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SIETE

EL OGRO

3 de noviembre de 1958

Rosario y su madre rezaban juntas todas las noches, daba igual que lloviera, tronara o relampagueara, la niña, pequeña, se ponía de rodillas junto a la cama y Mercedes la vigilaba para que no se saltara ni una coma en sus plegarias.

—Jesusito de mi vida, eres niño como yo, por eso te quiero tanto y te doy mi corazón, tómalo, tómalo, tuyo es… mío no.

Rosario unía las palmas de sus manos regordetas bajo la nariz y le rogaba al Ángel de la guarda, dulce compañía, que no la dejara sola ni de noche ni de día.

La niña le tenía miedo a la muerte. A la muerte y al infierno. El sacerdote de la parroquia, donde acudían religiosamente cada domingo, les había advertido de que si se portaban mal acabarían devorados por las llamas y eso a ella le aterraba.

—Mamá… —le dijo una noche con lágrimas en los ojos—. Yo no quiero quemarme.

Doña Mercedes, que no sabía a qué se estaba refiriendo, se encogió de hombros y le pidió que se explicara.

—No quiero ir al infierno —insistió—. ¿Qué hay que hacer para ir al cielo?

Su madre, que llevaba puesto un camisón de algodón que le llegaba hasta los pies, se levantó de la silla y se acercó a ella, que seguía rezando de rodillas junto a la cama.

—Debes ser una buena hija y cuando crezcas, una buena esposa.

Rosario, perdida, se limpió los mocos con la manga de la camisa y siguió interrogándola con la mirada. La princesa Caracol era así, siempre lo cuestionaba todo, siempre tenía otra pregunta.

—Una buena hija debe hacer caso siempre a sus padres —le aclaró doña Mercedes—. Debe aprender a coser, limpiar, bordar y cocinar porque algún día te casarás y deberás cuidar a tu marido. Las mujeres deben ser modestas, recatadas, virtuosas, reservadas y fieles. ¡Nunca deben llevarle la contraria a sus esposos!

La pequeña, disgustada, se levantó del suelo y la miró con el labio inferior mordido.

—¡Yo no quiero casarme! —exclamó enfadada—. Yo quiero quedarme en casa contigo y con papá.

Doña Mercedes, enternecida, le acarició la carita. Tenía las mejillas encharcadas y su nariz no dejaba de moquear.

—La misión que nos ha encomendado Dios a las mujeres es convertirnos en madres y esposas —le explicó—. Tú eres muy pequeña todavía, pero algún día conocerás a un chico, te enamorarás y lo verás todo diferente. La maternidad es nuestro fin natural, el camino que debemos seguir las mujeres para acumular méritos ante los ojos del Creador.

Rosario, compungida, apoyó la cabeza en el pecho de su madre y dejó que la peinara utilizando sus dedos.

—¿Y papá? —le preguntó consternada—. Papá no reza ni limpia ni cocina… ¿Papa irá al infierno?

Sus pies descalzos en el suelo. Frío en el cuerpo, en la piel.

—No, cariño, los hombres no necesitan hacer esas cosas —le aclaró doña Mercedes—. Para eso nos tienen a nosotras.

La pequeña sonrió aliviada.

El crucifijo en la pared, el rosario en la mano, los ojos de doña Mercedes llenándose de frustración.

Miedo a la muerte.

Miedo a la vida.

«¿Y papá? ¿Irá al infierno?».

Doña Mercedes se quedó en silencio unos minutos desenredando el pelo de su hija mientras pensaba, apenada, que le había mentido. ¡Don Luis iría al infierno! Durante años había hecho méritos para ganarse esa condena. Si realmente Dios era justo y piadoso, el coronel Gutiérrez acabaría sus días ardiendo en las ascuas del averno en una larga agonía.

«Arde, arde», pensó, y no pudo evitar que en su boca se esbozara una sonrisa.

Pasaje Begoña

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