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VII

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Al cruzar el vestíbulo, me salió al encuentro la doncella con las facciones descompuestas.

Por la expresión de su rostro supuse en seguida que había sucedido algo desagradable durante mi ausencia.

Y así era. Me refirió que una hora antes se había oído un grito desgarrador, que partió del cuarto de mi madre; acudió y encontró a su señora tendida en el suelo, desvanecida y que no volvía en sí sino al cabo de varios minutos. Cuando mi madre recuperó el conocimiento, tenía un aspecto raro, despavorido, y se vio impelida a meterse en cama. No dijo una palabra ni respondió a las preguntas que se le hicie-ron, pero no dejaba de echar, temblando, inquietas miradas alrededor.

La doncella hizo que el jardinero fuera buscar corriendo al médico. Vino el doctor y prescribió un calmante, pero no pudo sacar de mi madre ni una sola palabra.

Afirmaba el jardinero que inmediatamente después de haber proferido mi madre aquel grito, vio en el jardín un hombre desconocido que saltaba apresuradamente por sobre los arriates, encaminándose a la puerta que daba a la calle.

Vivíamos en una quinta cuyas ventanas daban a un gran jardín.

El jardinero no consiguió ver el rostro de aquel hombre; pero tuvo tiempo para ver que llevaba un largo levitón y sombrero de paja.

-¡Así vestía el barón!- dije para mí.

El jardinero no pudo alcanzar a aquel hombre, porque en ese mismo momento le enviaron a buscar al médico.

Corrí inmediatamente a la habitación de mi madre. La encontré en cama, con la cara más blanca que las almohadas donde apoyaba la cabeza.

Me reconoció, sonrióse débilmente y me tendió la mano. Me senté a la cabecera y le pregunté qué había sucedido.

Primero se negó a responder; pero acabó por confesarme que había visto una cosa terrible que la llenó de espanto.

-¿Entró alguien en tu cuarto?- pregunté.

-No, no, nadie- respondió vivamente-. Nadie ha venido... pero me creí... creí ver... un fantasma...

Enmudeció y se tapó la cara con las manos. A punto estuve de decirle lo que acababa de saber por el jardinero y de contarle mi encuentro con el ba-rón; pero, no sé por qué, desistí de mi intento, y me limité a asegurar a mi madre que los fantasmas no aparecían en pleno día.

-Hablemos de otra cosa, te lo ruego- murmuró-

Deja eso... Algún día lo sabrás todo.

Volvió a guardar silencio. Estaban frías sus manos; su pulso latía veloz e irregular. Le di una cucha-rada del calmante indicado por el médico y me alejé de la cama para no fatigarla.

No se levantó en todo el día. Permaneció inmó-

vil, en posición supina, exhalando con raros inter-valos profundos suspiros, abriendo con temor los ojos.

Todos los de nuestra casa estábamos perplejos.

Obras selectas de Iván Turguénev

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