), ese repentino aumento se debió “a la disminución de la producción europea, frenada por la Primera Guerra Mundial, problema grave para distribuidores y exhibidores, porque el público rechazaba la producción norteamericana” (p. 204). Ese rechazo, que no se consigna en otras naciones del continente, puede explicarse dentro del contexto de la Revolución mexicana, atizado por la imagen del mexicano que se exponía en las cintas de Hollywood, lo que siempre ha sido un asunto urticante para el gobierno, la prensa y la comunidad mexicanos.

Es muy útil revisar los datos de la Cartelera cinematográfica 1912-1919 (Amador y Ayala Blanco, 2009), que consigna los largometrajes estrenados en México durante ese periodo (antes de 1912 hubo precedentes aislados no siempre identificados con claridad). En estos ocho años se estrenaron 768 largos italianos, 619 norteamericanos, 313 franceses y, en un sexto lugar, después de Dinamarca y Alemania, 46 mexicanos. Es solo en 1918 y 1919 que los estrenos norteamericanos se imponen, lo que avalaría la tesis de Aurelio de los Reyes sobre esa primera “época de oro”, sumada, claro está, al hecho de la finalización de la Revolución mexicana en su etapa bélica. Entre 1912 y 1915 casi no hay estrenos norteamericanos y a partir de 1916 se produce el salto: 25 en 1916, 153 en 1917, 207 en 1918 y 216 en 1919 (Amador y Ayala Blanco, 2009, pp. 159-162). Salvo los años 1913 y 1915 en los que, por la situación política y militar del país hay una clamorosa disminución del flujo de estrenos provenientes de Europa, Italia mantiene en los demás años una apreciable presencia.

Mimí Derba es la principal figura femenina de esa época, en la cual, según Aurelio de los Reyes (1983) se apeló a historias ancladas en el pasado y filmadas en interiores, sin faltar las adaptaciones de novelas, entre ellas El zarco (José Manuel Ramos, 1920), sobre una obra de Rafael Bermúdez Zataraín y una primera versión de Santa (Luis G. Peredo, 1918) a partir de la muy popular obra de Federico Gamboa, que será nuevamente llevada al cine en más de una ocasión. El primer largometraje de argumento mexicano es 1810 o ¡los libertadores!, de Carlos Martínez de Arredondo y Manuel Cirerol Sansores (1916).

Entre 1921 y 1930 se rodaron 67 películas de ficción en México, 50 en la capital y 17 en ciudades de provincia, 27 de las cuales se hicieron entre 1921 y 1922. Después las cifras anuales fueron muy bajas, con lo que se perdió la dinámica que parecía instalada entre 1917 y 1922 (García Riera, 1986, p. 53). Las cifras consignadas en la Cartelera cinematográfica 1920-1929 (Amador y Ayala Blanco, 1999) demuestran que en la década de 1920 el predominio de la producción de Hollywood fue aplastante y, por lo que se puede inferir, venció las resistencias antes manifiestas. Son en total 3981 películas norteamericanas, mientras que en los lejanos segundo y tercer lugar se ubican las italianas y francesas con 412 y 209 títulos respectivamente. En cuarto lugar las alemanas con 193 títulos y recién en el quinto puesto las mexicanas con 67, cifra que es un poco más elevada que la que refiere García Riera y cuya diferencia proviene, probablemente, de estrenos en ciudades de provincia. Que se vencieran las resistencias previas no supone la desaparición de las reservas que seguirán poniéndose de manifiesto una y otra vez con relación a la visión de México y los mexicanos proveniente de los estudios de Hollywood. Ha sido larga la historia de cortes de escenas, de postergaciones de estrenos o, llanamente, de exclusiones de películas norteamericanas que “atentaban” contra los valores patrióticos o el honor de los mexicanos. En palabras de Emilio García Riera (1998a):

Todo indica que Hollywood sucedió en los años veinte a los cines francés e italiano como gran influencia en el cine mexicano. Esa influencia debió ejercerse de igual manera en tres troncos genéricos básicos, si de cine de ficción se habla: el melodrama de problemas afectivos, la comedia y el cine de aventuras. El afán de emular al cine extranjero se advierte en el claro predominio de lo urbano sobre lo rural, o sea, de lo supuestamente cosmopolita sobre lo regional […] Dominó el melodrama con unas treinta películas de ambiente citadino y apenas unas siete de ubicación rural. Unas doce películas de aventuras con personajes “modernos”, superaron en número a unas cinco pobladas de personajes rurales, rancheros o indígenas. La comedia, género poco cultivado en la época, solo produjo cinco muestras: tres de ambiente urbano y dos de ambiente ranchero. (p. 55)

El resumen de García Riera es muy ilustrativo de esas tendencias que, a su modo, se van a reproducir más tarde, en el periodo sonoro, teniendo como ejes fundamentales el espacio citadino y el rural con sus variantes (ranchera, indígena, costera…).

El escaso material rescatado no permite hacer una evaluación de conjunto que se quiera mínimamente confiable, por lo que no se pueden calibrar los logros mayores. Solo se pueden inferir algunas impresiones parciales a la vista de lo poco que se ha logrado restaurar. Una serial, El automóvil gris (1919), de Enrique Rosas y Joaquín Coss, fue lo más exitoso de los años de relativo auge que vivió la producción. Se ha conservado una versión condensada de 117 minutos, sobre un total de 30 episodios, la que se ha convertido en la más conocida y estudiada de las películas silentes nacionales. A ese filme rescatado se suman otros como Tepeyac (1917), de Carlos E. González y José Manuel Ramos Cervantes, El león de la Sierra Morena (1929), de Miguel Contreras Torres, así como el corto de 24 minutos del mismo director, Zítari (1931). Igualmente, El puño de hierro y El tren fantasma, ambas de 1927, producciones veracruzanas de Gabriel García Moreno, lo que es muy poco entre los casi 100 largos realizados.

Al otro extremo del continente se produce igualmente un inusitado brote de producción entre 1914 y 1918, muy probablemente por el mismo factor que explica el crecimiento del largometraje en México en esos años: la retracción de la distribución europea, aunque en México esa retracción se hace más aguda en los últimos dos años de la guerra y en el siguiente. En ese periodo se calcula el estreno de unas 70 películas de producción argentina, una cifra superior a la del país norteño, lo que indica que no fue un insignificante brote de producción, sino un impulso bastante considerable en tiempos tempranos. A comienzos de la década de 1920 la continuidad de la producción decae y ocurre lo que también se verifica en México: “el negocio de la exhibición prefería las ganancias amplias y comparativamente seguras del cine extranjero antes que arriesgarse en la lotería del cine argentino” (Peña, 2012, p. 22). Esa exhibición, por cierto, estaba dominada ya por las producciones hollywoodenses. Es un punto de coincidencia que merece comentarse, pues da cuenta de una coyuntura que, con las particularidades de cada experiencia y sin la menor conexión entre una y la otra, indica el desarrollo de procesos similares en una etapa en que, con la Primera Guerra de por medio, se produce un reacomodo en el mapa internacional de la distribución. Es un intento finalmente fallido de levantar una producción local, aprovechando esos resquicios que deja la disminución de una porción del material extranjero distribuido.

Por cierto, el segundo y principal punto de coincidencia entre las cinematografías todavía precarias de México y Argentina, vendrá en los albores de los años treinta, luego de la llegada del sonoro y lo que tendrá lugar en esos dos países que tampoco fue un emprendimiento coordinado ni mucho menos. Lo veremos más adelante pues constituye el punto de inflexión a partir del cual la historia del cine sigue otros derroteros en la región.

Los especialistas argentinos señalan que el primer clásico notorio de la cinematografía rioplatense es Nobleza gaucha (1915) de Humberto Cairo, Ernesto Gunche y Eduardo Martínez de la Pera, que fue todo un acontecimiento en su época y que pasa a ser el título más visto durante el periodo silente, algo inusual si se compara con lo que ocurre en las otras cinematografías silentes en todo el mundo. Según Fernando Peña (2012), “Apodada la ‘mina de oro’ por distribuidores y exhibidores, la película se mantuvo en cartel durante algo más de dos décadas, rindió una fortuna […] y llegó a tener una versión sonorizada, con escenas musicales agregadas” (pp. 18-19). El mismo equipo dirigió en 1916 otra película que se conserva, Hasta después de muerta, dirigida por Gunche, Martínez de la Pera y, en vez de Cairo, Florencio Parravicini, una de las grandes figuras del teatro argentino, actor asimismo de varias prominentes películas sonoras.

Existe entre los historiadores y críticos argentinos el consenso de que el realizador más valioso de ese periodo fue José Agustín Ferreyra, pese a que solo han sobrevivido tres de las 25 películas que realizó entre 1915 y 1927, dos largos y un corto. Las películas que se conservan son La chica de la calle Florida (1922), Perdón viejita (1927) y el corto de 22 minutos La vuelta al bulín (1926).

Además de las películas de Ferreyra, el mayor “clásico” rescatado de ese periodo es Nobleza gaucha, lo que resulta bastante valioso debido a la significación que tuvo en la era silente, y que es un melodrama en la tónica de varios otros, no solo argentinos: el contraste entre las virtudes del campo y los vicios de la ciudad. Hay otros títulos recuperados como El último malón (1918), de Alcides Greca, a medio camino entre la ficción y el documental, filmado en Santa Fe. También se conserva El último centauro (1924), una adaptación de la novela Juan Moreira de Eduardo Gutiérrez (1888), dirigida por el autor dramático uruguayo Enrique Queirolo. Otros filmes conservados son Mi alazán tostao (1922) y La quena de la muerte (1928), los dos de Nelo Cosimi, así como La borrachera del tango (1928) y Destinos (Romance estudiantil) (1929), ambas de Edmo Cominetti. Últimamente ha sido restaurada Manuelita Rosas (1925), una coproducción hispano-argentina dirigida en Buenos Aires por el realizador peruano Ricardo Villarán, que realizó varias cintas porteñas en esa década y que más adelante será uno de los puntales de la empresa Amauta Films en el Perú. Lo que sí es claro y no admite la menor duda es que lo que se hizo, perdido como está en su mayor parte, puede considerarse apenas como el germen de lo que vendrá después y, de manera preponderante, por la continuidad que supone la obra de Ferreyra, quien prosigue su carrera tras la incorporación del sonido.

Por lo demás, la producción silente constituye un antecedente, una suerte de prehistoria artesanal que no deja de ser significativa porque en ella se esbozan personajes, motivos y ambientes que tendrán desarrollos a partir de la incorporación del sonido, en especial los que se asocian a las fuentes tangueras, que ya están presentes, aunque suene paradójico, en el cine silente. Están presentes en el apoyo de letras tangueras y el espíritu de los argumentos (no de todos, claro está), en la configuración de personajes y ambientes y en acompañamientos musicales en la sala. No es casual que muchos de estos componentes se encuentren en las películas mudas que rodó el Negro Ferreyra, como La muchacha del arrabal (1922), Buenos Aires, ciudad de ensueño (1922), El organito de la tarde (1925), Muchachita de Chiclana (1926), La costurerita que dio aquel mal paso (1926).

La seguidilla redondea un fresco del suburbio, la vida humilde, personajes y oposiciones que también están en el sainete y el tango. Él mismo escribía tangos y los hacía cantar antes, durante o después de la proyección de sus films […] Se trataba de un improvisado de natural talento que se debatía entre la estrechez material y su propio espíritu anárquico. Intuía los argumentos, apenas los borroneaba, desarrollaba la trama mientras filmaba. Por muchos años no escribió un guión. (Couselo, 1984, p. 30)

César Maranghello (2005) agrega: “Frente al apego teatral de sus colegas, El Negro se valió de sus conocimientos para imponer un nuevo status plástico: compulsión por escenarios reales, utilización de luz artificial para enfatizar climas y situaciones, opción por gestos espontáneos y creíbles” (p. 40).

Un dato curioso: en 1928 se filmó en Hollywood una producción con capital íntegramente argentino, Una nueva y gloriosa nación, cinta ambientada en la época de la independencia, con el norteamericano Francis Buchman en el papel del prócer Manuel Belgrano, producida y dirigida por Julián de Ajuria. Un caso único, al menos en el panorama del cine argentino en la época silente (Di Núbila, 1998, p. 48). En cambio, en México hay más ejemplos a señalar y eso se explica por la vecindad territorial. Fueron producciones mexicanas silentes filmadas parcialmente en Hollywood, tres dirigidas por Guillermo el Indio Calles: Raza de bronce (1927), Sol de gloria (1928) y Dios y ley (1929). También, El Robin Hood mexicano (Antonio Fernández, 1928) y Soñadores de gloria (Miguel Contreras Torres, 1930), filmada parcialmente en Hollywood y en escenarios españoles. Contreras Torres es el más constante de los directores mexicanos del periodo silente, desempeñando además las funciones de productor, argumentista y, con frecuencia, también actor, operaciones que seguirá cumpliendo en su obra sonora.

La llegada de la era del sonido vino a cambiar un estado de cosas que parecía más o menos estable, lo que hace pensar que, de haberse retrasado, pues todo indica que el sonido iba a llegar en cualquier momento, la situación hubiese permanecido inalterada en lo sustancial en los países latinoamericanos. Hay que señalar que, aun cuando la producción de ficción en esta etapa tuvo un mayor dinamismo en Argentina y México, también en otras partes hubo brotes de producción: en Chile, en el Perú, en Colombia, en Venezuela, en Cuba… En todos estos países se hicieron cintas silentes y se intentó el “paso al sonoro”, pero se llegó tarde a él o se llegó en inferioridad de condiciones y sin perspectivas claras de un despegue industrial.

El caso de Brasil es singular aunque tampoco logró establecer una industria en la etapa silente. Sin embargo, tuvo periodos de actividad ininterrumpida. Si en Argentina o México, pero también en Chile, las realizaciones se habían diversificado en varias ciudades en el periodo silente y con las características que hemos apuntado, en Brasil, la actividad está aún más descentralizada y se diversifica en los llamados “ciclos regionales”, que son brotes de producción localizados en distintas ciudades. Así, durante el periodo silente, la actividad fílmica se va desplegando en Pernambuco, Paraíba, Campinas, Curitiba, Porto Alegre y otras ciudades. Bastante aislado por su inmenso territorio, por la lengua portuguesa (incluso en el periodo mudo, cuando eso no contaba significativamente) y por una producción regional intermitente y con prácticamente nula proyección al extranjero, el cine vive allí casi cerrado por sus propias fronteras y sin contacto con los países de habla hispana del continente.

Paulo Antonio Paranaguá (1984) señala que en la llamada “Bella Época” (traducción de la “Belle Époque” francesa) del cine brasileño, entre 1908 y 1910, se han inventariado 650 títulos. No se trata, claro, de largometrajes, pero esa cifra de cortos no admite comparación con la de ningún otro país de la región y da cuenta de una producción muy intensa en un estadio muy temprano de la historia del cine. Ese volumen no se mantiene en los años siguientes. Por lo demás, y ya hacia fines del periodo silente y en el campo de la ficción, Brasil posee algunos títulos relevantes que superan en nivel de calidad a los de países como México, Cuba, Argentina o Chile. Uno de ellos es una experiencia vanguardista muy próxima a las que se emprendían en Francia, Limite (1929), del poeta Mário Peixoto, que fue su única creación cinematográfica. Otros filmes de excepción son los del realizador mineiro Humberto Mauro, Thesouro perdido (1927), Braza dormida (1928), Lábios sem beijos (1930) y, de manera prominente, Ganga Bruta, un filme silente tardío con adiciones sonoras realizado en 1933. Tanto Limite como Ganga Bruta y, con matices, otras cintas de Mauro, van a ser reivindicados en los años sesenta por los teóricos y realizadores asociados al Cinema Novo, prácticamente como lo poco rescatable (y apenas si algo más), no solo en ese periodo, sino en la historia del cine brasileño anterior a Rio, 40 Graus (1955), de Nelson Pereira dos Santos.

A la vista del escaso material recuperado y de la información con que se cuenta, son Mario Peixoto y Humberto Mauro las dos personalidades creadoras regionales más relevantes del periodo. A ellas se puede sumar el argentino José Agustín Ferreyra pese a lo poco que se conserva de su amplia producción silente. Limite es una experiencia inusual porque no corresponde prácticamente a nada de lo que se hizo en esos años en la región y más bien se vincula con las vanguardias europeas, sobre todo con las que pertenecen a Francia, en especial el llamado impresionismo (Jean Epstein, por ejemplo). Su vocación vanguardista la acerca a toda esa constelación de obras de características no narrativas o muy débilmente narrativas que se hicieron en la Europa de los años veinte. En Limite se alternan las imágenes marinas agitadas que muestran una barca a la deriva en la que hay dos mujeres y un hombre, con aquellas que se sitúan más allá de la orilla, trabajando la composición de las imágenes y la rítmica del montaje de un modo aparente aleatorio y sugiriendo con ello dos dimensiones fronterizas sin un sentido unívoco.

Paranaguá (2003) traza un paralelismo muy atinado entre Mauro y Ferreyra, más allá incluso del periodo silente:

La intuición creativa es lo que comparten dos personalidades del periodo silente y sonoro. Autodidactas ambos, el argentino José Agustín Ferreyra y el brasileño Humberto Mauro representan polos opuestos: el Negro Ferreyra encarna la cultura popular de una gran ciudad forjada por la inmigración, Buenos Aires, mientras Mauro permanece fiel a su Minas Gerais provinciano, rural y familiar (Thesouro perdido, 1927). Ferreyra incorpora a la pantalla la mitología del tango y le imprime un sello autóctono al melodrama porteño (El organito de la tarde y Muchachita de Chiclana, 1926; Perdón viejita, 1927). Al superar sus limitaciones narrativas iniciales, Mauro interioriza su sensibilidad lírica y su mirada nostálgica, aunque trate de adaptarse al gusto urbano (Braza dormida, 1928; Sangue mineiro, 1929). A pesar de sus diferencias, el porteño y el mineiro comparten una pareja ambigüedad hacia la tradición y la modernidad, que no coinciden necesariamente con la dualidad campo-ciudad. La fascinación de Mauro por la maquinaria lo lleva a introducirla en paisajes alejados de la urbe, mientras el cuadro costumbrista de Perdón, viejita, lleno de chorros, malevos, mujeres livianas, cafishios y madres dominantes salidos de una milonga plañidera, concluye en una escena campestre idealizada por la religión: Ferreyra está adelantado a su tiempo y por eso abraza el cine, pero sin dejar de moralizar como Dios manda. (p. 53)

Más allá de las lágrimas

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