Читать книгу El cine en fuga - Isaac León Frías - Страница 9

La partida de Audrey: Audrey Hepburn (1929-1993)

Оглавление

La princesa que quería vivir (William Wyler, 1953) la lanzó por lo grande. Oscar de la Academia a la mejor actuación femenina de 1953. Enorme popularidad inmediata. De pequeñísimos roles secundarios, como en Oro en barras (The lavender Hill Mob, 1951), de Charles Crichton, saltó al estrellato y allí se quedó hasta que en 1967, luego de hacer de ciega acosada en Espera la oscuridad (Terence Young, 1967), optó por el retiro. Cierto es que casi diez años más tarde retornó en Robin y Marian (Richard Lester, 1976), en un notable rol femenino, en plena consonancia con su edad, pero sus siguientes apariciones no merecen destacarse, salvo quizás la de Y todos rieron (Peter Bogdanovich, 1981). Su último y fugaz rol, tan breve como el de Oro en barras, lo desempeñó en Siempre (1989), el filme de Spielberg.

Si ha habido una actriz a la que es realmente imposible no haber querido en cada una de sus películas esta es, sin duda, Audrey Hepburn. La simpatía de un rostro transparente y de una sonrisa espontánea podía conquistar al más huraño espectador. Sin embargo, muy lejos estuvo Audrey de las chicas bobas e ingenuas que la precedieron en la historia del cine norteamericano.

Audrey fue la imagen alada de la fragilidad exterior y a la vez de la firmeza y fuerza de voluntad. Fue, simultáneamente, la dama elegante y fina, y también la mujer más sencilla y campechana que desfilara por las imágenes de los años 50 y 60. Supo dar los matices del entusiasmo o de la desorientación ante universos que le resultaban deslumbrantes, curiosos, desconocidos o extraños. Y también proyectar la firmeza de un carácter indómito. Si a Audrey se le ganó por algo fue por el corazón. Pocas como ella le aportaron a la mujer enamorada tal nivel de convicción. Tanto en aquellos amores que la unieron a hombres que tenían 20 o 30 años más que ella (fueran Humphrey Bogart, Gary Cooper, Cary Grant, Fred Astaire o Rex Harrison) con los que parecía sentirse más cobijada y segura, como con aquellos, los menos, más próximos a su edad. Amores que nunca fueron fáciles y fluidos, lo que permitió que Audrey proyectara esa gama de recursos que nunca parecieron producto de una interpretación, sino estados e impulsos espontáneos recogidos por la cámara.

Todo lo hizo bien, pero estuvo especialmente insuperable en las comedias románticas y en las comedias musicales: Sabrina (Billy Wilder, 1954), Amor en la tarde (Billy Wilder, 1957), Muñequita de lujo (Blake Edwards, 1961), París, tú y yo (Richard Quine, 1964), Charada (Stanley Donen, 1963), Mi bella dama (George Cukor, 1964) y Un camino para dos (Stanley Donen, 1967). En todas ellas Audrey podía pasar de la discreción a la indiscreción, de la alegría a la tristeza, de la informalidad a la sofisticación sin que se advirtiera casi la línea de separación. Su hermoso rostro de expresiones francas y acogedoras parecía no adecuarse del todo a la delgadez de su cuerpo, del que la separaba un gracioso cuello de cisne. En esas actuaciones Audrey pudo ser huidiza o cercana, impertinente o medida, desaliñada o deslumbrante, pero en todos los casos divertida y encantadora, definitivamente entrañable.

Nos anunció su muerte en Robin y Marian, donde compuso a la amada de Robin Hood. En el final de esta película, junto con la muerte de Marian, de algún modo murió Audrey para el cine porque no volvió nunca a ser la misma. En Siempre, donde hace de un ángel, Audrey ya estaba en el cielo.

(N.o 1, segundo semestre de 1993, pp. 15-16)

El cine en fuga

Подняться наверх