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DOS

ROSARIO Y ANTONIO

Torremolinos – 24 de febrero de 1970

La brisa marina entraba por la ventana y Antonio, angustiado, se acercó a ella porque le faltaba oxígeno. Inspiró profundamente deseando que sus nervios se diluyeran y dejaran de ser ese yugo sofocante que lo atormentaba. La plaza Costa del Sol yacía a sus pies. El sonido de los coches se mezclaba con la risa de los niños. La casa de María Barrabino vigilándolo con su fachada amarillenta y sus tejas descoloridas. Antonio sudaba y su aspecto, más que atractivo, era preocupante.

Rosario, curiosa, lo observaba desde la distancia. El paño que estaba bordando seguía sobre la silla y las gotas de sangre habían provocado un pequeño borrón que más tarde tendría que limpiar con agua oxigenada. Lo miraba como si su padre le hubiera traído una mascota exótica y todavía no supiese qué podía hacer con ella.

Las aspas del ventilador girando y el sonido de la olla exprés llegando hasta allí. Geranios en la ventana: rojos, rosas, blancos y morados.

Silencio. Incomodidad. La bobalicona sonrisa de Rosario pintada en su cara.

¿Qué hablar? ¿Qué decir? ¿Cómo actuar?

El hombre estaba confuso y por eso suspiró aliviado cuando la joven se decidió a romper el hielo.

—Me ha dicho mi padre que quieres ser mi novio.

La mujer lo soltó así, de pronto, con naturalidad, haciendo que el chico, que intentaba calmarse, se atragantara con su propia saliva y tuviera que toser antes de volver a mirarla.

—Yo nunca he tenido novio —prosiguió—. Serías mi primer novio. ¿Tú has tenido novias?

Antonio, desconcertado, miró el crucifijo que coronaba la sala e inspiró profundamente. Se sentía como si estuviera andando a ciegas en un campo de minas. Doña Mercedes lo estaba expiando, se ocultaba tras los visillos del pasillo, pero él la había descubierto. Cada gesto, cada mirada eran importantes. Estaba siendo examinado, analizado, y podía fallar.

—Sí —le respondió con miedo.

Silencio.

Una mosca entrando por la ventana y posando sus peludas patas en el abanico que había sobre la mesa.

Rosario, candorosa, se encogió de hombros y atusó los volantes de su camisa.

—¿Y por qué quieres ser mi novio? —le preguntó confusa—. ¿Estás enamorado de mí?

Antonio, que no sabía cómo comportarse delante de ella, agachó la cabeza azorado y contempló unos segundos la puntera de sus zapatos. Los tenía sucios. Debía de haberles sacado lustre antes de acudir a aquel encuentro. Seguro que doña Mercedes se había fijado en ese detalle y había encontrado nuevos motivos para juzgarlo.

—Te acabo de conocer… —le contestó—. Y uno no puede amar a alguien que no sabe cómo es.

Sinceridad, la sinceridad siempre era la mejor estrategia.

En la radio sonando Cariño trianero entonada por Carmen Sevilla y la camisa de Antonio empapándose en sudor.

Con la pluma de una gallina

y la tinta de un calamar

tú me escribes por las esquinas

que estas sufriendo cada vez más.

Los ojos de Rosario lo miraban, lo estudiaban, pero al encontrarse con los de él huyeron despavoridos. No era capaz de sostenerle la mirada, y se sonrojaba.

Momento tenso, denso, irrespirable.

—¿Te importa que fume? —le preguntó el hombre para romper la presión a la que estaban sometidos y ella se encogió de hombros, ruborizada, dándole a entender que no le molestaba.

Antonio se lio un cigarrillo ante la atenta mirada de la chica, que no le quitaba la vista de encima. Rosario nunca había tenido un hombre tan guapo cerca. Le fascinaba cómo hablaba, cómo gesticulaba y cada uno de sus movimientos. Antonio era un joven muy atractivo y había ido a aquella casa para pedirle salir.

La primera calada al cigarro le supo a gloria.

Tenía que contar hasta diez, relajarse, controlar los nervios.

Doña Mercedes lo acosaba, podía sentir su mirada de hiena enredada en el visillo y clavándose en él.

Ay, mira, mira, mira

lo mucho que te quiero

ay, mira, mira, mira

cariño trianero.

—¿Quieres? —le preguntó Antonio ofreciéndole el cigarrillo y ella frunció el ceño como si hubiera dicho un disparate.

—¡Las mujeres no fuman! —le corrigió escandalizada—. Solo las frescas lo hacen.

El chico, más relajado, sonrió. Le hizo gracia su ocurrencia y la forma de expresarse. Poco a poco Rosario estaba consiguiendo que se sintiera más cómodo y se olvidara de que lo estaban examinando.

—Las mujeres deberían hacer lo que les dé la gana y no preocuparse por lo que digan los demás —la corrigió.

Silencio.

Sus miradas encontrándose por primera vez. Timidez y curiosidad en los ojos de ella; extrañeza y cautela en los de él.

El humo entrando en sus pulmones y las agujas del reloj de pared avanzando lentamente.

—Entonces… —comenzó a interrogarlo la chica de nuevo—, si no estás enamorado de mí… ¿por qué quieres que seamos novios?

Pánico. Pavor.

Los recuerdos de la última semana agolpándose en su mente.

Era una pregunta complicada y no sabía cómo responder. Era la que más miedo le daba. Había pensado mil veces en cómo iba a explicárselo para que ella no se enfadara y rechazara su propuesta.

—¿Por qué quieres que seamos novios? —repitió.

Una nueva calada al cigarro. Inhalar. Exhalar.

El rostro ingenuo de Rosario esperando una respuesta.

Sinceridad, la sinceridad siempre era la mejor estrategia.

—Necesito hacerlo —le confesó.

Rosario, sin comprenderlo, se mordió el labio inferior y negó con la cabeza. Cuando hacía eso, su rostro aparentaba menos edad, como si debajo de aquellos adornos y complementos de adulta realmente hubiera una niña.

—Le prometí a tu padre que me casaría contigo.

Don Luis, con su uniforme de paño gris, sus botas altas, su pelo negro, su gorra, sus ojos azules, su cinturón de cuero, su bigote robusto y sus condecoraciones… Pensar en él hacía que se le congelara la sangre… Le tenía miedo. ¡Le aterraba! El padre de Rosario representaba la parte más oscura del régimen franquista.

—Me metí en un lío y él me ayudó —le contó—. Se lo debo.

Los favores se pagan… Se pagan…

El rostro de la chica asombrado y contrariado a la vez.

—¡¿Casarnos?! —le preguntó aturdida.

Antonio, sabiendo que debía tranquilizarla y que su vida dependía de ello, se acercó a Rosario y, por primera vez desde que se conocieron, la tocó. Fue solo un instante: sus dedos rozaron los de ella y sintió la calidez de su piel.

—Sí, en dos meses —le explicó—. Siempre que tú estés de acuerdo.

Con la pluma de una gallina

y la tinta de un calamar

tú me escribes por las esquinas

que estas sufriendo cada vez más.

La colilla del cigarro aplastada en el cenicero.

Rosario, alterada, cogió el abanico que había sobre la mesa y empezó a abanicarse con fuerza haciendo que la mosca que estaba posada en él alzara el vuelo y escapara por la ventana.

Salir.

Huir.

A Antonio le habría gustado hacer lo mismo.

Rosario no podía creer lo que estaba oyendo. Aquello iba mucho más allá de lo que le habían contado. Antonio no quería ser su novio… ¡Quería casarse con ella!

Casarse. Casarse. Vestido blanco, iglesia, cura, arroz y ser felices para siempre.

Ella nunca había imaginado que se iba a casar. Las chicas como ella no pasaban por el altar. Nadie las quería. Eran repudiadas, apartadas, escondidas… Y Rosario tenía ante ella a un chico muy guapo que le estaba diciendo que iba a convertirse en su esposo. ¡Era afortunada! No podía ocultar que le hacía ilusión, aunque le daba vergüenza.

Ay, mira, mira, mira

lo mucho que te quiero

ay, mira, mira, mira

cariño trianero.

Los ojos castaños de Rosario esquivando los suyos.

Las cortinas agitándose.

La chica, más calmada, dejó el abanico sobre la mesa.

—Mis padres se están haciendo mayores y están preocupados por mí —le explicó como si debiera justificarlos—. Quieren que me case para que un hombre me cuide cuando ellos no estén. Piensan que yo sola no puedo apañarme.

Su semblante triste, sus ánimos también.

Lo que acababa de contarle la entristecía y su rostro se cubrió de pena y retraimiento.

Doña Mercedes la había sobreprotegido siempre y la hacía sentir más inútil de lo que era.

—¿Y puedes hacerlo? —le preguntó él—. ¿Puedes cuidarte sola?

Rosario, afligida, se encogió de hombros.

—No lo sé —admitió—. Siempre he estado con ellos. No sé si sabría ocuparme de mí misma porque nunca lo he hecho.

El chico, con ternura, cogió su mano y entrelazaron sus dedos. La veía tan vulnerable que necesitaba protegerla. Rosario estaba nerviosa, pero sentía que podía confiar en él. Había algo en los ojos oscuros de Antonio que le transmitía seguridad.

—Yo te cuidaré —le susurró y Rosario, emocionada, sonrió, dejando al descubierto su encía.

—Pero tú no me quieres —le contestó ella con tristeza.

En la radio cantaba Antonio Molina y la mano de la joven soltó la suya, alejándose de él.

La foto del Caudillo mirándolos desde el recibidor. La bandera de España ondeando al viento.

—No todos los matrimonios se quieren —le explicó él, y Rosario se encogió de hombros enternecida, como si realmente no le importara.

Pasaje Begoña

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