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ONCE

LA BRUJA

21 de marzo de 1970

Las brujas son seres oscuros que se esconden en los cuentos. Son mujeres malignas, enigmáticas, que dominan la magia negra y la usan para atormentar a los demás. Rosario las odiaba, le aterraban. Cuando en alguno de sus libros aparecía una hechicera dibujada, cerraba rápido los ojos y pasaba la página.

Arpías, pécoras, pérfidas, malvadas…

Las brujas se paseaban por las historias maldiciendo a los que estaban a su alrededor, eran capaces de dormir a los habitantes de un palacio, arrancarle la voz a una sirena y convertir en príncipe a una bestia.

—Tengo miedo… —le confesó una noche a su madre.

Doña Mercedes, arisca, torció el gesto desaprobando sus sentimientos y la acarició con su huesuda mano.

—No seas estúpida —le riñó—. Algún día entenderás que los monstruos de los cuentos son inofensivos; a los que debes temer es a los de la realidad, que asustan mucho más.

Aquella tarde, al salir de la casa, doña Mercedes lo estaba esperando en el recibidor. La mujer lo miraba fijamente y por la actitud agria de su rictus parecía que lo que iba a decirle no era nada agradable.

Antonio, temeroso, tragó saliva antes de hablar y mantuvo las distancias.

—Buenas noches, doña Mercedes —la saludó.

La señora, que no estaba dispuesta a dejarlo marchar, le lanzó una mirada desafiante y se interpuso en su camino.

—Espera un momento, Antonio, por favor —le pidió usando un tono, que más que de sugerencia, era de orden—. Me gustaría hablar contigo.

El chico se metió las manos en los bolsillos con nerviosismo. No le gustaba aquella mujer. Le asustaba. Doña Mercedes era capaz de hacerlo sentir insignificante, y sus ojos altivos veían más de la cuenta.

—Claro, doña Mercedes —balbuceó—. Lo que usted guste.

Los dos se quedaron en silencio, observándose, analizándose, mantuvieron un pulso con las miradas en el que Antonio fue el perdedor. El hombre agachó la cabeza derrotado e instintivamente se miró la puntera de los zapatos, que volvían a estar sucios. Ella, satisfecha con su victoria, sonrió.

Doña Mercedes, aunque no tenía más de cincuenta años, estaba avejentada. Las canas se habían apoderado de su melena, y su rostro marchito reflejaba mil derrotas. Su sonrisa, más que relajarle las facciones, la cubría de dureza. No era una sonrisa natural, sino forzada; hacía años que su rictus había perdido la dulzura.

—Rosario está muy contenta —comenzó a argumentar la mujer como si ese hecho, en vez de ser algo positivo, fuese un problema—. Desde que te conoció cuenta los minutos que faltan hasta tu próxima visita.

Antonio, conmovido, asintió mientras se metía la camisa por dentro del pantalón para estar más presentable.

—Lo sé —contestó.

Doña Mercedes, con su pérfida mirada, lo miró de arriba abajo como si lo que viera no le gustara y no fuese digno de estar en la puerta de su casa.

—El trato era que te casaras con ella —le advirtió—. No era necesario que se enamorara, y Rosario se ha enamorado de ti.

Enamorada, enamorada… Una palabra tan bonita que saliendo de su boca parecía un arma arrojadiza.

Rosario lo quería, era evidente; él se había dado cuenta, aunque había preferido ignorarlo. La chica le había hecho un dibujo de un corazón con sus dos nombres dentro y se lo había regalado. Antonio se había emocionado, pero había bromeado con ella para quitarle importancia.

Doña Mercedes se aproximó a él y su huesuda mano le sujetó el brazo y le clavó las uñas. Las hundió, las enterró y las movió violentamente para provocarle un arañazo.

La arpía atacaba. Le inyectaba su veneno.

—Si le haces daño, te mato —le advirtió con su lengua cenagosa—. Si le rompes el corazón a mi niña, será la último que hagas —prosiguió sin que su garra lo soltara—. Acabaré contigo y desearás no habernos conocido nunca.

La maldición. La maldición de la bruja retumbando en el alféizar de la casa.

Antonio, asustado, no dijo nada. Se quedó esperando a que doña Mercedes lo soltara y se alejara de él, pero ella, no se separaba. Permaneció así unos segundos, alargando conscientemente el momento, porque disfrutaba inspirando el olor del miedo. El joven se estremeció.

La puerta de la calle abierta, y un grupo de chicos jugando pasó corriendo delante de ellos. La plaza Costa del Sol ante sus ojos, con sus ruidos, sus aromas e historias imborrables.

—No se preocupe —balbuceó mientras intentaba librarse de su garra—. Yo la cuidaré.

La señora, con el rostro mustio y cargado de tristeza, negó con la cabeza.

—Lo dudo mucho —le respondió—. Los hombres solo sabéis hacer daño a las mujeres, siempre nos destruís.

Pasaje Begoña

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