Читать книгу Pasaje Begoña - Ismael Lozano Latorre - Страница 18
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ROSARIO Y ANTONIO
21 de marzo de 1970
El momento álgido en los cuentos de hadas es cuando el príncipe azul une sus labios con los de la princesa y le da un beso de amor verdadero. Es un acontecimiento intenso, mágico, especial, los pájaros cantan al unísono, se escuchan violines y se rompen los hechizos y encantamientos. La princesa Caracol lo sabía y lo buscaba con esmero, porque pensaba que, cuando eso sucediera, dejaría de ser lenta y por una vez se sentiría una chica normal.
—Dame un beso.
Rosario cerró los ojos y puso morritos ilusionada, esperando que Antonio juntara su boca con la suya, pero no lo hizo. En vez de eso, se quedó mirando cómo la joven se esforzaba por acercarse e incluso sacaba la lengua, mientras él, cortésmente, se alejaba e intentaba minimizar los daños.
—¿Por qué no me has besado? —le preguntó Rosario molesta.
Antonio, avergonzado, se encogió de hombros y agachó la cabeza.
—¡Somos novios! —continuó la chica enfadada—. Se supone que los novios se tienen que besar.
El hombre, comprensivo, se acercó a ella y le regaló una caricia.
—Rosario, ya te he explicado que nosotros no somos novios de verdad —le contestó, y ella frunció el ceño disgustada.
Antonio se quedó en silencio observándola. Cuando se comportaba así, caprichosa y obstinada, veía a Rosario mucho más retraída de lo que era. A la chica le costaba entender las cosas; aunque se las repitiera mil veces se las preguntaba una y otra vez y, cuando no estaba de acuerdo con algo, se ponía tozuda, torcía el morro y se comportaba como una niña.
El segundero del reloj de pared avanzando lentamente.
—¡Pero nos vamos a casar! —insistió con los ojos vidriosos.
El olor del cocido que estaba preparando Mercedes llegando desde la cocina, en la mesa de la salita dos tazas humeantes de café y unas magdalenas. Rosario enfadada. Sus brazos cruzados bajo su pecho y su labio inferior caído, como si no pudiera soportar su peso.
—Ya te expliqué por qué lo hacemos y me dijiste que lo entendías.
Silencio. Indignación.
Una densa lágrima escurriéndose de sus ojos y deslizándose por su mejilla.
Antonio se lo había explicado mil veces, pero ella hacía caso omiso a sus palabras. El joven no había querido besarla y Rosario se sentía rechazada. No había pájaros cantando, violines tocando y los hechizos no se habían roto. Rosario se sentía desgraciada, la pena y la congoja anudaron su pecho.
—Tú no me quieres porque soy retrasada —terminó sollozando.
A Antonio, su teoría le partió el alma. Escucharla hablar así era muy doloroso. No le gustaba ver a Rosario llorar. No quería que lo pasara mal, ¡y mucho menos por su culpa!
—Eso no es verdad —le contestó con cariño—. No llores, por favor —insistió.
Rosario, abatida, lo miró con ojos frágiles y apoyó la cabeza en su pecho. Estando así con él se sentía mucho mejor. Su novio la acariciaba y ella deseaba morir, porque la vida era muy injusta y no iba a cambiar nunca.
—¿Por qué soy diferente a las demás? —le preguntó derrotada—. ¿Por qué no soy una chica normal de la que tú puedas enamorarte?
Sus mejillas enrojecidas y su nariz con una hilera de mocos colgando. Antonio le prestó su pañuelo de tela y ella se sonó. Sus labios delgados. Sus orejas enormes. El chico la abrazó y sintió que su obligación era protegerla.
El café enfriándose en la mesa.
—No hay nada malo en ser distinto —le susurró al oído mientras ella esbozaba una pequeña sonrisa—. Ser normal es aburrido, y tú eres especial.
Rosario se limpió las lágrimas con el pañuelo y lo miró fijamente tratando de comprenderlo.
—El problema no eres tú, soy yo —continuó Antonio, y ella arrugó la nariz sin entender nada.
—¿Tú? —le preguntó.
Antonio, quitándole un mechón de pelo que se había adherido a su cara por las lágrimas, asintió.
—Sí —le respondió—. Pero no te preocupes, porque me esforzaré para que no lo notes.
Los dos se quedaron en silencio un rato abrazados. Piel con piel. Rostro con rostro. Antonio enternecido y Rosario emocionada.
Mercedes los espiaba desde el pasillo y observó preocupada cómo su hija inspiraba el olor de su pecho.
Los geranios de la ventana temblando.
—A mí nunca me han besado —susurró Rosario como si aquella confesión fuera una deshonra.
Antonio, conmovido, le acarició la frente y le regaló una sonrisa.
—El primer beso es especial —le contestó—. Debería dártelo alguien que te ame de verdad.
Rosario se quedó en silencio unos segundos y repitió una frase que más de mil veces había leído en sus cuentos.
—Un beso de amor verdadero —susurró, y Antonio asintió con cariño.