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La franja limítrofe

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Como quiera que al menos parte de los títulos que integran esa franja del cine de calidad, sancionado como tal por la convergencia de festivales, crítica y prensa especializada y por los mismos distribuidores, se está estrenando con cierta regularidad en los últimos tiempos y puede, por tanto, ser materia de críticas o comentarios de nuestras secciones habituales, voy a centrarme en algunos de los filmes que con seguridad no veremos en las pantallas de estreno y que en el mejor de los casos podrán tener alguna exhibición en la Filmoteca de Lima. Selecciono de lo visto unos cuantos que encuentro especialmente valiosos o sugestivos: Happy Together (1997), de Wong Kar-wai; Conspiraciones del placer (1996), de Jan Svankmajer; ¿Quién diablos es Juliette? (1997), de Carlos Marcovich; Genealogías de un crimen (1997), de Raúl Ruiz; Hana-Bi (1997), de Takeshi Kitano (vistas en Puerto Rico), y Viaje al comienzo del mundo (1996), de Manoel de Oliveira; Western (1997), de Manuel Poirier; Madre e hijo (1997), de Alexander Sokurov; Tren de sombras (1997), de José Luis Guerin; La anguila (1997), de Shohei Imamura; La pelvis de J.W., de João César Monteiro y El sabor de las cerezas (1997) de Abbas Kiarostami (vistas en Mar del Plata).

Happy Together es un relato de los desencuentros de una pareja homosexual que viaja de Hong Kong a Buenos Aires. Los datos argumentales son escuetos y Wong Kar-wai, el más talentoso realizador de Hong Kong, se aboca a la creación de una atmósfera febril, con reiterada presencia del color rojo y una planificación en tomas breves y espacios cerrados. El movimiento deambulatorio, sin un norte seguro, que suelen tener los personajes de los filmes de Wong Kar-wai, alcanza aquí tal vez su máxima expresión.

Conspiradores del placer, del checo Jan Svankmajer, célebre animador de marionetas, es un extraño filme sin diálogos en el que un grupo de excéntricos, cada cual por su cuenta, ensaya complicadísimas formas de proporcionarse a sí mismos placeres físicos de diverso tipo, desde el que utiliza para sobar cada rincón de su cuerpo una combinación de brochas y cepillos hasta la muer que “flagela” un muñeco. Cultor de un surrealismo propio, Svankmajer hace un seguimiento implacable y a la vez cómplice y divertido de los exagerados afanes de sus personajes.

¿Quién diablos es Juliette? es la ópera prima del argentino radicado en México Carlos Marcovich y ha sido filmada en su mayor parte en La Habana. Atípico reportaje a una muy joven “jinetera” cubana, el filme logra recoger de manera muy fresca, a contravía de la habitual rigidez del esquema testimonial, la comunicación de la muchacha y de quienes son próximos a ella. No tiene el mismo nivel el testimonio alterno de la modelo mexicana, que no se desliga de una estética publicitaria, reformulada de modo más creativo en algunos segmentos de la parte cubana.

Genealogías de un crimen, producción francesa del prolífico realizador chileno Raúl Ruiz, es una sofisticada intriga policial o, más bien, una reflexión sobre los mecanismos de ese tipo de relato, a los que el guion elaborado por Ruiz y Pascal Bonitzer se acercan con inteligencia, elegancia y sorna pero, a la vez, de manera muy cerebral y estudiada.

Hana-Bi es una depurada historia de asesinatos y venganzas en la que policías y criminales se entremezclan casi sin distingos. En medio de ella, la figura impasible del protagonista, interpretado por el propio Kitano, como en Sonatina (1993), se yergue incólume, con una secreta y silenciosa dignidad. Hana-Bi ofrece imágenes muy abiertas y limpias, con tendencia a los espacios al aire libre, principalmente marinos, y combina la sequedad de la violencia con originales y muy medidos toques líricos. Casi un cruce de Jean-Pierre Melville y Kenji Mizoguchi, en un filme a fin de cuentas personalísimo.

Viaje al comienzo del mundo es la aproximación más cálida que se le conoce al portugués Manoel de Oliveira, hacedor de un cine habitualmente ritual y estilizado. El viaje de un grupo de cineastas a Portugal permite que el veterano realizador Manoel, interpretado por Marcello Mastroianni en la última actuación de su vida, reencuentre lugares no vistos por mucho tiempo, y que Afonso, un actor francés hijo de un portugués (Jean-Yves Gautier), se reencuentre con la familia de su padre. Con absoluta sencillez y la cámara atenta a las voces y gestos apacibles y confesionales, Viaje al comienzo del mundo es una lección casi rosselliniana de comprensión, respeto y afecto por los personajes y su circunstancia.

Algo hay de lo anterior en la sorprendente Western, del francés nacido en el Perú, Manuel Poirier. El accidentado encuentro y el viaje de dos seres disímiles, un catalán y un ruso, constituye la base de un road movie a la europea, en el que no hay heroísmo ni épica, sino la dimensión más cotidiana de los dos protagonistas a los que el director sigue en un vagabundeo que apenas oculta la búsqueda de echar raíces. Ejemplo de un estilo fílmico que se sitúa a la altura de sus personajes, Western es una crónica emotiva y divertida, ajena a la menor afectación o énfasis dramático o sentimental.

Madre e hijo es, probablemente, la mejor película de uno de los realizadores más rotundamente personales del cine contemporáneo, el ruso Alexander Sokurov. Una madre enferma y su hijo en un ambiente campestre. Unas pocas situaciones que se muestran en los 73 minutos de duración. Planos de larga permanencia que no tienen siempre un centro visual de atención. Poderosa presencia del entorno natural en imágenes de una coloración terrosa. Valoración de la banda sonora, sensible a los menores ruidos. Inmovilidad casi total del encuadre. Sin embargo, estamos ante una obra de una lacerada tensión interior que se percibe a través de la fijeza de una observación de un rigor extremo.

Tren de sombras, del español José Luis Guerin, es una de esas cintas en las que los límites de la ficción y el documental se desvanecen. A partir de unos fragmentos de supuestos home movies filmados por un abogado parisino en 1930, Guerin trata de indagar en el misterio de esas imágenes sueltas, mostrando, a través de un montaje sincopado y prescindiendo del uso de la voz, expresiones y detalles que delatan un “más allá” de lo que las viejas imágenes muestran. Menos acertadas son las breves reconstrucciones ficcionales hechas por el director.

La anguila, del japonés Shohei Imamura, se inicia como un melodrama pasional. Pero el filme subvierte luego su propuesta y deriva en un inasible tono, más cerca de una matizada comedia farsesca que del drama que está en la base de la historia. Asimismo, a partir de un perfil o configuración esquemática, los personajes devienen seres que no corresponden a ese supuesto inicial. Imamura logra de este modo un filme que puede aparentar puerilidad pero que resulta sorprendentemente ingenioso en su opción expresiva.

La pelvis de J.W., del portugués João César Monteiro, no alcanza al altísimo nivel creativo de La comedia de Dios (1995), su filme precedente y uno de los más notables de los últimos años. Presentada como una comedia filosófica y religiosa para los profanos acerca de Dios, Lucifer y John Wayne, La pelvis de J.W., que está dedicada a Jean-Marie Straub y Danielle Huillet, no tiene la coherencia de estilo y tratamiento de La comedia de Dios, centrada en los placeres de un heladero erotómano interpretado por el mismo Monteiro. En La pelvis de J.W., el propio Monteiro vuelve a hacerse cargo del rol principal en una cinta que se inicia con largas tomas que contienen una clara ritualidad litúrgica. Pero lo que comienza como una suerte de auto sacramental profano, deriva luego a otros espacios y a otros modos de representación algo menos teatralizados. Así, el entorno de un restaurante, del comedor de una residencia campestre y de algunos exteriores que incluyen un viaje a Alaska, sirven para que en ellos se planteen diversos vínculos y situaciones ajenos a cualquier regla de causalidad dramática y en planos de muy larga duración en los que el verbo es abundante así como el tono provocador. Las fuentes de Monteiro son claras: Straub, desde luego, pero también Godard y Rivette, este último especialmente en una larga escena de un ensayo de una supuesta obra teatral. Pero, más allá de esos referentes, no hay duda de que el estilo de Monteiro, con sus desmesuras y excesos y su acentuado egocentrismo es, como lo indican las credenciales de identidad, personal e intransferible.

El sabor de las cerezas, del iraní Abbas Kiarostami, da cuenta de otro estilo nítidamente diferenciado. Aquí la historia de un hombre de mediana edad que quiere suicidarse y busca para ello el apoyo de la gente que va encontrando a su paso por las afueras de Teherán, permite una reflexión sobre el sentido de la vida y las relaciones entre los seres humanos. Pero no se trata de una película “con mensaje”. Es, más bien, una película que muestra a un hombre encerrado en sí mismo y cuyo recorrido en auto se va haciendo circular y repetitivo, así como la distancia de la cámara se va alejando en forma progresiva, procedimiento estilístico que Kiarostami ya empleaba en Y la vida continúa (1991) y A través de los olivos (1994), diferenciándose de la permanente proximidad de la cámara de sus cintas anteriores. Película obsesiva y agobiante detrás de un tono en apariencia relajado, El sabor de las cerezas reafirma a Kiarostami como una de las personalidades más destacadas del cine actual.

Son propuestas como las que he reseñado brevemente las que justifican, al menos en mi perspectiva de crítico, la existencia de los festivales. En ellas el cine se renueva, se busca a sí mismo, se cuestiona sus rutinas y procedimientos, descubriendo zonas y regiones que el común de la producción no alcanza siquiera a vislumbrar.

(N.o 8, segundo semestre de 1997, pp. 27-31)

El cine en fuga

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