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Sam Raimi: visto y no visto en Lima
ОглавлениеLas películas de Sam Raimi se han visto en Lima pero muy pocos lo saben. Cuando Muerte diabólica (1983) se estrenó en 1984, Raimi era un desconocido y el filme se integró a un circuito en el que resultaba difícil diferenciarlo entre la habitual producción de última categoría que allí se ofrecía. Luego, con la excepción de Darkman, el rostro de la venganza (1990), las películas de este artífice del cine fantástico han pasado prácticamente inadvertidas y en algún caso en forma casi clandestina. De manera que lo que en otras partes son filmes de culto, aquí se ha lanzado (o “quemado”, que es lo que se hace con numerosas cintas) de manera semisubterránea.
Este año se vio, primero, Ejército macabro (1993), de paso muy fugaz por la cartelera, y más tarde El Cinematógrafo de Barranco la incluyó en el programa dedicado a Sam Raimi en el que se vio también Ola de crímenes (1987), estrenada más tarde de manera fantasmal en el Cine Colina de Miraflores, una de las salas que sobrevive penosamente en la ciudad. Las funciones de El Cinematógrafo, hechas sin el menor apoyo publicitario o periodístico, reunieron apenas a un pequeñísimo puñado de aficionados, como sucede, lamentablemente, con otros programas de interés de la pequeña sala de arte barranquina. Lo mismo ocurrió con los ciclos dedicados al venezolano Román Chalbaud y al alemán Reinhardt Hauff.
Los muertos diabólicos 2 (1987) también pasó por la cartelera de estrenos sin que casi nadie se percatara de ello dos años después de su realización. Y la misma Darkman, protagonizada por un Liam Neeson aún desconocido, no fue un éxito ni mucho menos, pese a un mejor lanzamiento que correspondía a su carácter de producción clase A, por más que tuviera ese aire de cine fantástico clase B que suele preferir el realizador. En efecto, sus otras películas son típicas low budgets, hechas con un pequeño grupo de actores y escasos escenarios. Incluso Ejército macabro, que salta del presente a la época del rey Arturo y desarrolla una ficción inspirada en los inventivos trucos del célebre Ray Harryhausen, que culmina con una original batalla contra un ejército de calaveras, no cuenta con el presupuesto del que habitualmente disponen filmes de época y con escenas de masas.
Sam Raimi se nutre de los comics fantásticos, de la tradición bizarra, aventurera y cómica del cine clase B y de la imaginería del gore que se inicia con La noche de los muertos vivientes (George Romero, 1969). Sus películas en buena medida son derivativas y, como en el caso de la trilogía de Muerte diabólica (la tercera parte es Ejército macabro), parecen hechas utilizando locaciones y utilería de algún filme de mayor presupuesto previamente realizado. Esto no significa que no personalice sus cintas, logrando en algunas de ellas una exacerbación del gore como no encontramos en otros realizadores; Muerte diabólica y Los muertos diabólicos 2 son verdaderos tours de force en los que Raimi se permite todos los excesos posibles en la serie de carnicerías guiñolescas que allí se suceden en torno a la cabaña en el bosque, en que un grupo de jóvenes soporta el ataque de fantasmas y la conversión de casi todos ellos en horribles muertos vivientes. Cierto, habría que ser un fanático incondicional de las licencias del gore para aceptar el íntegro de los recursos que Raimi pone en juego. Pero hay que reconocer que asume el horror de manera realmente pantagruélica, sin temor a superar los límites de las convenciones del género fantástico.
En Ola de crímenes que es, con Darkman, su mejor película, se incorpora en forma ostensible el slapstick al horror. Los criminales y sus víctimas son aquí figuras de un entramado de portazos, caídas y carreras que no ofrecen tregua a lo largo de los 83 minutos de duración. Sam Raimi hace ver, en compañía de Joel y Ethan Coen, coguionistas de la cinta, que se habían dado a conocer con Simplemente sangre (Raimi, 1984), nunca estrenada aquí, que el juego y el humor no excluyen el efecto de shock y la crueldad.
Ejército macabro, por su parte, se aleja en sus 80 minutos del metraje de una obra de reconstrucción de la Edad Media que pretenda un cierto nivel. Es, hasta hoy, la última demostración de las virtudes de una forma de hacer cine que debería mantenerse en los límites de la producción B para, desde allí, seguir modelando fantasías sin pretensión ninguna que en las antípodas de su estilo no dejan de hacer pensar en lo que, por ejemplo, significó el fantástico de Jacques Tourneur en su época, sin que esto quiera indicar similitud en los logros. Todavía Sam Raimi está lejos de conseguir su La marca de la pantera (1942), Yo dormí con un fantasma (1943) o Una cita con el diablo (1958), las tres de Tourneur.
(N.o 3, segundo semestre de 1994, pp. 18-19)