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XV

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El cadáver yacía de espaldas, ligeramente ladea-do, con la cabeza recostada en la mano izquierda, y el brazo derecho doblado debajo del cuerpo. Las puntas de los pies, calzados con botas altas de marinero, estaban enterradas en el barro. Vestía cha-queta azul, empapada en sal marina, y abrochada hasta el cuello, al cual ceñía una bufanda roja. Su atezado rostro, vuelto hacia el cielo parecía sonreír; el labio superior contraído, dejaba ver sus dientes menudos y apretados; las vidriosas pupilas casi se confundían con el blanco mate de los ojos; los cabellos llenos de espuma y arena flotaban hacia atrás en el suelo y dejaban al descubierto su frente surca-da por una larga cicatriz violácea; la delgada nariz sobresalía blanquecina entre las mejillas deprimidas.

¡La tormenta de la noche había realizado su ta-rea!

El barón no volvería a América. Aquel hombre que había ultrajado a mi madre y arruinado su vida, mi padre- ¡sí!, mi padre, ya no podía dudar de ello-yacía inerte en el fango, a mis pies...

Encontrados sentimientos de venganza satisfe-cha de compasión, de odio y de terror embargaban mi ánimo. De terror sobre todo: el terror que me causaba aquella visión y el pensamiento de lo que acababa de ocurrir...

Esos sentimientos misteriosos de perversidad, esos deseos criminales de que hablé al comienzo despertábanse de repente en mí y me oprimían el pecho.

-¡Ah!- pensé-; ahora comprendo por qué soy así... es la sangre que manda...

Continuaba inmóvil junto al cadáver, contem-plábalo y aguardaba.

-¿Quién- me decía a mí mismo-, quién sabe si se reanimarán esas pupilas, extintas, si esos labios in-móviles se moverán?

¡No! Ya no podían moverse. En el lugar donde le arrojaron las olas, el mismo esparganio estaba marchito; habían desaparecido las gaviotas, y no veía flotar por ninguna parte despojos, ni maderos, ni aparejos desgarrados.

Por todas partes el desierto... y sólo él y yo a orillas del océano, donde sube la marea... Detrás de mí, otra vez el desierto; y en el horizonte una cade-na de tristes colinas...

No podía decidirme a dejar aquel pobre cuerpo en semejante soledad, semisepultado en fango, en-tregado como pasto a los peces y las aves de rapiña; una voz interior me ordenaba que buscara hombres para hacerles llevar aquel cadáver entre los vivos...

Pero, de improviso, apoderóse de mí un terror in-superable.

Me asaltó la idea de que aquel muerto sabía que estaba yo allí, y que era él quien había dispuesto aquel encuentro; hasta me pareció oírle mascullar frases ininteligibles, con aquella voz sorda que yo conocía...

Retrocedí para mirarlo de nuevo. Una cosa brillante atrajo mis miradas: era un anillo de oro que llevaba en la mano izquierda, y reconocí la sortija de boda de mi madre.

Jamás olvidaré cómo vencí mi repugnancia. Me acerqué de nuevo, me incliné sobre aquel cuerpo...

aun siento el contacto viscoso de sus dedos rígi- dos... recuerdo el furor con que, casi desorbitando los ojos, rechinando los dientes, arranqué el anillo que resistía... por fin cedió... y huí como un ladrón sin volver atrás la mirada, creyendo que alguien iba en pos de mí, me perseguía, me alcanzaba, me detenía...

Obras selectas de Iván Turguénev

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