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PRÓLOGO

25 de junio de 1971

Amanecía en el barrio del Calvario. El olor a café se mezclaba con el de las tostadas recién hechas: manteca colorá, aceite de oliva y jamón serrano. Agustín Martínez, con un cigarro consumiéndose en su boca, barría la acera en silencio. No cantaba. De sus labios no salía ninguna alegre melodía y tampoco había encendido el transistor que siempre le acompañaba.

Era una mañana triste, sombría, los primeros rayos del sol se colaban por las calles, pero no iluminaban lo suficiente. Hacía frío. La brisa marina era gélida, gris. Todo estaba mustio, lleno de lamentos. Torremolinos despertaba con la noticia de la gran redada que había tenido lugar en el Pasaje Begoña aquella misma noche. Decían que había habido cientos de detenidos. Gritos, llantos e injusticia. El mayor despliegue policial que se había visto en Málaga en mucho tiempo.

Agustín Martínez, compungido, suspiraba; sabía que aquellos desafortunados acontecimientos marcarían un antes y un después en la ciudad. La época de esplendor que había vivido Torremolinos en la última década se oscurecía, terminaba de apagarse aquella imagen de modernidad y vanguardia que siempre la había caracterizado.

Dolor de tripa.

Ganas de vomitar.

El barrendero tenía un mal presentimiento. A veces se le encogía el estómago y predecía que algo horrible iba a suceder. Su esposa le decía que tenía un don, pero para él, presentir las desdichas ajenas, más que una facultad milagrosa, era un hecho que lo atormentaba. ¿Es que no había habido suficiente dolor por una noche?

Una calada al cigarro y sus manos temblorosas sujetando el palo de la escoba.

Lo que fuera que fuese a ocurrir iba a pasar ya, en ese instante.

Los vellos de sus brazos erizándose.

Lo sabía, lo presentía y no podía hacer nada para impedirlo.

Un rayo de sol, reflejado en el cristal de una ventana, cegó momentáneamente sus ojos.

Sucedió todo muy rápido, demasiado para verlo y sobre todo para asimilarlo. Agustín Martínez pensó que había sido una alucinación, pero el sonido que escuchó al instante confirmó sus sospechas. Era real. Abominablemente cierto.

Un cuerpo.

El cuerpo de una chica precipitándose al vacío.

Rosario cayó desde un tercer piso y su cabeza se golpeó contra la acera. Los sesos de la joven se derramaron por el pavimento y su vestido blanco se tiñó de rojo.

El barrendero se estremeció y no le dio tiempo a hacer nada, ni siquiera gritó, se quedó en silencio, sorprendido, escuchando el sonido de su cráneo al fracturarse que sonó como una nuez a la que le pegan un martillazo, pero más fuerte y desagradable.

Dolor de tripa.

Ganas de vomitar.

Lágrimas en los ojos.

Lo que había presenciado era tan horrible que le escocía la retina.

El barrendero, aterrado, corrió hacia la joven pensando ilusamente que todavía estaba a tiempo de hacer algo por ella, pero era tarde, demasiado tarde, la muerte se la había llevado dejando solo un despojo de lo que fue.

Rosario era joven, muy joven, aproximadamente de la edad de su hija. Estaba muerta, sola, y él debía cuidarla.

Sus ojos castaños abiertos miraban al horizonte y su melena morena enmarañada aún conservaba algunas horquillas que colgaban del pelo. Tenía el rímel corrido, por lo que era fácil deducir que antes de morir había estado llorando.

Agustín Martínez, descorazonado, se sentó en el suelo con la chica a los pies. Estaba tan conmocionado que, sin saber por qué, le cogió la mano, intentando acompañarla. Fue al entrelazar sus dedos cuando se percató de que llevaba una alianza puesta. Aquella desconocida, que había caído por la ventana, tenía un marido, y dedujo, sorprendido, que lo que llevaba puesto no era un traje de fiesta, ¡sino un vestido de novia!

—¿Qué te han hecho, princesa? —le susurró con ternura—. ¿Quién muere en su noche de bodas? Debe ser un momento feliz.

Celebración… Fiesta… Diversión…

¿Cayó o la empujaron?

¿Estaría relacionado aquel terrible suceso con lo que había pasado la noche anterior en el Pasaje Begoña?

El sonido del cráneo al fracturarse repitiéndose en su cabeza.

Rosario iba vestida de novia y había perdido los zapatos. No tenía velo.

Había caído del tercer piso.

La ventana estaba abierta y la cortina jugaba con el viento.

Las aspas de un ventilador moviéndose.

Su muerte había sido inminente.

—¡Llamen a la policía! —gritó a los vecinos que comenzaban a aparecer—. ¡Llámenla! —insistió horrorizado.

Sola, triste, desamparada y con el cráneo abierto.

Rosario había muerto. Fallecía una princesa, pero su historia, llena de magia, quedaría para siempre en el recuerdo de los que la conocieron y quedó asociada al Pasaje Begoña.

Pasaje Begoña

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