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IX

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...”Atiende a lo que tengo que decirte- comenzó-. Ya no eres un niño, debes saberlo todo.

“Tenía yo una íntima amiga que se casó con un hombre a quien amaba con pasión y fue muy dicho-sa con su esposo.

“El primer año de matrimonio viajaron a la capital para pasar allí una temporada y divertirse. Se alojaron en una fonda principal y fueron a los salo-nes y los teatros.

Mi amiga era muy bella, y atraía las miradas de todos. Los jóvenes la cortejaban con empecina-miento. Pero había, sobre todo, un... oficial que la perseguía sin cesar... Por todas partes donde iba ella estaban sus malvados ojos negros. No le fue pre-sentado y nunca le dirigió la palabra sin mirarla con desenfado y con una expresión extraña.

“Aquella suerte de hostigamiento envenenó todos los placeres de mi amiga durante su estancia en la capital; rogó a su esposo que la llevase consigo a otra parte y comenzaron a prepararse para partir.

“Una noche, su marido fue a su círculo, donde había sido convidado a una partida de juego por los oficiales del regimiento al cual pertenecía el galan-teador de mi amiga. Ésta se quedó por vez primera sola en la fonda. Como su marido tardara en regresar despidió a su doncella y se acostó...

“De repente quedó yerta de espanto y comenzó a temblar. Acababa de oír un leve ruido detrás de la pared, como de un perro que arañase. Miró las paredes.

“En un rincón llameaba una lámpara ante las sagradas imágenes; todo el dormitorio estaba tapi-zado con telas.

“De improviso, en el lugar de donde venía el ruido, movióse un entrepaño, se levantó... y aquel hombre horrible, de ojos negros y malévolos, salió del muro sombrío y desmesuradamente alto.

“Quiso gritar ella, pero no pudo emitir ningún sonido; sentíase desmayar de terror.

“Se acercó el hombre con paso rápido, como una fiera; echó a la cabeza de mi amiga una cosa blanca y pesada que la sofocaba... ¿y luego?... No recuerdo lo que ocurrió después... ¡No, no lo recuerdo!...

“Fue la muerte... ¡peor que la muerte!... Cuando por fin se rasgó aquel terrible velo, cuando yo...

cuando mi amiga volvió en sí, ya no había nadie en la habitación.

“De nuevo quedó por largo tiempo sin fuerzas para articular un sonido; después de mucho rato pudo pedir auxilio... Luego, otra vez, quedó todo confuso...

“Más tarde, cuando recuperó el conocimiento, vio a su esposo, a quien habían retenido en el círculo hasta las dos de la madrugada... Tenía el rostro descompuesto; quiso interrogar a su mujer, pero no logró respuesta alguna. Como consecuencia de esos hechos cayó enferma de peligro.

“No obstante, si la memoria no me traiciona, en cuanto quedó a solas se puso a revisar las paredes de su habitación. Bajo las telas que las tapizaban halló una puerta secreta, y advirtió, de pronto, que ya no tenía en el dedo el anillo de boda.

“Aquel anillo era muy original. Estaba guarneci-do con siete estrellas de oro, que alternaban con otras siete de plata; era una joya de familia.

“El esposo de mi amiga preguntó qué había si-do de aquel anillo, y no supo qué responderle. Su-puso que se le habría extraviado y lo buscó él sin resultado. Sintió un vivísimo deseo, no exento de inquietud, de regresar a su casa; y en cuanto el mé-

dico autorizó a la enferma a levantarse, dejaron la capital.

“El mismo día de su partida, tropezaron con una camilla, en la cual iba acostado un hombre con el cráneo roto... Aquel... hombre era el visitante fu-nesto, el de los ojos perversos... ¡Le habían matado en riña, por cuestión de juego!

“Mi amiga se recluyó en el campo, y fue madre, por primera y última vez... Aun vivió algunos años con su esposo, quien nunca llegó a sospechar nada.

¿Y qué hubiera podido confesarle? ¡Ella misma nada sabía!

“Sin embargo, su ventura había quedado rota para siempre. La existencia de los dos ensombre-cióse, y la nube que se cernía sobre ellos se desvaneció. No tuvieron más hijos... Y ese hijo único.. .

Un movimiento convulsivo agitó el cuerpo de mi madre, que se cubrió la cara con las manos.

-¡Oh!, ahora dime- continuó con redoblada energía-, ¿es culpable de algo mi amiga? ¿Qué se le puede reprochar? Fue ultrajada, es cierto. Pero, no tiene derecho a proclamar, ante Dios mismo, que era inmerecido el castigo que la hirió? Si es así, ¿por qué tiene que ver nuevamente su pasado en aquella horrible visión, al cabo de tantos años, como una criminal a quien corroen los remordimientos?

Macbeth había matado a Banqueo; era natural que viese fantasmas... ¡Pero yo!...

En este punto, el relato de mi madre se hizo tan confuso, que ya no pude seguir su ilación. Era evi-dente que deliraba.

Obras selectas de Iván Turguénev

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