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LA PRINCESA CARACOL
27 de agosto de 1958
Rosario aprendió a leer más tarde que el resto de niñas de su clase. Cuando sus compañeras deletreaban con soltura frases largas y complicadas, ella apenas lograba hilvanar un par de sílabas y balbuceaba sin parar. Todas se metían con ella: la llamaban subnormal, tonta, retrasada, y Rosario se metía en el baño y lloraba sin cesar.
—¡Que nadie vea tus lágrimas! —le había advertido su madre—. Nunca hay que mostrar la debilidad.
Pero Rosario, lejos de desanimarse, no cesó en su empeño. Ella era terca, obstinada y se había empecinado en que las letras que bailaban a su alrededor se juntaran y formaran palabras. Por eso leía, insistía y no dejaba de probar, y al final de clase, cuando sus compañeras se marchaban, ella se encerraba en la biblioteca y repasaba sin parar.
—La eme con la a, ma, la pe, con la a, pa… Mapa.
De aquellas tardes de lágrimas, esfuerzo y frustración, nació el amor de Rosario por los cuentos de princesas. Se pasaba horas enteras con sus páginas entre las manos, acariciando los dibujos e intentando descifrar los párrafos. Le fascinaba la vida en palacio, los vestidos pomposos y las aventuras que vivían. La mayoría de las princesas eran secuestradas, envenenadas o castigadas, pero eran salvadas por un príncipe. El príncipe azul siempre acudía montado en su caballo blanco y les daba un beso de amor verdadero.
—¿Por qué no hay princesas como yo en los cuentos? —le preguntó a su madre una tarde, mientras bordaba.
Doña Mercedes, que no sabía a qué se refería, pasó de nuevo la aguja a través de la tela, intentando no perder el punto.
—¿Cómo tú? —le preguntó.
—Sí —contestó la niña angustiada—. Existen princesas blancas, negras, indias, también las hay encantadas o que tienen zapatos de cristal, algunas viven con enanos, otros con osos, ¡y otras incluso tienen cola de pescado y se hacen llamar sirenas! Todas son distintas… pero ninguna se parece a mí.
Doña Mercedes, que por fin comprendía lo que sugería su hija, suspiró y dejó lo que estaba haciendo para sujetarle tiernamente las manos.
—¿Por qué no hay princesas retrasadas? —preguntó por fin.
El sol entraba por la ventana y el viento jugaba con las cortinas.
Doña Mercedes, con el rosario en el cuello, se santiguó entristecida antes de contestar.
—Porque a nadie le gusta la gente como tú —le contestó con franqueza—. Los retrasados no sois protagonistas de cuentos, porque si lo fuerais, nadie querría leerlos.
La niña, apenada, agachó la cabeza. Empezaba a darse cuenta de lo cruel que era el mundo con los que eran diferentes y no iban al ritmo de los demás.
—Entonces… —balbuceó agobiada— ¿a mí ningún príncipe vendrá a rescatarme?
La señora, conmovida, le apretó las manos con fuerza, intentando tranquilizarla.
—¡Tú no necesitarás ningún príncipe que te salve! —le avisó—. Porque para cuidarte y salvarte está tu madre.
La niña, emocionada, sonrió enrollando el labio superior y mostrando su carnosa encía.
—Está bien… —le contestó tozuda— pero algún día yo escribiré un cuento sobre una princesa como yo y buscaré a niños para que se lo lean.
Doña Mercedes le acarició la cabeza con ternura.
—¿Y cómo se llamará la princesa? —le preguntó curiosa—. ¿Rosario?
La pequeña, divertida, negó con la cabeza.
—No —le respondió con inocencia—. Se llamará la princesa Caracol, porque será un poco lenta.