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TRECE

ROSARIO Y ANTONIO

26 de abril de 1970

La boda fue sencilla. Una ceremonia íntima, en la parroquia de San Miguel Arcángel, oficiada por un párroco de confianza y pocos invitados. Los padres de la novia exigieron discreción y que solo asistieran las personas imprescindibles.

—¡Es mi boda! Y a mí me gustaría que viniera todo el mundo —había protestado Rosario.

Antonio la miró con ternura.

—¿Y por qué no se lo dices a tus padres? —le preguntó.

La chica se mordió el labio inferior con tristeza antes de contestar.

—Se avergüenzan de mí —le confesó con pena—. Mis padres prefieren que nadie me vea. Me esconden. Siempre ha sido así.

Su mano regordeta buscando la suya y Antonio cogiéndosela con cariño.

—No te preocupes —le dijo con ternura—. Cuando seas mi mujer yo no te esconderé—. Y ella no pudo evitar inundar su cara con una sonrisa.

La iglesia estaba al principio de la calle San Miguel, bajo la torre Pimentel y el comienzo de la Cuesta del Tajo. Era pequeña y humilde, tenía solo una nave rectangular y estaba plagada de tallas e imágenes. Se construyó en 1896 sobre una antigua ermita. Era de estilo neoclásico y doña Mercedes había encargado que la decoraran para la ocasión con claveles rojos, la flor favorita de su hija.

—Todavía estás a tiempo de escaparte —le susurró Diego en voz baja, en la puerta de la parroquia.

Antonio, embutido en un traje azul marino, sonrió con la sonrisa más triste que su amigo le había visto nunca.

—Si quieres irte corriendo yo te seguiré y te cubriré la retaguardia —insistió con sinceridad.

—No puedo —le contestó—. Se lo debo a mis padres y también a Rosario. No se merecen que haga algo así.

Diego, que seguía sin creerse lo que estaba sucediendo, lo miró con afecto y crispación, esperando que su amigo entrara en razón.

—¿Y qué pasa contigo? —le preguntó—. Te has pasado la vida cuidando a los demás: primero a mí, luego a Pablo, después a Rosario y a tus padres. ¿Y quién cuida de ti? ¿Es que no tienes derecho a ser feliz?

Antonio, con la mirada fija en la puntera de los zapatos, suspiró.

—Yo la he cagado y he perdido mi oportunidad —le contestó con franqueza—. Deja por lo menos que intente que las personas que me importan sean felices.

El coche de don Luis aparcó en la calle de los Santos Arcángeles y de él descendió Rosario, seguida de sus padres. La torre de Pimentel los miraba con expectación y Antonio, angustiado, tragó saliva intentado no atragantarse.

Hacía calor y el novio se empapaba de sudor debajo de la chaqueta.

Rosario estaba guapa, simple pero elegante. Llevaba un vestido blanco ancho en la cintura y un velo largo que le llegaba hasta los pies. Su rostro limpio (una base de maquillaje le habría venido bien para ocultar su acostumbrada palidez, pero no la había usado). Lo único que iluminaba su mirada era su sonrisa, una sonrisa extraña, picassiana, con el labio superior enrollado mostrando su carnosa encía.

En su mano derecha un broche dorado con forma de mariposa y un par de esmeraldas engarzadas. Era de su abuela, la única que nunca la había llamado retrasada y que la trataba como a una niña normal. Su madre le regaló esa joya al cumplir los dieciocho años y la guardaba como un tesoro. Cuando tenía que hacer algo importante, Rosario siempre lo llevaba apretado con fuerza y así era como si su abuela la estuviera guiando de la mano y protegiéndola.

Estaba feliz, contenta, aquel era su sueño y nada ni nadie podría arrebatarle ese instante de felicidad. Daba igual que aquella boda fuera una farsa y que él no estuviera enamorado. ¡Ella lo quería! Antonio era su príncipe azul y la princesa Caracol, por fin iba a pasar por el altar.

La novia comenzó a avanzar por la calle, dando traspiés y su madre, preocupada, la sujetó e impidió que se cayera un par de veces. El broche dorado apretado entre sus dedos.

—¡Te dije que no te pusieras tacones! —le riñó doña Mercedes—. No sabes andar con ellos. ¡Te vas a partir un pie!

Su hija, cojeando, frunció el ceño y se negó cabeza.

—¡Es mi boda! —le contestó obstinada—. Y las novias llevan zapatos de princesa.

—¡Vivan los novios! —gritó un testigo improvisado, y todos los presentes se giraron para pedirle que se callara.

Don Patricio y Encarna esperaban en la puerta de la iglesia. Antonio estaba junto a ellos, rígido, ansioso, preocupado. Al llegar a su altura, don Luis los saludó solemnemente alzando el brazo y ellos le respondieron. No hubo abrazos, risas ni halagos. Todos los presentes eran conscientes de lo que sucedía: aquella boda solamente era una pantomima, no había motivos para estar contentos, aunque la novia no dejaba de sonreír.

Rosario se emocionó al entrar en la parroquia y se le saltaron las lágrimas. Su novio la esperaba en el altar mayor y todo era tan perfecto que le temblaban las piernas. Había claveles, muchos claveles rojos. Antonio le acarició la mejilla y le prestó su pañuelo para que se sonara los mocos.

—Estás muy guapa —la piropeó, y ella se sonrojó.

—Estamos aquí reunidos para unir en santo sacramento a Antonio López Barrera y Rosario Gutiérrez Ramos —comenzó a decir el cura con majestuosidad, y la novia, conmovida, casi se cayó de los tacones.

Pasaje Begoña

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