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Las imágenes del mundo en una isla: Puerto Rico

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Hubo un tiempo en que América Latina tuvo sus festivales internacionales de cine. Los de Mar del Plata de Argentina y Punta del Este en Uruguay llegaron a tener una continuidad que otros no alcanzaron. Posteriormente, el de Cartagena en Colombia ha logrado tener una duración hasta ahora no superada por ningún otro, a diferencia del Festival Internacional de Río de Janeiro en Brasil que apenas si sumó unos pocos años. Lo cierto es que, y dejando de lado el caso sui generis de Cartagena, que no tiene un carácter competitivo salvo para la parte latinoamericana, los demás festivales se propusieron exigencias que terminaron por superarlos. Una de ellas, la de ofrecer una muestra en concurso que, dada la abundancia de festivales de mayor jerarquía mundial, no ofrecía sino escasamente títulos de interés.

México ensayó hace ya algún tiempo una muestra en Acapulco, sin carácter competitivo, que reunía muchos de los títulos destacados en los certámenes de mayor envergadura, pero la experiencia tampoco tuvo una duración considerable. De todas formas, ese fue tal vez el primer ensayo en nuestra región de una modalidad festivalera que ha ido alcanzando con los años una apreciable difusión: la fórmula del “festival de festivales”, es decir, la de aquellos que reúnen una importante cantidad de películas seleccionadas, sin aspirar a otorgar premios. Con ellos se ofrece un panorama de filmes galardonados o exhibidos en distintos festivales, entre otros que pueden ser estrenos absolutos. Esta fórmula se diferencia notoriamente de las otras dos que predominan en el abultado panorama de certámenes fílmicos mundiales: las muestras competitivas y las muestras especializadas, como aquellas dedicadas al cine para niños, de mujeres, de cine fantástico o de cine latinoamericano (como el Festival del Nuevo Cine Latinoamericano de la Habana).

Pues bien, el Festival Internacional de Cine de Puerto Rico, que realizó en noviembre de 1994 su cuarta edición, es hoy por hoy el mayor esfuerzo hecho en el continente en la línea del “festival de festivales”, dejando de lado al que se viene efectuando anualmente en Toronto. No hay en los países de habla hispana una iniciativa similar pues el de Cartagena, lleno de altibajos, no tiene el alcance y el peso que progresivamente está alcanzando el Festival de Puerto Rico, y el que se viene realizando anualmente en Montevideo es claramente más reducido. Dirigido por Juan Gerard González y Letvia M. Arza, el Festival ha totalizado en sus dos últimas ediciones casi 100 películas de largometraje cada una con una plausible variedad de programación. En su última edición se exhibieron más de 80 películas pertenecientes a 32 países de los cinco continentes. Hay que destacar, por lo pronto, lo que significa que el público aficionado de Puerto Rico tenga acceso a títulos que de otra manera no vería en salas de cine y el ejemplo que ello supone para otros países, como el nuestro, que padecen de una endémica pobreza, si no miseria, en la oferta de la programación comercial. Es cierto que resulta imposible poder ver la totalidad de lo presentado en los 12 días que dura el festival y que es inevitable el sentimiento de frustración para los aficionados más ávidos. Pero, como no se trata de llegar a ese ideal inalcanzable de la cinefilia militante, ya es bastante con que se pueda escoger dentro de un menú variado en el que, obviamente, no todo está en el mismo nivel de calidad.

En el rubro latinoamericano el título más sobresaliente fue La reina de la noche (1994), una sombría evocación de la vida de la cantante mexicana Lucha Reyes, dirigida por Arturo Ripstein, cuya carrera retomó fuerza con Principio y fin (1993) y que es en el momento el más sólido de los realizadores aztecas. También ofrece interés la ópera prima de Fernando Sariñana, Hasta morir (1994), en torno al submundo de los “cholos”, un sector juvenil marginal en México. En cambio, la selección argentina resultó decepcionante pues ni Una sombra ya pronto serás (1994), de Héctor Olivera, ni Convivencia, de Carlos Galletini, ni El amante de las películas mudas (1994), de Pablo Torre (hijo de Leopoldo Torre Nilsson) alcanzan el nivel de las películas mexicanas. Tampoco convence La tercera margen del río (1994), el filme con el que retorna al cine el brasileño Nelson Pereira dos Santos después de varios años de inactividad. Basada en varios relatos de Graciliano Ramos, la película no consigue tener una construcción suficientemente sólida y las historias que cuenta se dispersan sin acceder a las resonancias de realismo mágico a las que aspira.

Otro realizador por debajo de su nivel habitual fue el también brasileño Carlos Diegues cuyo Vea esta canción (1994), compuesto por cuatro episodios con temas de fondo de conocidos compositores del Brasil, padece de las limitaciones de un tratamiento superficialmente televisivo pese a la competencia de sus intérpretes.

La cubana Fresa y chocolate (1994), de Tomás Gutiérrez Alea y Juan Carlos Tabío, representó a la isla con el éxito de público que ha acompañado sus exhibiciones en todas partes. Como se anuncia su estreno en Lima, ya habrá ocasión de analizarla en las páginas de La gran ilusión. Entre las películas chilenas destacó Amnesia (1994), de Gonzalo Justiniano frente a Los náufragos (1994), de Miguel Littin y la nula Entrega total (1993), de Leonardo Kocking. Aun así, Amnesia está por debajo de otros trabajos de Justiniano.

De la amplia selección internacional hay varios títulos que sobresalen. Uno de ellos Antes de la lluvia (1994), del macedonio Milcho Manchevski, que había obtenido el León de Oro de la Mostra de Venecia. Antes de la lluvia cuenta tres historias que se articulan de manera circular y en las que se perfila un duro retrato de la violencia interétnica, con claras alusiones a la situación de la ex Yugoslavia, especialmente a la región bosnia, aunque la acción del filme tiene lugar en Macedonia y Londres.

La trilogía de Krzysztof Kieslowski, Tres colores: Blanco, Azul y Rojo (1993-1994), ofrece tres visiones distintas pero en varios sentidos complementarias de los temas del azar y el destino, el amor y la separación, el éxito y el fracaso, en tratamientos visuales diferentes (más estilizado en Azul, más llano y directo en Blanco, más depurado en Rojo), siempre marcados por la personalidad creadora de Kieslowski, en la que, entre muchos otros aspectos, hay que resaltar la ajustada dirección de actores, la valoración de espacios y objetos y el espléndido uso de la música.

Sorprendente a la vista de la carrera anterior de José Luis Garci resulta Canción de cuna (1994), en la que reecontramos después de 50 años las virtudes del melodrama americano. Como si uno volviera a ver, actualizados, a Frank Borzage y Leo McCarey, Canción de cuna es un emotivo filme de convento y monjas, abiertamente sentimental y con un notable sentido del toque melodramático en encuadres desde puntos de vista fijos que excluyen la movilidad de la cámara y valorizan el gesto, la palabra y la emoción. De la amplia selección española habría que mencionar también a Huevos de oro (1993) y La teta y la luna (1994), segunda y tercera partes de la trilogía nutricio-erótica que Bigas Luna inició con Jamón, jamón. Levemente inferiores a la primera, hay aciertos en una y otra en medio del habitual desmadre del cineasta catalán.

La canadiense Exótica (1994) de Atom Egoyan es un paso más de uno de los realizadores más curiosos del cine actual y del que aún se espera una gran película. Pero Egoyan vuelve a aportar en el nivel de una narración en la que todo parece muy simple y, ciertamente, no lo es. Otro de los consentidos de la crítica y los festivales internacionales, el finlandés Aki Kaurismaki, se hizo presente con dos películas: una es Total Balalaika Show (1994), un espectáculo musical en el que los Leningrad Cowboys, excéntrico grupo musical que Kaurismaki ha popularizado en dos filmes previos, alternan nada menos que con la Orquesta del Ejército Rojo de Moscú. La otra se titula Cuida tu pañuelo, Tatiana (1994) y se sitúa en la línea minimalista (acciones escuetas, escasez de diálogos, discontinuidad espacial, carencia de plot-points) que caracteriza el estilo del finlandés. De su hermano Mika Kaurismaki se vio Tigrero (1994), un documental en el que Samuel Fuller le cuenta a Jim Jarmush lo que pudo ser y no fue un filme de aventuras de la Fox con Tyrone Power, Ava Gardner y John Wayne que Fuller iba a filmar en la amazonía brasileña. En ese entorno ha sido rodado este documental que evoca una frustración pero también un sueño y que muestra a Fuller con una memoria, un sentido del humor y una capacidad física sorprendentes a sus 81 años.

Muy valiosa la selección francesa: No tengo sueño (1994), de Claire Denis, Montand (1994), de Jean Labib, Mina Tannenbaum (1994), de Martine Dugowson, No muy católica (1994), de Tonie Marshall y Nadie me ama (1994), de Marion Vernoux, las tres últimas óperas primas y cuatro de ellas dirigidas por mujeres.

La británica Ladybird, Ladybird (1994), de Ken Loach, ya distinguida en otros festivales, fue otro de los puntos altos en Puerto Rico y una reconfirmación de que Loach es uno de los realizadores de primera línea del cine británico actual.

Finalmente, son especialmente destacables la rumana Traición (1993), de Radu Mihaileanu, en torno a un escritor disidente en la Rumania comunista, la china Ermo (1994), de Zhow Xiao Wen, sobre los afanes de una campesina por adquirir un televisor, y la hindú La reina de los bandidos (1994), de Shakhar Kapur, un duro relato de la violencia que recibe y aplica una mujer en el medio rural de la India, insólita en el panorama de una cinematografía hasta hoy caracterizada por la extrema prudencia y recato en lo que se refiere a las imágenes del sexo y la violencia.

(N.o 3, segundo semestre de 1994, pp. 7-9)

El cine en fuga

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